Ver un puma
Por Franco Dall'Oste
El cielo estaba gris, con algunos manchones negros en el horizonte. Yo tenía las manos frías, se lo dije a Gustavo, pero él no respondió. Me subí el cierre del cuello, y con el dedo estiré un poco la línea, esperando el pique: ya habíamos sacado alrededor de veinte dientudos entre los dos.
Gustavo estaba sentado, con la caña entre las piernas, fumando un cigarrillo. Su vista estaba perdida en el horizonte, detrás de los pastizales amarillentos y el monte.
Entonces sentí otro pique y comencé a tirar hacia atrás con la caña.
— ¿Tenés pique? –me gritó Gustavo a través del viento.
Grité que sí y comencé a recoger la línea, pero estaba demasiado tirante.
—¿No habrás enganchado? ¡Ey! ¡Pendejo! ¿No enganchaste?
—¡No! –le grité.
—En serio, enganchaste boludo, dejá que vas a perder el anzuelo, ¡pará!
—No, no enganché, ahí lo saco.
De repente sentí un golpe más fuerte, y la línea se destensó: se había cortado. Por un instante todo quedó quieto; solo se oía el agua marrón del arroyo que atravesaba aquella tierra negra, embarrada. Sentí que se me cerraba la garganta y me contuve para no llorar, aunque con la lluvia no se hubiese notado.
Recogí el resto de la línea mientras sentía la mirada de Gustavo clavarse en mi espalda.
—Ahora te quedaste sin anzuelos –lo escuché decir. Su voz sonaba rasposa y distante, como si estuviera gritando a kilómetros de distancia. Mis manos temblaban, mientras se mojaban con el viento que arrastraba pequeñas gotas de llovizna, y me quemaban.
Cuando terminé de recoger, dejé la caña contra unos cardos y me fui para la camioneta. Gustavo me miró todo el camino, sin dejar de fumar su cigarrillo.
Adentro de la Chevrolet prendí la radio y me froté las manos todo lo que pude. Estaban pasando el noticiero, la voz de algún político sonaba con distorsión.
Dejé caer la cabeza sobre el apoyacabezas de cuero y sentí cómo el viento soplaba silbando a través de la ventana rota del conductor. Todavía tenía ese nudo en la garganta que me hacía sentir que me ahorcaban. Lo miré a Gustavo que ahora juntaba su línea y tiraba el cigarrillo al agua. Vi cómo el pelo negro, opaco y con algunas pocas canas, se le revolvía con el viento, mientras agarraba mi caña y el balde con los dientudos para dejarlos en la caja de la camioneta.
Entró y el viento me volvió a congelar las manos. Él encendió otro cigarrillo, e intentó prender la camioneta. Por más que intentaba, todo lo que se escuchaba era el arranque mordido del motor, “las ganas” pensaba yo, pero no el ruido final, la explosión y el andar. Gustavo comenzó a putear y a golpear el volante, después se bajó y abrió el capó, tocando algunas cosas entre la lluvia, que comenzaba a caer con más fuerza. Al final se rindió y se metió de nuevo, trayendo el balde con dientudos dentro de la cabina.
—¿Para qué los traés? ¿Qué les va a pasar si se mojan? –le dije, mientras intentaba buscar otra estación en la radio.
—Te callás la boca –contestó y se prendió otro cigarrillo.
Pasaron las horas. Le pregunté cuándo iba a volver mamá a casa, si era cierto que nos íbamos a mudar a Chascomús, y después nos quedamos hablando de Racing.
—Siempre nos roban, siempre –dijo él, enojado, tirando el humo hacia la ventana que ya parecía una cascada. De la radio salía un ruido blanco que se mezclaba con las gotas que pegaban en la chapa, creando una música extraña y percusiva. El olor a pescado ya era inaguantable.
—Yo no quiero ser más de Racing –le dije.
—¿Qué?
—Ya me harté, no puedo ser más de Racing, es horrible.
—No podés dejar de ser de un equipo.
—¿Por qué no?
—Porque no, ya está, sos de Racing, bancatela.
Me quedé pensando un segundo.
—¿Mamá es de Racing también?
—No, ya no le gusta el fútbol. Antes veníamos a pescar y ella siempre me pedía que le ponga el partido.
—¿Y por qué no le gusta más?
—Qué se yo, se habrá aburrido, como se aburre de todo.
—Yo no quiero ser más de Racing.
—No podés elegir eso.
Nos quedamos un rato más en silencio, hasta que vimos un auto que se acercaba debajo de la lluvia. Era una camioneta inmensa, de esas que tienen los dueños de los campos, blanca, aunque muy embarrada. Gustavo frunció el ceño y observó por el espejo retrovisor, después se dio vuelta y miró para atrás.
Un hombre con un piloto amarillo se bajó de la camioneta y caminó debajo de la lluvia hasta nosotros. Gustavo bajó la ventanilla y saludó.
