Teatro: "El corazón del mundo", la vida es sueño antes de volver al centro
En El corazón del mundo asistimos a una experiencia que se abre como una grieta en la vereda, en la noche y en el tiempo. El golpe inicial —ese palazo que recibe el protagonista— no es solo un acto de violencia, sino la detonación de un universo. Al estallar, el cuerpo se multiplica, se divide en infinitas versiones de sí mismo, y en ese gesto la obra nos propone una pregunta radical: ¿qué somos cuando dejamos de ser uno y nos confrontamos con la multiplicidad?
Toda la obra transcurre entre ese golpe y la caída final del protagonista, un intervalo donde el tiempo y el espacio se dilatan y se multiplican. Ese cuerpo que cae funciona como eje visual y simbólico: encarna la tensión entre lo físico y lo emocional, entre la fragilidad y la expansión. Cada instante que transcurre entre el impacto y el descenso final se convierte en una metáfora de transformación: nacimiento y muerte, memoria y presente, coexistiendo al mismo tiempo. La caída organiza la escena, dando ritmo y profundidad, y permite que cada gesto, cada estallido y cada dimensión del protagonista se perciban con una intensidad que atraviesa al espectador.
La obra se construye a partir de cruces audiovisuales donde el cuerpo del actor, que permanece detrás de un vidrio casi durante toda la función, se convierte en el eje central de la percepción. Ese vidrio funciona como una lupa para el espectador, amplificando cada gesto, cada movimiento y cada detalle, haciendo que lo íntimo se vuelva monumental. La luz y el sonido le dan grosor y dimensión, transformando la escena en un espacio donde lo físico y lo simbólico se superponen, y donde cada instante del protagonista se siente expansivo y lleno de múltiples capas de realidad.
Un instante que estalla puede ser la muerte, pero también puede ser: una vivencia de la infancia, el sabor de una comida casera, el calor de un abrazo en la cama, el sonido de una voz o el aroma de un lugar que nos marca, un beso, un llanto, un error. Son momentos que, aunque fugaces, nos atraviesan y nos constituyen; estallidos que quedan inscritos en nuestra memoria y que nos siguen acompañando, más allá de la lógica del tiempo lineal. La obra nos invita a acercarnos a estos estallidos, a habitar esa temporalidad expandida donde pasado, presente y futuro se entrelazan y se revelan simultáneos. Incluso, en un gesto profundamente simbólico, quien da el golpe puede ser uno mismo: una forma de reconocerse y de enfrentarse con aquello que solemos negar. El golpe que recibe el protagonista no necesariamente simboliza violencia; también puede leerse como un despertar, un momento de ruptura que sacude la conciencia y abre la percepción. Ese impacto, más que un daño físico, actúa como detonador de expansión interior: es el instante en que lo habitual se quiebra y surge la posibilidad de verse a uno mismo desde otra dimensión, de reconocer nuevas versiones de la propia existencia, de entrar en contacto con lo profundo de la psique y de experimentar la transformación que nos atraviesa.

En un sueño que atraviesa la obra, el protagonista solo se despierta antes de caer al piso, y ninguna de las personas que aparecen son quienes creemos que son; todas funcionan como proyecciones de nosotros mismos. Este mecanismo es un punto fundante: revela que lo que habitualmente percibimos como otros es en realidad un espejo de nuestra propia vida, de nuestros deseos, miedos y recuerdos. La caída, el estallido y la multiplicidad se viven también como un viaje hacia nuestro interior, donde lo que vemos y sentimos nos conecta con lo más profundo de nuestra humanidad.
La puesta se mueve en un terreno liminal. Un espacio liminal es un lugar de transición, un umbral entre dos estados o lugares distintos, que evoca una sensación de ambigüedad, inquietud o surrealismo. Así, la obra habita ese umbral: entre la vida y la muerte, entre lo uno y lo múltiple, entre lo humano y lo cósmico.
Las dimensiones se pliegan y despliegan, los tiempos se sobreponen, y la vida y la muerte no son opuestos sino parte de un mismo movimiento expansivo. Cuando uno estalla, no se fragmenta sino que se expande. Se convierte en muchos, en humanidad entera, en memoria ancestral.
Pero esa expansión no es fría ni abstracta. El corazón del mundo se aferra al pulso más íntimo: la búsqueda del origen, del primer contacto, de ese latido primigenio que se resguarda en el calor materno, en lo uterino que da vida. Esa es la indagación que atraviesa sus distintas dimensiones: volver a sentir aquella primera sensación. Allí la escena encuentra su centro gravitacional, donde lo individual se enlaza con lo colectivo y cada instante abre un acceso a la totalidad del corazón y a la fuente. El centro del mundo se revela en conexión con el espacio, con la vibración del rayo y el calor que lo sostiene.
Cada estallido, cada multiplicidad, cada proyección del sueño y cada cuerpo que cae se perciben como un acto de confrontación con uno mismo y con los otros. La identidad no es unívoca; lo que vemos en los otros refleja también partes de nosotros. Luz, sonido y cuerpo amplifican lo simbólico y lo real, haciendo que el espectador habite, aunque fugazmente, la expansión de la conciencia y del sentir.
Finalmente, el amor aparece como fuerza expansiva, capaz de atravesar cuerpos, tiempos y generaciones, uniendo lo individual y lo colectivo, transformando cada estallido y cada renacimiento en algo que trasciende al sujeto, y que permite reconciliarnos con nuestro lugar en el mundo. La obra logra que la vida, la muerte - el shin y el shan - coexistan en un mismo tejido, recordándonos que lo vivido y lo sentido nos constituye y nos conecta con la humanidad entera.
El corazón del mundo es, al fin y al cabo, un teatro en expansión, y que recuerda que todo estallido —aun el más intenso— puede contener el germen de un origen.
Ficha artístico técnica
Actor: Guillermo Angelelli
Diseño de luces: Ricardo Sica
Asistencia de dirección: Mariano Mandetta
Dibujo del afiche: Matías Iván Delgado
Realizador de la pantalla Pepper Ghost: Cristian Matías Amaya
Asesoramiento visual: Paula Cotton, Sebastián Zavatarelli y Fede Castro
Producción general: Compañía Seremos
Equipo del Film holográfico
Dirección: Lautaro Delgado Tymruk
Asistente de dirección: Violeta Palukas
Dirección de fotografía: Leonardo Pazos
Eléctrico y gafer: Jerónimo Prieto
Directora de Arte: Abigail Cohen
Asistentes de arte: Juliana Capparelli y Arlene Campbell
Vestuario: Laura Cacherosky
Asistente vestuario: Magdalena del Mar Rodríguez
Maquillaje y peinado: Alberto Moccia
Montaje: Nicanor Loreti, Fernando Szurman, Roly Rauwolf
Producción: Felicitas Luna
Asistente de producción: Silvia Oleksikiw
Sonorización: La máscara de las voces