Hablemos de Leticia Veraldi
Por Zaida Tolosa | Ilustración: Zaida Tolosa
A Leticia le gustaba tejer, no sé cuántos puntos sabía, ni qué tan largas eran las bufandas que ideaba, pero creo que debió ser muy amorosa con las lanas, casi tanto como con su guitarra; pienso que, de poder tocar ahora, sin dudar nos daría la versión acústica más linda de quizá porqué.
Aunque no estoy segura de eso, pues no la conocí del todo bien.
No la conocí, no la vi, jamás le sentí la voz ni le toqué las letras, pero me gustaría imaginarla sentada en la mesa del patio con cartulinas y telas, creando cuanto bicharraco se le cruzase por su pícara mente.
¿Qué nombres tendrían estos muñecos? ¿Qué historias les tejería Leticia en los labios? ¿Qué voz les daría?
Me gusta darle forma y color a los sueños, y los de Leticia se me hacen azules, quizá azules como el cielo o azules como los botones en los ojos de los títeres. Porque Leticia soñaba color azul libertad.
Era tan vivaracha que le decían ardillita, o eso me pareció escuchar por ahí. Le tenía tanto miedo a las cosas, que aprendió a hacerle frente al miedo y ya no pudo callarse más injusticias. Le quemaba la mentira, prefería el silencio rebelde a cualquier sumisión. Quizá sabía, en el fondo, que las macanudas como ella pertenecían a la resistencia, o bien se dejó llevar por el impulso de la justicia.
Sea como sea, antes que justiciera y heroína silenciosa, Leticia era adolescente, aunque no adolecía muy seguido. Era inestable y dudosa, enamoradiza de la vida, de la gente, llena de esperanzas y metas, de humor, de risa, con la mirada gigante y soñadora.
Era tan adolescente como yo, como vos y como todos, es de ahí que la conozco. Por eso, quiero traer a Leticia un ratito, aunque no sean sus palabras, ni su voz, ni el pasado en que quedó su pensamiento, sino solo el sueño de quien piensa en un futuro mejor:
Que no hay que conformarnos, ni resignarnos, que está lleno de gente injusta, de actos injustos, pero más que nunca hay que luchar, hacerle frente al dolor y la necesidad de quienes no tienen ni pueden. Como sea, donde sea, llevarse por delante el mundo, no callarse la rabia, no aceptar la carencia y seguir insistiendo, por más que nos persigan, castiguen, torturen y aniquilen; seguir luchando, desde la poesía, pasando por la música y terminando en la batalla.
Sin perder de vista las ganas de la libertad soñada.
Porque Leticia luchó desde los títeres en escuelas rurales, luchó a través de las cartas y luchó en compañía de otros adolescentes como ella, que nada entendían de la vida y aún así no dudaron en dejarla en el camino a una realidad anhelada.
Por eso y por aquello, por esto otro también, hay que recordar y seguir, llorar también, pero celebrar su existencia y no olvidar su nombre, pues es en esas letras donde vive su memoria, en cada sueño juvenil, cada lucha estudiantil, cada rebelión contra lo podrido del mundo. Por más que cueste, seguir.
Si esto fuese una de las tantas cartas de Leticia escritas para no olvidar, creo que la habría terminado pidiendo perdón por lo breve y poniendo en la esquina inferior de la hoja, con letra chiquita y cursiva, un muy eterno “los quiere, Leticia”.