El debate por el 12 de octubre: ni leyenda negra, ni rosa, la posición nacional latinoamericana

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    Obra de Carpani
    Obra de Carpani

El debate por el 12 de octubre: ni leyenda negra, ni rosa, la posición nacional latinoamericana

13 Octubre 2024

A raíz de la conmemoración del 12 de octubre reflotó en la Argentina la vieja discusión entre la leyenda negra y la leyenda rosa en torno a la colonización de América. También a nivel regional se reabrió el debate a partir de la “no invitación” al rey de España a la asunción de Claudia Scheinbaum, presidente electa de México. El retorno de esta vieja polémica en nuevas circunstancias amerita separar la paja del trigo y retomar el sendero del pensamiento nacional latinoamericano en esta cuestión. Lejos de tener que adscribir a miradas hispanistas o anglosajonas, precisamos mirar el pasado desde nosotros mismos, a partir de nuestra realidad. Solo asumiendo este punto de vista es posible reencontrarnos con la verdad histórica en toda su complejidad, comprendernos en nuestras encrucijadas del presente y, sobre todo, elaborar un proyecto de futuro que nos permita realizarnos como pueblos y naciones.

Leyenda rosa

Esta mirada —referida también como “leyenda blanca”— ha sido reflotada en el debate público argentino por la vicepresidenta Victoria Villarruel, en el periodismo por Claudia Peiró y en lo intelectual por figuras como Marcelo Gullo o Agustín Laje (dos figuras con enfoques opuestos en otros aspectos). Se trata de una postura con una larga tradición historiográfica, que tuvo en nuestro país exponentes destacados en Rómulo D. Carbia (1885-1944) y Vicente Sierra (1893-1982). Y cuenta en España con una legión de autores, comenzando por el clásico de Julián Juderías (“La Leyenda negra”, 1914) hasta los aportes más recientes de María Elvira Roca Barea, Rafael García Cárcel, Iván Vélez o Pedro Insua.

Esta posición básicamente plantea que:

  1. La colonización fue esencialmente un proceso virtuoso, en que España aportó a las poblaciones de América un influjo civilizatorio;

  2. La violencia fue algo secundario o, en todo caso, fue menor que la que sufrían los pueblos indígenas antes de la llegada de los españoles (en tal sentido, más que de colonización o conquista, convendría hablar de “liberación de pueblos oprimidos” por imperios sanguinarios como el azteca o el inca);

  3. La Corona y la Iglesia tuvieron labores principalmente educativas (ejemplificadas en la creación de bibliotecas, colegios y universidades) y evangelizadoras (suplantando antiguos rituales salvajes, como el sacrificio de humanos o la antropofagia);

  4. España legó principalmente a América una lengua, una religión e instituciones que dotan a la región de una unidad cultural significativa;

  5. Se reivindica el mestizaje de sangres y la hibridez cultural como algo distintivo respecto a la colonización anglosajona, de carácter puritano y protestante, en donde la mezcla fue mucho menor;

  6. Se tiende a presentar una imagen de las poblaciones aborígenes que van desde sangrientos imperios a débiles poblaciones sometidas, identificadas como “buenos salvajes”, aunque ambos comparten una misma raíz primitiva y bárbara;

  7. La fuente privilegiada para esta tradición historiográfica son los relatos de los conquistadores y exploradores.

La postura que reivindica la leyenda rosa ha estado asociada durante el siglo XX con un nacionalismo de derecha, conservador e integrista católico, tanto en España (monarquistas, franquistas) como en América Latina. En la Argentina, hunde sus raíces en los años veinte del siglo pasado, evoluciona luego a través de figuras como Alberto Ezcurra Medrano y Julio Meinvielle, hasta quedar opacada desde los ochenta con el auge de la globalización. Su reingreso en el debate público en el siglo XXI se vincula, indudablemente, con la crisis de la globalización, el retorno de los nacionalismos en el mundo y la emergencia de una nueva derecha en Occidente (en un movimiento muy heterogéneo que va desde el anarcocapitalismo antiestatista a planteos de retorno a un Estado fuerte y corporativo).

En la Argentina, la traducción de este planteo en materia social y política ha implicado mayormente una idea de sociedad jerárquicamente ordenada, en un estado de armonía que se vería perturbado únicamente por factores foráneos (marxismo, feminismo, judaísmo, liberalismo, etc.). A lo largo del siglo XX, esta posición dio lugar en su versión extrema al ejercicio de una violencia “expiadora” sobre esos elementos vistos como causa de los males sociales (desde la Liga Patriótica a la Triple A y el Terrorismo de Estado).

