Ambiente y Desarrollo: el rol político de la agroecología, por Germán Linzer
Por Germán Linzer
Cada proyecto de transformación social debe erigirse sobre bases materiales que lo sustenten y que puedan proyectar actores sociales con subjetividades, formas de organización y consciencia política que le den vigor y resistencia a dicha transformación.
A los movimientos nacionales y populares, quizás por el énfasis puesto en las potencias del Estado y de la política, en el rol de las luchas sociales y la organización de la comunidad, cuesta identificarlo con un proyecto productivo, una base material viva y cambiante, que lo referencie con un capitalismo más equilibrado y progresivo.
La vieja economía industrial de posguerra, que estructuraba las relaciones de capital y trabajo, permitiendo la organización sindical de demandas dando espacio a un Estado empresario y mediador con una burguesía nacional en desarrollo, no existe más.
En la actualidad, las cadenas globales de valor, en un marco internacional que extreman las desigualdades, relativiza el rol de la industria en el desarrollo.
En cambio, el desempeño de los países que han basado su desarrollo en un uso planificado de sus recursos naturales, nos permite revalorizar el rol de dichos recursos para los proyectos nacionales.
La vuelta de mirada hacia nuestros recursos naturales como base del desarrollo (minería, hidrocarburos, pesca, entre otros) y en particular el foco hacia nuestro sector agroalimentario y agroindustrial, es un progreso conceptual que para concretarse necesita tomar forma en un proyecto político para el sector.
Sin embargo, sobre los recursos naturales, y en especial sobre el sector agropecuario y agroindustrial, nos encontramos miradas contrapuestas que hasta ahora no permitieron llegar a una acción directriz y conductora.
En general, el abordaje de los recursos naturales como factor de desarrollo está tensionado entre un ambientalismo retrógrado, que crece en función del pánico que generan sus denuncias y anuncios catastróficos, y un desarrollismo que, indignado por el oportunismo de este tipo de ambientalismo, machaca sobre su irracionalidad y falta de pensamiento científico.
El ambientalismo retrógrado se construye sobre aspectos de la realidad verdaderos, como la contaminación de los recursos naturales que genera el proyecto agrícola surgido de la revolución agrobiotecnológica, la pérdida de biodiversidad resultante del avance de la frontera agrícola, la erosión de suelos, los efectos sobre la salud de trabajadores, comunidades y consumidores, la disminución de agricultores y pérdida de oportunidades en el interior rural.
Sin embargo, relaciona estas consecuencias a las tecnologías utilizadas, e incluso a la ciencia de la cuál provienen, y no con los procesos productivos, regímenes económicos y estructuras de poder en el que esas tecnologías se generan, desarrollan y cobran sentido. De esta manera, el ambientalismo oportunista cobra una forma retrógrada y ahistórica, asimilando a la ciencia con los intereses de las corporaciones globales.
Del otro lado, el desarrollismo busca poner de manifiesto que a lo largo de la historia las nuevas tecnologías siempre generaron temores y detractores, que los químicos en agricultura permitieron salvar de hambrunas y que no hay evidencia que muestre que los transgénicos aprobados por autoridades regulatorias sean más peligrosos que las especies no modificadas. Pero con esto los desarrollistas, y aun en contra de sus propias intenciones, corren el riesgo de transformarse en apólogos de un modelo que al tiempo que incrementó la productividad, agrede al ambiente, socava la productividad de los recursos, afecta la salud y genera concentración y desempleo.
Estamos en una etapa en que somos capaces de generar tecnologías superadoras de esta antítesis si tenemos un proyecto político moderno que apunte al desarrollo nacional.
El modelo agrario: de la producción “simplificada” a la agroecología
El sistema de partidos, en una democracia que encause correctamente anhelos, necesidades y diferencias entre proyectos políticos, debe comprender y abarcar las demandas de las fuerzas productivas y sociales de su país. En toda sociedad periférica y dependiente al menos debería haber un partido que encarne los intereses y sea expresión de los capitales concentrados y transnacionalizados y otro que exprese el desarrollo de las industrias nacionales y de los productores locales.
