Jauretche y la importancia de revisar nuestra historia

  • Imagen
    Jauretche
50 AÑOS

Jauretche y la importancia de revisar nuestra historia

20 Mayo 2024

Transcurría la primavera de 1959 cuando Arturo Jauretche se proponía avanzar un peldaño más en su titánica tarea por desmontar la colonización pedagógica que padecíamos los argentinos. Iban a cumplirse 4 años del cruento golpe cívico militar efectuado a Perón por la autodenominada Revolución Libertadora. Y estaban por cumplirse 29 años del golpe cívico militar a Hipólito Yrigoyen. La historia argentina estaba atravesada por una constante tensión entre lo nacional y lo colonizado. Arturo Jauretche, uno de los fundadores de FORJA a mediados de los treinta (durante los tiempos de la “Década infame”) fue uno de los más destacados pensadores de nuestra Patria.

En 1955 se propuso salir al ruedo nuevamente (luego de un prudente silencio sobre los últimos años del segundo gobierno de Perón, para no seguirle el juego a los “contreras”) sacándole punta al lápiz con la ambiciosa tarea de desmontar toda la superestructura cultural:

El lector percibirá que mezclo cuestiones económicas, sociales y culturales. Tal vez sea falta de método como expositor, pero también persigo el deliberado propósito de mostrar constantemente la reciproca interdependencia de todos los aspectos para que se comprenda que el problema argentino necesita ser visto siempre desde el punto de vista integral cuya base es histórica”.

Lo que lo movilizaba a Don Arturo era esta suerte de eterno retorno que padecía el Pueblo Argentino, con el tiempo supo darse cuenta que el revisionismo histórico había brindado los elementos necesarios para generar la disputa de sentido necesario para contrarrestar la ofensiva liberal conservadora: los “revolucionarios” Aramburu-Rojas se autoproclamaban vencedores de la “segunda tiranía” y continuadores de la “línea Mayo-Caseros”. Sin embargo, la reacción que se esperaban fue adversa: en su afán de “borrar” a Perón y su legado de la memoria colectiva, aquel legado no hizo más que reforzar la identidad política. Ya no se trataba de una lucha coyuntural sino histórica. Jauretche ya se había “deszonzado” hacía varios años y su amistad con el historiador José María Rosa no hizo más que proveerle el contenido a su tarea. Sería así que en 1959 la editorial Arturo Peña Lillo publicaría “Política nacional y revisionismo histórico”. Dicha obra se constituiría no sólo en una de las obras más relevantes de su trayectoria sino también adquiriría el carácter de un manifiesto revisionista.

Pocas oportunidades hubo en donde los intelectuales del campo nacional se detuvieron a reflexionar en torno al quehacer historiográfico. Ernesto Palacio había llevado a cabo un ensayo demoledor en 1939 llamado “La historia falsificada”, en los sesenta también sería reeditado por Peña Lillo. La diferencia entre éste y el de Jauretche radicaba en que éste último tenía la posibilidad de establecer un diagnostico luego de más de veinte años de aportes del revisionismo histórico. Fue durante la experiencia de la denominada Resistencia Peronista cuando el movimiento proscripto y su líder exilado adoptan el relato revisionista. La tarea de Jauretche era dar cuenta sobre el por qué de aquel relato historiográfico y para qué continuar con el mismo. La vitalidad argumentativa es tal que uno puede recurrir a Jauretche para responder a los posteriores detractores del revisionismo histórico como Tulio Halperín Donghi, Luis Alberto Romero o José Carlos Chiaramonte.

Fernando Devoto (uno de los más consagrados historiadores, vinculado a la historiografía y el estudio sobre el nacionalismo argentino) asumía que el trabajo “El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional” de Tulio Halperín Donghi resumía esa generalidad de las lecturas del pasado de las que abrevaba el revisionismo, donde la dimensión ideológica es la dominante para juzgar los comportamientos de hombres y grupos en la historia argentina.

Pero, ¿de qué otra manera podría ser sino ideológica? Precisamente sería en “Política nacional y revisionismo histórico” donde Jauretche trazaba esta continuidad naturalizada por el cientificismo academicista que nunca modificó su lectura originaria: aquella trazada por Bartolomé Mitre luego de Caseros y asentada luego de Pavón.

El mito del progreso indefinido excluyó todo análisis de la realidad y de las causas sociales y económicas y de los factores de cultura, para subordinar sus conclusiones a la premisa previa llamada científica, por donde en nombre de la ciencia se prescindió en absoluto de todo método científico de información e interpretación. Las anteojeras de un supuesto cientificismo impidieron ver otra cosa que los supuestos previos”.

Si la mentada “renovación historiográfica” surgida no casualmente después de 1955 (formada en el Colegio Libre de Estudios Superiores) se inspiraría en las nuevas tendencias llegadas de Francia, obnubilados por el aura de Marc Bloch y el movimiento de Annales, Jauretche se apoyará en aquel afamado historiador para justificar el axioma que sostiene que si la política es la historia del presente, es la historia la política de épocas pasadas. Es así que la hermenéutica de la historia falsificada se encontraba al servicio de los intereses antinacionales, en su “política de la historia”:

Cuando Bloch expresa que 'si la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado' agrega que 'inversamente el pasado puede comprenderse por el presente'. Es lo que refuerza con la anécdota de Henri Pirenne cuando quería ver el ayuntamiento nuevo antes que los edificios nuevos”.