En cuanto al proyecto económico, en sus inicios se vinculó intelectualmente a la idea de un capitalismo corporativista e, incluso, al justicialismo. En algunos autores actuales de la leyenda rosa, identificados con el peronismo, subsiste esta idea más soberanista. Pero son excepciones. En el último medio siglo el nacionalismo conservador tendió a adoptar en los hechos un programa neoliberal. En particular, desde que se ligó —por temor al desborde popular— al antiperonismo y, más cerca de nuestros días, al rechazo a un progresismo identificado como “ideología de género”. De ahí la asociación mayoritaria del nacionalismo conservador con Martínez de Hoz, luego con el Menemismo y hoy con el proyecto libertario de Milei, el más entreguista que conoció la Argentina.

Como advirtió Hernández Arregui hace cincuenta años, se volvió un “nacionalismo sin pueblo”. Lo que este pensador no pudo ver fue la deriva posterior a 1976 de este sector. Si antes era corporativo o soberanista, luego del golpe de Estado pasó a ser neoliberal. Por lo tanto, un nacionalismo de pacotilla, una retórica tradicionalista sin programa concreto. Hoy su principal enemigo es lo que definen como “marxismo cultural”, un rótulo genérico donde meten en la misma bolsa cosas tan disímiles como Antonio Gramsci, los procesos políticos redistributivos, el ambientalismo, el indigenismo, los movimientos feministas, la agenda LGBTQ, el Foro de San Pablo, el comunismo cubano y ¡hasta al papa Francisco! Y en el combate a esos enemigos de “Dios, patria y familia” terminan aliados con el neoliberalismo más brutal, ultraindividualista y antinacional.

Leyenda negra

Este enfoque ha sido impulsado a nivel internacional por la historiografía anglosajona, con un origen que puede remontarse a las pujas entre el imperio español y las potencias anglosajonas en el siglo XVI. Recientemente, podemos encontrar aportes de historiadores estadounidenses como Noble D. Cook y David E. Stannard, entre otros. En América Latina, el indigenismo desde los años treinta del siglo pasado —y sobre todo el indianismo radical desde los setenta— adoptó este enfoque, buscando incorporarlo al debate público. En el ámbito intelectual adquirió preeminencia en las últimas décadas siguiendo corrientes multiculturalistas, decoloniales y poscoloniales, muy difundidas por los centros académicos norteamericanos. Así como por la recepción en las universidades latinoamericanas de la cuestión indígena, revitalizada en torno a 1992, y del ímpetu hacia la unidad regional de inicios del siglo XXI.

Esta postura resumidamente plantea que:

  1. La colonización fue esencialmente un proceso vicioso, en que España saqueó, violentó, sometió y destruyó a las poblaciones de América;

  2. La violencia fue central, y fue mucho mayor que la que sufrían los pueblos indígenas antes de la llegada de los españoles (en tal sentido, se enfatiza en conceptos como “genocidio” u “holocausto” para dar cuenta de ello y se esgrimen estudios demográficos para mostrar el colapso poblacional en América)

  3. La labor evangelizadora y educativa de la Corona y la Iglesia fueron formas de esa violencia, al imponer una religión, valores y creencias mediante mecanismos mayormente coercitivos;

  4. España legó atraso económico a América, sometiendo a la región durante siglos, atacó las lenguas y creencias indígenas, e impuso sus instituciones como parte de su administración imperial;

  5. Denuncia el racismo en la colonización, el desarrollo de una sociedad de castas con desiguales derechos, y proponer la recuperación de la identidad indígena y, en menor medida, mestiza y afro;

  6. Se tiende a presentar una imagen de las poblaciones aborígenes como “buenos salvajes”, en relación de armonía con la naturaleza, y se destaca el grado de civilización alcanzado por los imperios andinos y centroamericanos, tendiendo además a enfatizar la idea de “víctimas pasivas” del colonialismo;

  7. La fuente privilegiada para esta tradición historiográfica son los textos producidos por los cronistas de Indias, los testimonios de indígenas y los obispos que denunciaron la violencia colonial.

Como puede observarse, se trata de un contrapunto con la leyenda rosa. Por supuesto, puede matizarse en algún caso la dicotomía (por ej., hay una cierta reivindicación del mestizaje también en la leyenda negra). Pero, en esencia, es en torno a esas oposiciones que tendió a centrarse el debate entre ambas visiones.