Sin embargo, el éxito de la derecha ha consistido en no solo representar en los hechos a los capitales más vinculados a perfil primarizado, extranjerizado y concentrado, sino también en su capacidad de captar el imaginario y la aspiración a los capitales orientados al mercado interno y del mundo emprendedor.
Paradójicamente, eso ocurre aun cuando los proyectos de derecha solo representan la fracción más concentrada del capital, socavando no sólo el mundo del trabajo, sino también al propio surgimiento de nuevas iniciativas empresarias.
En cambio, ha sido por la acción de los gobiernos con proyectos nacionales y populares que se amplían las oportunidades productivas, se optimizan los balances de las empresas, se mejoran las condiciones laborales y se generan condiciones para el emprendimiento tecnológico.
Aunque suene paradójico, en este momento histórico el campo nacional y popular tiene la oportunidad de alcanzar para el sector agropecuario y agroindustrial un anclaje de representación basado en nuevos productores, nuevas tecnologías, nuevas formas de organización y con un perfil completamente emprendedor.
Las producciones sustentables y la agroecología en particular, con ciertas reformulaciones, actualizaciones, y como componente de un proyecto de desarrollo, tienen una potencialidad que merece ser trabajada más intensamente desde la política pública.
El paradigma hegemónico (“convencional” o “simplificado”) muestra notorios y graves efectos de agotamiento del suelo, un sistemático “mal uso” de químicos (resultante de la incremental presencia de resistencias), enfrenta crecientes costos regulatorios y genera una balanza comercial de tecnologías profundamente negativa y dependiente.
La pregunta obligada es, ¿por qué el paradigma “convencional” no es abandonado? Una de las respuestas es porque como todo paradigma genera hábitos, costumbres, ideas y creencias, que vuelven muy difícil su transformación. En particular, la “simplicidad” de la agricultura industrial consiste en trabajar grandes extensiones con un mínimo de personal y dedicación, en donde el saber agronómico es reemplazado por el asesor comercial y por la tercerización de la mayoría de las actividades (“agricultura sin agricultores”).
Frente a esta agricultura “convencional”, la agroecología se presenta como un modelo alternativo, o un paradigma emergente.
La agroecología apela a la máxima expresión de las potencialidades naturales basado en la salud de la biota que componen los diferentes hábitats y la interacción benéfica y equilibrada de los organismos que, a lo largo de la historia natural, se fueron desarrollando en los ecosistemas, volviéndolos más resistentes y menos vulnerables a plagas.
En definitiva, la discusión sobre el modelo agrario no difiere de la discusión sobre el modelo de sociedad en el que se inscribe: ¿queremos un modelo de sociedad con individuos hipercompetitivos que producto de su actividad requieran la “ayuda” de la industria farmoquímica por desarrollar depresión, trastornos de ansiedad, dependencias y enfermedades laborales producto de esa misma hipercompetitividad? ¿o aspiramos a una sociedad en donde las personas presenten un buen estado de salud preventivo y en el que la buena alimentación, el acceso temprano a diagnósticos y las buenas condiciones de vida eviten o minimicen esas enfermedades?
Seguramente la cantidad de empleo creativo y personalizado, la intensidad de ciencia y el efecto multiplicador sobre la economía sea mucho mayor en un modelo de salud basado en el bienestar y la prevención que en uno ligado a los fármacos que generan unas pocas compañías.
Esta disyuntiva, que parece aún lejana para nuestra sociedad, es una controversia que está a la vuelta de la esquina en el campo agrícola y que podría ser proyectable en la agenda pública.
Agroecología: progreso científico y tecnológico
La sustentabilidad de los sistemas requiere el ciclaje de nutrientes, es por eso que la agroecología está casi indisolublemente unida al valor agregado que significa la presencia de animales en los establecimientos agrícolas. Es a través de su pastoreo que se reduce considerablemente el flujo unilateral de nutrientes (de los campos productivos a rellenos sanitarios, ríos o mares). Su abono favorece la presencia de nutrientes, la materia orgánica y la actividad biológica del suelo, preservándolos y reconstituyéndolos.
