Teatro: “La gesta heroica” o la obstinación de los pensamientos tristes
En su decálogo del perfecto cuentista, Horacio Quiroga aconseja no escribir bajo el imperio de la emoción, dejarla morir y evocarla luego. Yo voy a escapar a esa preceptiva, voy a tomar el camino contrario, la emoción sigue viva y no tengo tiempo. Para quienes fuimos alumnos de Bartís, para quienes pasamos al menos cinco años de nuestras vidas en el Sportivo Teatral, volver a ese lugar, ahora transformado en otra cosa, nos confronta con el pasado, con el recuerdo de nuestros años más fuertes de formación, no sólo teatral, sino espiritual, ideológica. Volver a la casa donde fuimos felices, donde uno “cargó el combustible puro”, pero también el alimento de la nostalgia, esa pasión tan argentina. Cómo no recordar el galpón, apenas iluminado, donde nos quedábamos hasta medianoche, escuchándolo hablar sobre la fuerza perturbadora, irreverente de la actuación; la escena política; el refugio de la estupidez; el terror, sobre todo eso, el terror al retorno de la dictadura, y a la deuda, a vivir endeudado. Otra pasión argentina.
Todos esos recuerdos, no sólo por su contenido sino también por el acto de recordar, parecen anticipar la atmósfera de la obra. Porque es eso lo que circula en esa familia: la herida del pasado, la nostalgia de una épica que no fue, la vejez, la caída, el final. Como si la obra nos preparara para eso: siempre se puede caer un poco más.
Es lo que circula en esa familia: la herida del pasado, la nostalgia de una épica que no fue, la vejez, la caída, el final.
En una casa herrumbrada en una playa de la costa bonaerense, un padre (Luis Machín) vive junto a sus hijos, Elena (Marina Carrasco) y Lorenzo (Facundo Cardosi). Ha decidido realizar la sucesión en vida y esperan a que vuelva el tercer hijo, Ernesto (Martín Mir), para firmar la herencia (de una deuda), un terreno donde está la casa y las ruinas de un parque de diversiones, “La gesta heroica”. Una casa, un living, una familia, el que viene de afuera, un relato de estructura simple, elementos costumbristas en los que la obra se apoya para construir esta historia -¿la historia de nuestro país?-, para producir un exceso, un desborde.
Porque la obra no es mimética, no es representativa, los personajes son fuerzas enloquecidas que pugnan entre sí de forma inquietante. Las relaciones escapan a cualquier lógica convencional. Si te asomás a una familia sin que nadie te diga quién es quién empezás a ver cosas perturbadoras, dice Lucrecia Martel en un perfil de Leila Guerriero. El deseo, dice, se mueve por su propio hilo. En La gesta heroica ocurre de manera similar, el deseo es pura fuerza que avanza, sin importar ningún lazo filial. La diferencia es que en la obra no se alude, se explicita. Si bien Elena desea y embiste contra sus hermanos, como el jabalí de la obra Venus y Adonis que va a representar, es ella quien es objeto de mayor burla y deseo. Ella, la única mujer de la familia. Hermana, esposa, hija, madre, todo al mismo tiempo. Quizás sea acá donde se produce el gesto mimético, “costumbrista”. La familia, eco de una sociedad enferma.
Obsesionado por la película del Rey Lear, obra de Shakespeare que funciona como punto de partida de La gesta heroica, Horacio, el padre, la mira una y otra vez. Una idea fija, dice, un polo magnético. Frente a la pantalla, reproduce los textos en un inglés balbuceado, ininteligible. Por qué ese pensamiento inmóvil, esa obsesión. No me interesa pensar en su contenido, sino en la naturaleza de esa obsesión, su magnitud. Hay algo triste en ese gesto. Como si esa fijación lo preservara del flujo de la muerte, que ya está en él. Soy arrojado al desierto, dice, me miro al espejo y no me reconozco, tengo el derecho a no reconocerme. Qué tristeza, qué frase demoledora. La carne hecha pedazos.
Pero también hay otra obsesión, una escena a la que él vuelve siempre. Una mañana, o una tarde en que él está en la playa y el mar arroja los cuerpos a la orilla. Los cuerpos que fueron lanzados en los vuelos de la muerte durante la dictadura argentina. Testigo mudo de ese horror, ese regreso perpetuo parece decir el terror de nuestra sociedad: ¿y si vuelven?
Lo que hace Bartís en esta obra es magistral, permite recuperar el placer de un relato, lleno de capas de sentido.
Lo que hace Bartís en esta obra es magistral, permite recuperar el placer de un relato, lleno de capas de sentido, realmente conmovedor. Es la obra ese polo magnético que irradia una fuerza extraña, demoledora. Directo al corazón, un golpe perfecto. La ficción, acá, actúa en todo su esplendor, utiliza todas sus armas, no esconde nada. Salgo de la obra convencido de eso, la ficción es el único modo de ingresar al mundo.
Mientras espero fumando un cigarrillo, sigo dándole vueltas a una frase: qué obstinados son los pensamientos tristes. Nada más cierto. No sé si saludar e irme, pero finalmente decido quedarme, charlar, tomar vino, lo de siempre. Sentados sobre unas banquetas en ese lugar que ya no es el Sportivo, pregunto cosas, repaso momentos de la obra. Finalmente, repito esa frase que sigue dando vueltas en mi cabeza: qué obstinados son los pensamientos tristes. Machín levanta la mirada y dice: y nunca se terminan.