La postura que reivindica la leyenda negra tiene una identificación más lábil con un proyecto político concreto. Reúne posturas indianistas que proponen el retorno a un modo de vida originario, experiencias políticas nacional-populares (desde posturas socialistas a desarrollistas) y un progresismo académico identitario que enfatiza la diferencia cultural. Estas distintas posiciones pueden tener en algunos casos puntos de contacto, pero no son homologables y guardan importantes distancias entre sí. Por eso no podemos encontrar una traducción clara en materia social, política o económica de esta postura, si bien en términos generales podríamos decir que se tiende a enfatizar la autonomía en relación con las potencias extranjeras. Más allá de eso no hay grandes acuerdos, ya que hay quienes tienen posturas antiestatistas, mientras que otros postulan un rol fuerte del Estado. O bien posiciones de defensa de la soberanía o la nación, al tiempo que hay posturas contra la idea misma de soberanía o de nacionalismo, o bien se adoptó un “latinoamericanismo abstracto” (sin anclaje nacional). Igualmente, todas han tendido a abrevar y reproducir la leyenda negra.

Cabe señalar que, para los autores de la leyenda rosa, estas posiciones son incitadas por el ingenio anglosajón como forma de debilitar a las naciones latinoamericanas y provocar una mayor división hacia dentro de la región y de cada país. Sería básicamente una continuidad de las políticas de fragmentación llevadas adelante por el Imperio Británico tras la Guerra de Independencia Hispanoamericana y una manifestación más del efecto disolvente del liberalismo en las sociedades. Mientras que para los defensores de la leyenda negra, el hispanismo es expresión de lo más recalcitrante de la derecha conservadora, y no hay nada que recuperar de allí. Desde una posición de indignación moral, apoyada en las violencias del pasado y en la real situación de vulnerabilidad de los indígenas del presente, se ubican muchas veces en un rol de acusación desde una impoluta corrección política, obturando los debates y mostrándose incapaz de lograr transformaciones efectivas.

En nuestra opinión, unos y otros quedan presos de sus propias anteojeras ideológicas, que les impiden recuperar la cuota de verdad que existe en cada una de las posiciones. Y sobre todo, les dificulta formular un proyecto de carácter nacional, popular y latinoamericano, que dé cuenta de las contradicciones que anidan en nuestras sociedades abigarradas.

La posición nacional latinoamericana

Esta lucha historiográfica, como tantas otras discusiones, nos llegó desde afuera. Y aparecieron los personeros locales que adoptaron una u otra posición en función de sus valores y creencias, pero también en relación con las pujas de poder locales o tendencias intelectuales de moda. Es hora que superemos esa dicotomía importada. Y recuperamos la larga tradición de pensamiento nacional latinoamericano, cuya riqueza nos permite advertir la complejidad de un proceso dialéctico que operó en distintas escalas y en todas las variables de la vida social:

  1. La colonización no puede ser evaluada como una suma/resta de cosas buenas o malas, sino que es un proceso histórico que, como tal, debe evaluarse en sus contradicciones:

  2. La violencia fue constitutiva al proceso de colonización, al igual que otras situaciones de conquista a lo largo de la historia y dentro del propio mundo precolombino, y hablar de “genocidio” es injustificado, ya que excepto en casos puntuales (como el de los taínos) no hubo una intencionalidad de exterminio (una dato relevante es que en las regiones andina y centroamericana, de extensa y efectiva ocupación española, es donde se ubican al día de hoy las grandes poblaciones indígenas), lo que no desmerece el valor de la denuncia sobre la violencia acontecida y la necesidad de dar cuenta de la debacle demográfica a partir de múltiples causas (donde la propagación involuntaria de enfermedades tuvo un rol central);

  3. La labor evangelizadora de la Iglesia tuvo una faceta dual, y no puede ser entendida sólo desde la imposición coercitiva, de lo cual da cuenta la adopción devota del cristianismo hasta el día de hoy de los pueblos de América, incluyendo las poblaciones indígenas; y el trabajo educativo de la Corona indudablemente tenía roles asociados al sistema colonial en América, pero al mismo tiempo fue ámbito para la difusión de las ideas que estuvieron en la base del movimiento de independencia, y constituyó los cimientos de nuestras universidades actuales;

  4. La posición dependiente latinoamericana es heredera del propio atraso en que queda España frente a las potencias industriales, si bien, lógicamente, la balanza es favorable a la península en materia económica y hay ahí un proceso de transferencia de riquezas desde América; y en materia de lengua subordinó a los idiomas indígenas, pero al mismo tiempo su acción permitió que existiera un grado de unidad cultural, religiosa y lingüística en la región que ha impedido en gran medida las guerras por motivos religiosos o culturales, comunes a otras regiones del mundo, mientras que las creencias aborígenes tendieron a hibridarse con las católicas, provocando un particular cristianismo popular;