Uno de los grandes déficits del proceso de agriculturización, propio de la revolución agrobiotecnológica actual, es que la ganadería fue corrida y con ello no sólo se puso en riesgo el suelo, sino que se generó un enorme proceso de pérdida de empleos.
Por ello, la vuelta a las “chacras mixtas” (agrícola-ganaderas) no sólo es un requisito para volver a poblar nuestro interior rural, sino que es una posibilidad/necesidad del manejo agroecológico.
Hoy, aun en zona núcleo pampeana, el pastoreo racional intensivo le gana en márgenes (hectárea por hectárea) a la soja.
Entonces, ¿por qué entonces no se está haciendo ganadería en zona núcleo en vez de soja? Nuevamente la respuesta está relacionada a la simplicidad de manejo mínimo propio del modelo agrícola basado en la última revolución agrobiotecnológica. En cambio, hacer ganadería intensiva implica volver a los campos, poblarlos con trabajadores atentos a la producción, que muevan los animales, que solucionen los problemas que se presenten; implica también realizar inversiones en infraestructura, arbolado, molinos, viviendas, entre otras tantas. El modelo “convencional” o “simplificado”, en cambio, implica taperas, reducción de productores, superpoblación de las ciudades.
La importancia de la agregación de valor que requiere transformar el grano en proteína animal no se puede dejar al libre albedrío de agentes económicos.
De igual manera, la “producción local de alimentos”, por su importancia geopolítica, social y ambiental de repoblación equilibrada de nuestro país no puede ser librada a la mano invisible del mercado. La producción local de alimentos, al ser de “cercanía” con los centros urbanos, debe ser agroecológica por definición.
A pesar de todo lo dicho, se puede argumentar que la agroecología no puede compararse en rindes con la producción convencional extensiva y… la verdad es esa: no puede compararse.
La agroecología “actual” es un proceso en construcción, un paradigma en emergencia (o podría decirse, forzando un poco la analogía, que es una “industrial naciente”). Todo paradigma emergente compite con uno consolidado, pero en decadencia.
Estado y agroecología
En ese sentido la agroecología, como cualquier tecnología que pueda transformar a las sociedades, necesita del apoyo determinante del Estado. Los “Estados emprendedores” no solo reparan fallas de mercado, sino que son los “inversores de riesgo”, los creadores de nuevos mercados, los que desarrollan a sus actores y brindan el marco de oportunidades que les permite iniciar su proyección global.
La acción del Estado debe estar orientada a la generación de los conocimientos que permitan lograr que esta actualidad de la agroecología, hoy más empírica y vocacional, se transforme en una disciplina que permitan integrar conocimientos (agronómicos, veterinarios, biológicos, ambientales, entre otros) para conocer la ecología de los sistemas manera de configurar adecuadamente producciones agropecuarias y agroindustriales sustentables.
La agroecología deberá aprehender e incorporar convenientemente las de disciplinas y tecnologías utilizadas por la primera revolución agrobiotecnológica. Hoy las nuevas técnicas de transformación genética nos da la esperanza de terminan con pandemias, prometen terapias génicas y la posibilidad de alcanzar avances sobre enfermedades hasta el momento incurables.
La agroecología, como otros nuevos proyectos de desarrollo (baterías de litio, medicina génica, etc.) pueden irrumpir en el debate público desde lo propositivo, marcando agenda, conformando anclaje discursivos, orientando las narrativas y ofreciendo una mística, necesaria para que un proyecto político dispute idea de futuro en el campo agropecuario y agroindustrial.
No conviene entregar a los poderes concentrados el supuesto de ser portadores y generadores de producción y la eficiencia. Si logramos estimular la participación política a nuevos actores agrarios que se contrapongan a los defectos del pasado, que instalen la política agraria y la vida rural como un tema urbano, dando lugar a emprendedores tecnológicos, empresarios nacionales y a un capitalismo de tecnologías verdes y en simbiosis con lo mejor de las potencias del Estado, ligaremos nuestro proyecto político al imaginario de las nuevas generaciones.
Tenemos una oportunidad de abordar este siglo XXI con un modelo nacional, popular, diverso, feminista, emprendedor y (críticamente) ambientalista. No lo dejemos pasar.