Bérgamo, el epicentro de un terremoto que se podía evitar
Por Eliana Como (*), desde Bérgamo, Italia
Italia es uno de los países más golpeados del mundo por el contagio del COVID-19. En particular, la Lombardía, que es una de las zonas más industrializadas y contaminadas de Europa. Y, sobre todo, la provincia de Bérgamo, a la que podemos definir como el epicentro de este terremoto sanitario. Con una diferencia: a los terremotos no se los puede detener, como máximo puede prevenírselos. No sé si hubiéramos podido contener el contagio del COVID-19, quizá no, pero estoy convencida de que se habrían podido limitar los daños.
Una serie de decisiones políticas equivocadas tanto a nivel nacional como regional, condicionadas en gran medida por las presiones de la industria italiana, condujeron a una verdadera masacre. Sólo en la provincia de Bérgamo, donde vivo, han muerto cinco mil personas en un mes, siete veces más que en el mismo periodo de 2019. Vale apuntar que los datos oficiales subestiman el fenómeno, al no considerar entre los decesos a todos aquellos que mueren en sus casas o en hogares de ancianos. Los números reales se estiman en más del doble de los oficiales.
Así las cosas. A comienzos de febrero, cuando comenzaron a aparecer los primeros casos de contagio en Italia, en la provincia lombarda de Lodi, el gobierno tomó inmediatamente la decisión de cerrar por quince días aquellas comunas en que se verificaron los primeros brotes, instituyendo así la primera “zona roja” de prevención. Con efectos positivos, porque en poco tiempo el contagio fue significativamente atenuado.
En aquellos mismos días, sin embargo, frente a la evidencia de nuevos focos, igualmente grandes, en la vecina provincia de Bérgamo, en particular en la zona norte de la ciudad (una de las dos zonas de valles bergamascas, la Val Seriana, polo manufacturero de la región de Lombardía), no se procedió del mismo modo. Vergonzosamente, el gobierno central, la región y las comunas se pasaron la pelota y ninguno procedió a instituir la zona roja. Por una semana, en ausencia de alguna medida restrictiva, aquel foco continuó extendiéndose, comprometiendo íntegramente a la provincia de Bérgamo y sus limítrofes.
La principal razón que impidió la delimitación rápida de una zona roja allí fue la presión de los intereses económicos: incluso frente a una emergencia sanitaria, las ganancias no debían detenerse. ¡Como si hubiese sido imposible para un país como Italia no producir tornillos, automóviles o tubos de acero durante un par de semanas!
La Confindustria de Bérgamo tuvo en esto un rol fundamental, testimoniado por un video promocionado a través de su sitio a comienzos de marzo. Con él, y sabiendo cuál era la condición epidemiológica en el territorio (y estando ya en conocimiento de casos de coronavirus en las principales empresas de la provincia), aseguraba a sus socios extranjeros que las compañías de Bérgamo continuarían produciendo como si nada hubiera sucedido: #Bergamoisrunning (#Bérgamoencarrera, en español) fue el hashtag criminal de esa campaña.
Cuando entre el 8 y 9 de marzo el gobierno estableció medidas restrictivas que limitarían los movimientos de las personas por las dos semanas siguientes (primero sólo en el norte y al día siguiente en todo el país), los mismos decretos disponían la posibilidad de moverse para quienes debiesen ir a trabajar. Mientras al pueblo se le decía #iorestoacasa (#yomequedoencasa, en español), cientos de miles de trabajadores y trabajadoras continuaron viéndose obligados a ir a trabajar, amontonados en los medios de transporte, con un riesgo evidente de infectarse y convertirse en factores de contagio para sus propias familias.
En Bérgamo se continuó trabajando como si nada pasara, aunque mientras tanto el número de contagios y muertes aumentó de modo dramático, con el relativo colapso de los hospitales y la saturación de las unidades de terapia intensiva, en las últimas décadas ferozmente recortadas por las políticas de austeridad. E incluso frente a las escenas dramáticas de los camiones militares transportando ataúdes fuera de la provincia, porque el cementerio de la ciudad no estaba en condiciones de recibirlos.