  5. El racismo existió, sin dudas, como parte de un sistema-mundo moderno que se articuló en torno a categorías raciales hasta mediados del siglo XX, pero hay que reconocer que la cultura española, ella misma híbrida con la árabe, fue más permeable al mestizaje que la anglosajona, y ese “crisol de razas”, mezcla de indio, europeo y africano, es lo distintivo de la identidad latinoamericana;

  6. Los pueblos indígenas antes de la llegada de los españoles no eran ni ángeles ni demonios, ni buenos ni malos por naturaleza, sino que eran sociedades complejas y contradictorias como cualquier otra, y su estereotipación en un sentido u otro es igualmente deshumanizante, al quitarle humanidad a los indios de América; mientras que la leyenda rosa demoniza a los pueblos indígenas antes de la llegada de los europeos e idealiza el proceso de colonización, la leyenda negra idealiza a los pueblos indígenas y demoniza la conquista española. Ambas posturas, desde perspectivas antagónicas, caen en tergiversaciones, parcialidades, anacronismos y esencialismos;

  7. La mirada historiográfica debe enriquecerse con todos los testimonios hoy accesibles, sin restringirse a la documentación de un tipo o del otro, sino integrando múltiples fuentes que permitan describir el proceso en toda su complejidad; incluso actualmente somos capaces de observar cosas que en el pasado no eran visibles, como los análisis en torno a los flujos de conocimientos entre España y América, y el modo en que conocimientos indígenas fueron incorporados a la ciencia y la economía europeas.

Esta postura, con sus matices, ha sido levantada por grandes líderes populares de América Latina, desde Lázaro Cárdenas a Fidel Castro. Por no mencionar a Juan Domingo Perón, que se enorgullecía de su sangre indígena, al tiempo que reivindicó el legado hispano. En lo intelectual, en particular, la hallamos en autores que han puesto el foco en la mezcla única que se dio en nuestra tierra, en la hibridación hispanoamericana como sustento de una identidad histórica y de un proyecto de liberación que necesariamente debe ser compartido como región. Lo encontramos en José Martí (“Nuestra América”), José Vasconcelos (“La raza cósmica”), Roberto Fernández Retamar (“Todo Calibán”), Oswald de Andrade (“Manifiesto Antropófago”), la teología del pueblo y de la liberación, Rodolfo Kusch y sus conceptos de fagocitación y estar-siendo, Enrique Dussel, quien al tiempo que denuncia la violencia colonizadora revaloriza el papel de España en la primera modernidad y en el surgimiento de los derechos humanos, los autores de la izquierda nacional, como Abelardo Ramos y Hernández Arregui, que enfatizaron el papel del legado hispánico como posibilidad de unidad regional pero destacaron las resistencias indígenas como antecedentes de lucha popular, o un Manuel Ugarte, quien afirmaba “somos indios, somos españoles, somos latinos, somos negros, pero somos lo que somos y no queremos ser otra cosa”.

Estos autores nos enseñan que reconocer el papel de España en la historia, el pensamiento y la ciencia moderna, o el legado de la lengua, la cultura y la religión comunes como basamento de un proceso de integración regional y como parte esencial de nuestra identidad, no implica desconocer la violencia intrínseca al proceso de conquista. Asimismo es absolutamente sesgado sostener que un imperio como el español sostuvo un aparato administrativo, educativo y militar en lejanas colonias solo por intereses espirituales o civilizatorios. El balance económico fue claramente desfavorable para América, cuyos recursos naturales, conocimientos y fuerza de trabajo alimentaron las arcas de la Corona.

Tres discusiones

Con tan rica tradición intelectual, que puede remontarse al menos hasta San Martín (quien con acento castizo les hablaba a “nuestros paisanos, los indios”) y Bolívar (“no somos indios, ni europeos sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”), ¿por qué seguir reproduciendo esas caricaturas historiográficas que son las leyendas rosa y negra? ¿Para qué forzarnos a escoger entre Gran Bretaña y España? ¿Acaso no es mejor elegir a América y elaborar una visión desde nosotros mismos?

Concluyamos, entonces, debatiendo con ambas posturas. En primer lugar, ambas leyendas son incorrectas desde lo histórico y antidialécticas en lo metodológico, pero sobre todo son antinacionales en sus consecuencias concretas. La leyenda rosa refuerza una identificación con España y, por añadidura, con Europa como fuente de civilización, recreando la vieja dicotomía civilización/barbarie que tanto mal nos ha hecho. Además, ese enfoque histórico, como señalamos, ha funcionado —y lo hace en la actualidad— como pantalla legitimadora de proyectos francamente antipopulares. Mientras que la leyenda negra tiene el riesgo de —incluso la tendencia a— disolver lo nacional en una multiplicidad de identidades fragmentadas y focalizarse en contradicciones secundarias, conformando una política del todo inconducente al logro de las grandes metas que tenemos por delante. De lo que se trata es de enriquecer la identidad nacional con las particularidades, no desarmar peligrosamente lo nacional en pequeños trozos.