—¿Cómo le va? ¿Usted es dueño del campo? –preguntó el hombre. Dentro de la capucha amarilla se veía un rostro pálido y cachetón, con cejas tan coloradas como la nariz.
—No… —contestó Gustavo, dudando y volteándose para ver si alguien más bajaba de la otra camioneta—. Nosotros nos quedamos acá varados, se le acabó la batería a la chata, o algo así.
El hombre sonrió un momento y luego miró hacia el horizonte.
—Sabe, nosotros no somos de por acá, estamos cazando el león del sur, ¿conoce?
—¿León del sur? ¿Y eso qué carajo es? –contestó Gustavo, con la voz casi quebrada. Vi cómo acercaba su mano temblorosa a la llave de arranque.
—Un bicho muy lindo, creo que le dicen así acá. Es un felino muy grande que anda por estas praderas.
—¿Un puma será?
—Eso, un puma.
Gustavo me miró con cara de extrañado. Apagó el cigarrillo y puso las dos manos sobre el volante.
—Acá no hay puma, hace años que no hay, están medios perdidos ustedes me parece.
El hombre lo miró extrañado. Luego salió caminando hasta la camioneta, y volvió con una bolsa.
—Tome –dijo—, para que pase el día.
Gustavo agarró el paquete. El hombre se dio vuelta, se subió a la camioneta y se alejó hasta perderse entre la lluvia.
—¿Qué carajo le pasó a este? ¿León del sur? Nos podría haber remolcado el hijo de puta.
—¿Qué es eso que te dio? —pregunté.
Gustavo sacó de la bolsa unos sánguches de jamón y queso.
—¡Uy qué bien! ¿Comemos?
—No, no se come cuando se va a pescar –me contestó, y guardó la bolsa en la guantera.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque no. No hinchés las pelotas.
***
Pasó un rato más y empecé a escuchar un ruido molesto.
—¡Hay un pescado que todavía está vivo! –le grité a Gustavo. El pez se movía dando coletazos para todos lados, como si recién lo hubieran sacado del agua.
Gustavo frunció las cejas y se quedó mirando cómo el animal se retorcía y saltaba del piso al asiento de la camioneta, como si no pudiera entender lo que pasaba.
—Y agarralo —dijo al final.
—No, agarralo vos —dije, corriéndome hacia un costado.
—¡Agarralo! ¡Dale! ¿Qué tenés miedo? No seas pelotudo.
Intenté agarrarlo pero entonces sentí las escamas y el cuerpo pegajoso entre mis dedos; sentí el olor a podrido y todo eso se fue hacia mi garganta pero ahora en forma de una arcada. Lo solté y ahí sentí el golpe en la nuca, la mano pesada y rasposa, y la garganta se me cerró aún más; después Gustavo agarró un cuchillo de la guantera y comenzó a pegarle al pez. Las escamas plateadas inundaban la camioneta y el olor me daban ganas de vomitar, mientras la garganta no me dejaba respirar y de los ojos sentía salir una lágrima que recorría mi cachete y se metía en mi boca; el gusto salado me hizo acordar que tenía hambre, pero lo de la garganta era peor, entonces abrí la puerta y salí corriendo.
A los metros empecé a sentir que los pies se me enterraban en el barro, y el buzo ya estaba empapado y me pesaba; la lluvia me pegaba en la cara, pero seguí corriendo, durante unos diez minutos, hasta estar demasiado agitado, tanto que el nudo en la garganta ya no me molestaba y podía respirar, podía sentir el olor a pasto mojado, a tierra y bosta. Me senté a la orilla del arroyo, empapándome, oculto de la vista desde la camioneta y me quedé contemplando el agua que seguía corriendo marrón, dando vueltas y zigzags hasta perderse en el horizonte que brillaba dorado, con nubes inmensas y rayos que caían en algún lugar lejos. Me puse a imaginar donde caerían esos rayos, y me acordé de cuando pensaba que ahí, entre esas nubes inmensas que asemejaban a montañas de oro, podría encontrar a Dios, un viejo con barba gris, lejano pero distinguible, parado sobre las nubes, observándome. Todo antes de que mamá se fuera, antes de que se muera el perro, antes de que a Gustavo lo echaran del laburo.
Empecé a temblar, pero a su vez disfrutaba de estar ahí y ver eso.
Entonces, del otro lado del arroyo, vi una silueta que se movía lentamente: una figura negra y oscura que caminaba a unos cien metros, entre los pastizales. Sentí la adrenalina que me recorría la espalda, y me paré para ver mejor, pero la silueta desapareció.
Volví a la camioneta. Gustavo sacó el último cigarrillo y tiró el paquete arrugado en el piso. Después buscó el encendedor en su camisa, en el asiento y debajo de la franela. Al final lo encontró en el piso.
—Vi un puma –le dije, mirando para adelante.
Gustavo no contestó. Nos quedamos en silencio otra hora más, hasta que la lluvia paró.
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