Sexo y capitalismo
Ilustración Daniel Mundo
Por Daniel Mundo
Que a esta altura de las cosas festejemos como una victoria la capacidad de definir nuestra identidad sexual básicamente a partir de nuestra autopercepción, da cuenta de nuestro desconcierto y las dificultades que tenemos para reflexionar sobre nuestro presente. ¿Significa esto que debemos volver a un pasado no tan lejano donde nuestra sexualidad se bamboleaba entre dos opciones innegociables, y nuestra actividad sexual consistía en un único acto dividido en tres pasos: preparación para la penetración, penetración propiamente dicha y orgasmo? A este acto a veces se lo lubricaba con amor. Ja, así de obvios nos volvemos a veces.
Quiero plantear tres cuestiones a esta nueva capacidad soberana de autopercepción sexual. La primera, de tinte foucaultiana, me hace pensar que si la sexualidad se liberó hasta tal punto que ya no hay o parece no haber parámetros sociales para definirla o limitarla, eso se debe a que la sexualidad dejó de ser aquel dispositivo por el cual se nos normalizó durante más o menos un siglo y medio. Es el poder el que “liberó” la sexualidad y nos hace vivir este hecho como una conquista social e individual. ¿Para qué? Porque en realidad acompaña el cambio de paradigma político en el que el control autosolicitado y el sojuzgamiento flexible se dan junto a la sensación de mayor libertad y la casi inexistencia de alternativas a la vida que tenemos —la alternativa, a lo sumo, consistiría en vivir de vacaciones en un hotel all inclusive situado en una playa virgen. El gen se convirtió en el nuevo regulador social. El gen es un dato material, tecnológicamente cuantificable y modificable, mientras que la sexualidad multiplica las ofertas de acuerdo a las opciones singulares de cada cual. La naturaleza ya no se concibe como el fondo inmutable sobre el que se recortan las posibilidades artificiales de los seres humanos, sino como una materia plástica que sobrevive a todos los cambios y catástrofes.
La segunda cuestión atañe al lugar que ocupa la sexualidad y el sexo en el imaginario social actual. Porque que el poder haya liberado la sexualidad no significa que el sexo dejó de tener importancia, diría más bien lo contrario: el sexo, la satisfacción sexual (si quieren: el orgasmo conjunto) se volvió el modelo al que todos los otros goces deben parecerse e imitar. Sólo si tenemos muy naturalizado este prejuicio es por lo que un pensador de la talla de “Bifo” Berardi puede sostener que “Alcanzar el clímax catártico de una emoción estética es un evento que se asemeja a la descarga orgásmica que produce el contacto sexual entre los cuerpos, cuando se alivia una tensión muscular con la relajación y el placer”. Qué ideal monstruoso. Cuántas consecuencias guarda esta cita más bien superficial. Basta imaginar a un señor mojigato parado al lado de una mujer hedonista contemplando una obra de arte en algún museo de Europa para advertirlo. Cuando Berardi escribe “descarga orgásmica” o cuando nosotres imaginamos “satisfacción sexual”, se evidencia el despropósito en el que estamos embarcados, porque esa descarga satisfactoria es comparable a invitar a un banquete gourmet a una jauría de bestias muertas de hambre. El sexo no es del orden de la satisfacción sino del de la experimentación. O lo fue en la época moderna. El problema es que lamentablemente seguimos imaginándolo de esa manera mientras lo consumimos por Tinder.
El cishombre seguramente se volvió más amable porque espera hasta que su partenaire emita los sonidos propios del goce para eyacular. OK. También tiene otros miedos y otres goces. El sexo es un juego de poder, ni hay que decirlo. Ahora bien, cuando Tinder nos acerca las ofertas sexuales, el sexo no representa ni debe representar ningún peligro. ¿Qué pasó acá? ¿Qué significa el sexo hoy? Una actividad de realización personal donde todos los gestos deben consensuarse. Me queda la sospecha, igual, que el poder se cuela siempre, incluso cuando teñimos con esos gestos hipertolerantes nuestro propio narcisismo —tal vez comentarios como éste denoten mi pertenencia a una generación pasada (más que pasada, me gusta escribir “vencida”). Tal vez el sexo ya no implica poder sino solo descarga, o reconocimiento, o satisfacción, etc.
Y aquí aparece la tercera cuestión, porque la “liberación” de la sexualidad está convirtiendo al sexo en una práctica pacificadora y democrática, lo que no está bien ni mal. Quiere decir, simplemente, que colocamos como experiencia de nuestra realización aquel acto que hasta hace muy poco tiempo vivíamos como inversión y transgresión de nuestras certezas y gustos. De la sexualidad como destino a la sexualidad como opción lo que cambió es el poder del sexo, que de ser una pulsión inconsciente y arrolladora se convirtió en algo calculable, un contrato consciente: esto sí, aquello no, eso sólo hasta acá. De nuevo, no está ni mal ni bien que las cosas sean así. Simplemente es bueno saber que como decía Spinoza, a una mesa se le pueden pedir muchas cosas, pero no que coma pasto.