En segundo lugar, un debate con la leyenda negra, que se ha convertido en buena medida en vehículo para el ingreso de la política identitaria, globalista y posmoderna. Esto es, al reemplazo de los grandes proyectos, las utopías y los conflictos por el poder económico y político, y la adopción de propuestas micro, culturalistas, ancladas en demandas puntuales al progresismo institucional. Esto último, además, articulado con un discurso de victimización permanente, que impide unirse con otros sectores sociales en la construcción de proyectos nacionales más abarcadores. Es preciso dejar de lado, además, esos enfoques por sus cuestionamientos —incorporados acríticamente desde autores de la izquierda europea y norteamericana— al nacionalismo, el Estado y la soberanía. Desde nuestra realidad latinoamericana, esos tres son elementos fundamentales para un proyecto de liberación.

Por último, una discusión con la leyenda rosa. Ya que se adscriben habitualmente al catolicismo, harían bien en repasar lo que la Iglesia ha señalado oficialmente respecto a la violencia colonial. Si no quieren tomar en cuenta los testimonios de los obispos, teólogos y misioneros del siglo XVI y XVII que denunciaron la crueldad hacia los indígenas (no fueron sólo Antonio de Montesinos o Bartolomé de las Casas, sino también Toribio de Mogrovejo, Pedro de Villagómez y muchos otros), así como tampoco aceptan la postura de la teología latinoamericana al respecto, harían bien al menos en atenerse a la autoridad papal. Ya que fueron los tres últimos Sumos Pontífices, expresión cada uno de ellos de distintas vertientes dentro de la vida eclesial, los que denunciaron la violencia colonial y pidieron disculpas por ello. Juan Pablo II en el Mensaje a los indígenas del Continente Americano señalaba: “¿cómo podría olvidar en este V Centenario los enormes sufrimientos infligidos a los pobladores de este Continente durante la época de la conquista y la colonización? Hay que reconocer con toda verdad los abusos cometidos”. Y reivindicaba el legado originario al afirmar que “la Iglesia alienta a los indígenas a que conserven y promuevan con legítimo orgullo la cultura de sus pueblos: las sanas tradiciones y costumbres, el idioma y los valores propios”.

El mismo San Juan Pablo II volvió sobre el tema en las históricas jornadas del perdón del 11 y 12 marzo de 2000, en las que enfatizó las disculpas por los crímenes de la Iglesia. Cabe destacar que el documento que sirvió de base a esas jornadas fue elaborado por la Comisión Teológica Internacional, dirigida por Joseph Ratzinger (quien luego fuera Benedicto XVI), titulado “Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado” (2000). Por cierto, ya siendo papa, en 2007 volvió sobre el tema: “el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente latinoamericano: no es posible olvidar los sufrimientos y las injusticias que infligieron los colonizadores a las poblaciones indígenas, a menudo pisoteadas en sus derechos humanos fundamentales”. Por último, el papa Francisco ha insistido en ello en múltiples oportunidades, destacándose su discurso en el II Encuentro Mundial de Movimientos Populares, donde luego de analizar el colonialismo viejo y nuevo, señaló que “alguno podrá decir, con derecho, que, cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la Iglesia. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios”.

Si tal es la posición oficial de la Iglesia Católica, cabe preguntarse: ¿sobre qué catolicismo se monta la leyenda rosa? Parece un proyecto que ha quedado “pedaleando en el aire”, sin sustento real, y por eso terminan asociados, por mera reacción conservadora, a sectores antinacionales con los que comparten únicamente el rechazo al progresismo (por caso, la alianza Villarruel-Milei). Lo mismo que les ha sucedido en materia económica: carecen de proyecto propio. Han tendido a ligarse a posturas neoliberales, pero, además, ¿qué implicaría el hispanismo hoy en materia económica? ¿Qué papel ha tenido España en las últimas décadas en relación con nuestros países? En Argentina, al menos, la última intervención activa en esta materia se dio con el lobby del gobierno español en favor de sus capitales para el aprovechamiento de la privatización de las empresas públicas en los años noventa. Sin embargo, el vaciamiento llevado adelante por Repsol en YPF y por el Grupo Marsans en Aerolíneas Argentinas dista de ser un modelo de desarrollo virtuoso para nuestro país.

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