El camino de Santiago: a propósito de “La estación salvaje”, de Gastón Navarro

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    Gastón Navarro
CUENTOS

El camino de Santiago: a propósito de “La estación salvaje”, de Gastón Navarro

01 Junio 2025

“Uno vuelve siempre / a los viejos sitios / donde amó la vida, / y entonces comprende / cómo están de ausentes / las cosas queridas…” Los hermosos versos de Armando Tejada Gómez, cantados por algunas  de las voces más conspicuas de nuestra lengua, parten, sin embargo, de un presupuesto falso: de que todos tenemos sitios a los que volver, a los que desear volver; y que, de volver, la ausencia reduplicará nuestra tristeza, nuestra melancolía. Presupone infancias o adolescencias necesariamente felices. Contra la pérdida de ese paraíso de lo cotidiano, la solución devendría en amoldarse a cierto inmovilismo, un quietismo físico y espiritual que nos dejase anclados para siempre a esas cosas, so pena de que “se las lleve el viento”.

Santiago Lange, protagonista y a veces narrador de los nueve cuentos que integran La estación salvaje de Gastón Navarro, libro editado por Caburé, está allí para demostrarnos cuán falsas pueden resultar nuestras esperanzas de una epifanía cuando se regresa “a los viejos sitios”. No porque no existan en sentido físico, sino porque en ellos no pudimos “amar la vida”, porque no hubo demasiadas “cosas queridas” que pudieran redespertarse, bien fuera por presencia o por ausencia, al tornar a verlos.

Gastón Navarro, rafaelino, nacido por 1979, es conocido sobre todo por su labor como traductor, labor en la que supo asociarse con la gran Mirta Rosenberg. Más allá del trabajo “por el pan y por la sal”, disfruta de compartir en las redes sus versiones de poetas anglosajones pasados y recientes; en este mismo sitio, hace un tiempo destacamos su impecable traducción de Los poemas de amor de Marichiko, de Kenneth Rexroth, editados por Unbudha. Después de experimentar en el campo de la novela con La lengua del fuego (2023), ahora nos propone, en La estación salvaje, traducir lo intraducible: el desamparo.

El libro busca insertarse en la tradición, muy anglosajona por cierto, del short story cycle, es decir, de una suma de cuentos que consiguen ser leídos aisladamente, incluso sin obediencia al mandato de la paginación o del índice, pero unidos por uno o varios elementos comunes, hasta tal punto de que el lector pueda elegir (o desechar) que lo que está leyendo es también una novela. Cada cuento, entonces, puede obrar también como un capítulo. Navarro reconoce la influencia de Salinger, Cheever y del Dylan Thomas del Retrato de un artista cachorro. Por mi cuenta y riesgo agregaría un texto más lejano, el  Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson.

El hilo conductor es, a primera vista, su personaje cardinal, Santiago Lange, protagonista de las nueve historias y narrador de cuatro de ellas, contra otras cinco escritas en tercera persona. El otro hilo es el que aísla los diversos cortes en la vida del personaje: todas las historias se desarrollan en la “estación salvaje”, en veranos más o menos tórridos, una vez en una playa, unas cuantas en las sierras de Córdoba, otra en un campamento junto a una laguna innominada, otra en Buenos Aires. El año “normal” se desarrolla en Victoria, cuya descripción no coincide ni con la localidad homónima bonaerense ni con la entrerriana.  El lugar más recurrente en las sierras de Córdoba, Los Altos, también es ficticio.

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Tapa la estación salvaje

Las nueve historias, a su vez, se pueden descomponer en un tríptico: tres corresponden a la infancia, tres a la adolescencia, tres a una adultez temprana. Curiosamente, todos los personajes portan apellidos nórdicos, muy poco “criollos”. Lange es “largo” en alemán; el resto, con alguna excepción, también es teutón (Zimmerman,  Rosenbaum, Ranz) o escandinavo (Nilsen, Rubin, Christiansen). Curiosamente también: pese a la estructura anglosajona del libro y a los apellidos germánicos, casi todas las referencias literarias –Lange es un precoz gran lector– son francófonas: desde el epígrafe de Proust, hasta las referencias explícitas o veladas a Flaubert, Stendhal, Alain-Fournier, Maeterlinck… Una tercera curiosidad podríamos plantearla en el terreno de lo religioso. Pero sobre esto iremos luego.

El tercer hilo, como ya adelantamos, es el desamparo.

El niño que vemos crecer de verano en verano no es un niño violado o estuprado, hasta donde sabemos. No padece de un hambre somalí, no conoce la pauperización de tantos otros niños, ni es erigido por su autor como sinécdoque social, más allá de que las taras que atraviesan a los personajes son, generalmente, las de la clase media y sus rutinas. No hay grandilocuencias trágicas; no hay suicidios ni asesinatos. Serviría de guión más para un Wim Wenders que para un Scorsese. Pero es precisamente en los intersticios de estas historias mínimas (mínimas en todo sentido: porque son breves; porque un lector despistado podría creerlas intrascendentes) donde se urde el drama de las carencias que impedirán, sobre el final, la epifanía del regreso aunque no la epifanía en sí.