Una de las más grandes fábricas bergamascas es Tenaris Dalmine, con cerca de 1.700 trabajadores directos sólo en su planta de Dalmine. Pasadas dos semanas desde los primeros contagios, y como la mayor parte de las grandes industrias del territorio, Tenaris continuó produciendo, imperturbable. Su planta de acero cerró solo el 12 de marzo, un día después de las otras reparticiones. Fue cerrada por la amenaza de huelga de los delegados sindicales y el ausentismo, que había alcanzado niveles que ni siquiera garantizaban la seguridad de las instalaciones. Sin embargo, en los días anteriores los trabajadores continuaban trabajando como si nada sucediera, llenando la cantina y los vestuarios sin ningún respeto por las recomendaciones de distanciamiento social, sin un saneamiento real de las áreas (los primeros días, para “desinfección” se entregó un simple detergente de supermercado, el Vetril) lo que obligó a los delegados a discusiones surrealistas para garantizar en los baños al menos el jabón para lavarse las manos.
Fueron semanas decisivas, durante las cuales el virus pudo propagarse sin ningún control, incluso a través de los obreros, mandados a la masacre como carne de cañón y transformados en factores involuntarios de transmisión del contagio.
La ausencia de un decreto de Estado que ordenase el cierre, incluso con las huelgas y movilizaciones sindicales de mediados de marzo -principalmente impulsadas por delegados de fábricas, incluida Dalmine-, hizo que muchas compañías más pequeñas, por contrato y en su mayoría sin sindicalización, continuaran sin embargo trabajando. A menudo, sin la más mínima garantía de seguridad y en muchos casos incluso solicitando horas extras y ordenando a los trabajadores que suspendieran licencias por enfermedad. Era evidente en aquellos días que la salud de quienes trabajan y, como consecuencia también la de la población, estaba subordinada al lucro y la libertad de empresa.
Recién el 22 de marzo, después de 4.500 muertes sólo en la provincia de Bérgamo, el gobierno dispuso finalmente el lockdown, con la suspensión de las actividades no esenciales. Sumado al dramático retraso (sobre todo para las regiones del norte, en plena emergencia durante semanas), el decreto se demostró en gran medida ineficaz, dejando demasiado margen en la definición de “actividad esencial” y, sobre todo, consintiendo trámites de simples autocertificaciones a cualquier empresa, incluso las no esenciales, para saltarse la ley y continuar produciendo. Bastaba que las empresas comunicaran a las autoridades de su provincia que se dedicaban a la producción de insumos de industrias esenciales para continuar produciendo. En la mayor parte de los casos, la autoridad no ha hecho más que dar el permiso o voltear la vista. En Lombardía, fueron 14 mil las empresas que, de pronto, han levantado el lockdown para reiniciar su producción. Sólo en Bérgamo, casi 2000.
Es por esto que no, el COVID-19 no es un terremoto. Y esta masacre se podía limitar. Si en todas estas décadas no hubiesen sido continuamente recortados los recursos destinados a la salud pública. Y si, en estas semanas, el lucro y los intereses de empresas sin escrúpulos no hubiesen sido considerados un bien primario al cual sacrificar la salud y la vida de ciudadanos y trabajadores. Como las de SB y SO, obreros de Tenaris Dalmine, fallecidos por coronavirus hace algunas semanas. Apenas dos de los centenares de trabajadoras y trabajadores, incluyendo al personal médico y de enfermería, muertos durante esta terrible masacre.
(*) Eliana Como es portavoz nacional de “RiconquistiamoTutto” (“Reconquistemos todo”, en español), sector opositor en la Confederazione Generale Italiana del Lavoro (CGIL).
Foto principal: Bérgamo, Italia, agencia EFE.