Lange es hijo de padres separados o eternamente separándose. El padre casi desaparece después del primer cuento, donde es capaz de una crueldad nacida del doble discurso: lo grosero puede ser gracioso si lo emite un adulto como complicidad hacia el niño, pero el niño puede merecer un tremendo bofetón si lo remeda pese a toda inocencia. La madre es un fantasma esquivo. Los abuelos de Córdoba –sobre todo el abuelo– intentan suplir en los veranos las ausencias paternas. De hecho, la típica rebelión adolescente se da contra ese abuelo, del que se huye y a la vez se regresa. Las amistades tienen las características propias de las que solo pueden sostenerse por unas vacaciones, o a lo sumo no más allá de la adolescencia. Los primeros amores se urden entre la comicidad y la imposibilidad; los más tardíos, entre el abandono y algo parecido a la esperanza. 

Aparentemente, una primera lectura no deja mucho más. Sólo una segunda lectura nos mostrará, no cómo los ocho primeros cuentos preparan el noveno, sino como el noveno se vuelve imprescindible para iluminar y esclarecer plenamente el resto. Cada (re)lector elegirá cómo interpretar esa luz de faro último. Permítaseme a mí, mientras tanto, esbozar una lectura teológica, y atreverme a ver en la obra una parábola cristiana, sean cuales sean las creencias o increencias del autor y sus criaturas.

Las raíces religiosas de un pueblo moldean sus textos: el combate entre Ahab y la ballena blanca es impensable por fuera de un entorno calvinista, así como el Segismundo de Calderón no tendría carnadura sin el catolicismo del Concilio de Trento. El género específico de nuestro libro, el ya mencionado short story cycle, fue pensado para ámbitos protestantes, incluso puritanos stricto sensu, con toda su carga de predestinacionismo encima. Navarro ha sabido adaptarlo a nuestro entorno; por lo tanto, pese a los apellidos que predispondrían hacia el judaísmo o el luteranismo, pese a los autores franceses en su mayor parte librepensadores, la urdimbre, consciente o inconsciente, responde al imaginario cristiano en su variante católica.

Las nueve historias se pueden descomponer en un tríptico: tres corresponden a la infancia, tres a la adolescencia, tres a una adultez temprana.

Pero atención: eso no implica que los protagonistas profesen fe alguna. Más bien, hay una suerte de amable burla hacia uno de los personajes que mezcla budismo con revelaciones repentinas, dignas de la peor fantasía new age. Hacia el final nos enteramos que Lange ha asistido a colegios católicos, lo cual sabemos que es una de las maneras acendradamente más perfectas de perder la fe. Con todo, el libro, ahora leído como un todo continuo, traza una línea que se inicia con un talismán que falla, un artilugio mágico cuyo fracaso ya es una suerte de pérdida del paraíso, y se cierra con un homenaje a la sonrisa de Beatriz, la Beatrice del Dante, que en la Commedia se pierde en la contemplación divina, y en nuestra obra arremete como un don absolutamente humano.

Y Beatriz –y en esto coinciden teólogos y dantistas– es símbolo de la Gracia, es decir, de la gratuidad, del regalo inesperado. Volando un poco más a flor de tierra y en el campo de nuestro texto: si eso no es una esperanza, se le parece; si no es la epifanía de las cosas idas, como la que despierta la madalena proustiana, es la epifanía de las cosas nuevas. Como reza el título del último cuento: “El viaje que nunca termina”.

¿Qué queda en el medio? Pues el camino de Santiago: la peregrinación a la que el propio nombre del protagonista invita. La estación salvaje ya no sería una mera referencia al estío, sino a estación como parada, como detención nel […] cammin di nostra vita. Vida, como dijimos, de desamparos y quizás también de depuraciones; vida que es también un peregrinar. Camino de Santiago hacia una otredad que le sonría.

Si nuestra lectura es admisible –y es muy probable que no lo sea–, quizás sirva también para explicar la babel de apellidos germánicos, libros franceses, estructuras norteamericanas: ella también convergería en la sonrisa de Beatrice, símbolo de nuestra latinidad por excelencia.

Hay que agradecer muchísimo el estilo claro de este precioso librito. Es tan poco grandilocuente como los episodios que narra. Y no deja traslucir el artificio de una prosa depuradísima, que fluye con una naturalidad pasmosa: posiblemente porque encierra horas y horas de labor limæ, de ese trabajo de lima al que ya invitaba Horacio dos milenios atrás. También hay que agradecer el pudor, pudor que no es sinónimo del neovictorianismo que ciertas agendas nos han impuesto. En una etapa tan “hormonal” como la que el protagonista atraviesa, otro autor hubiera gastado páginas y páginas en sobamientos genitales, bucales et alii. Recursos que, al cabo, ya no espantan a nadie y solo atentan contra la economía.

Dos palabras sobre el libro como objeto. La ilustración de portada, que pretende reproducir un óleo, está generada por IA; y no es precisamente lo que se dice una belleza. Pero hay que resignarse: la IA ha llegado para quedarse… y afear el mundo. El diseño es amable, la tipografía candara no es de las más gratas, sin llegar a horrorosa; quizás se extraña algo más de espacio en blanco en los márgenes.