Jauretche actualiza la vigencia del historicismo, sobre la importancia de la recuperación de la historia para la identidad de los pueblos. Sin esa interrelación, la labor de los revisionistas se resumiría en haber sido meros “anticuarios útiles” recuperando curiosidades y detalles anecdóticos. El pueblo adquiere ese rol de Volkgeist, de motor de la historia: “Lo nacional está presente exclusivamente cuando está presente el pueblo, y la reciproca: sólo está presente el pueblo cuando está presente lo nacional”.

Es así que la lectura de Jauretche revela la falacia argumentativa del academicismo. Tulio Halperín Donghi en su obra antes mencionada ponía el énfasis en el carácter de “políticos frustrados” de aquellos jóvenes nacionalistas como los hermanos Irazusta y Ernesto Palacio que habían apoyado a Uriburu denostando al gobierno yrigoyenista y que luego, desilusionados, al no constituirse en “consejeros del príncipe” optaron por recluirse en la historia añorando un pasado perdido. En realidad, aquellos nacionalistas se habían topado con la realidad social y encontraron en la historia la llave para buscar las claves nacionales. A diferencia de las izquierdas y el academicismo donde, con metas diferentes, continuaban siendo tributarios del dogma mitrista.

Don Arturo alegaba: “Ajustándonos estrictamente a la materia histórica, estamos en presencia de una paradoja. Los sectores nacionalistas, señalados como antipopulares por su origen y por sus esquemas políticos primarios, son los primeros en llegar a la comprensión del fenómeno histórico argentino y de los movimientos sociales que son su contenido, y aquel sector del pensamiento que vive en permanente declamación del pueblo, se atiene a los mitos históricos de la oligarquía, o sea del antipueblo”. Lo que se conoce como historiografía “militante” no es más que la Historia al servicio de la Nación y no una “historia perfumada” como argumentaba Huizinga y retoma Jauretche. “Ahora venden historia como podrían vender artículos de tocador, a base de reiteración de sus slogans publicitarios (…) Los agentes de publicidad lo saben pero siguen ofreciendo la mercadería ya que para eso cobran…” Hoy como ayer, son meros reproductores del canon liberal aggiornados a los nuevos contextos. Sin embargo, por entonces, el panorama para el revisionismo histórico era prometedor: en los sesenta triunfaba como “sentido común” sobre el grueso de la población y si bien hoy perdura identificado con ciertas liturgias nacionalistas y peronistas, la realidad es que luego de la última dictadura militar el balance para el revisionismo histórico es negativo. Había transcurrido el año de la peste: hace 50 años no solo desaparecían físicamente Juan Domingo Perón y Arturo Jauretche sino que también nos dejaban Carlos Mujica, Rodolfo Ortega Peña, Juan José Hernández Arregui y Alfredo Terzaga. Era el fin de una época y el comienzo de la incertidumbre acompañado con un cambio de paradigma a nivel mundial: el posmodernismo y sus derivados empezaba a dar sus primeros pasos para destruir todo atisbo de construcción nacional.

En “Política Nacional y Revisionismo Histórico”, Jauretche no se dormía en los laureles del triunfo, alertando y alentando a profundizar la labor.

Necesita objetivarse para una nueva polémica, desde la historia ya cierta que debe interpretar.

La nueva tarea, despejado el terreno, permite discutir los hechos en su real encarnadura y en sus implicancias ciertas; se han creado otras condiciones y por eso es útil y más que útil necesario, que concurran a la común labor hombres de distintas procedencias y formación intelectual. (…) El peligro más grande que acecha al revisionismo sería el de crear otros santos de cera y otros diablos, si se estancara en una simple revalorización de anécdotas y de hombres”.

El revisionismo había surgido como contracara, una suerte de antítesis (en términos dialecticos) de la historiografía liberal. Constituía y constituye para Jauretche alcanzar una autentica síntesis sin caer en la propuesta integracionista propugnada por Rogelio Frigerio y sus adeptos seguidores de aquella misiva como Félix Luna y Roberto Etchepareborda que resolvían el entuerto con un “bendigo a tutti”, es decir, forzando el encuentro forzado entre el liberalismo y el revisionismo, extrayendo lo destacado de cada aporte.

(…) Es que el doctor Luna supone que la posición revisionista en que estamos es una posición de jueces. El que se coloca en juez, puede ser ecuánime, nosotros no somos jueces, somos fiscales. Estamos construyendo el proceso a la falsificación de la historia y develando cómo se la falsificó, por qué y qué objeto actual y futuro tiene esa falsificación. No somos jueces porque la historia falsificada no está sentada en el banquillo de los acusados para que nosotros la juzguemos. Lo que queremos es sentarla en el banquillo para acusarla ante los jueces, que son las generaciones que vendrán… no puede haber ecuanimidad hasta que no esté demolido el edificio de la mentira.

(…) No confunda ecuanimidad con encubrimiento. Y no crea que el revisionismo consiste en desnudar a un santo para vestir a otro. No. Los santos que nosotros defendemos hace rato que están desnudos y lo que queremos es que los otros se saquen los ropones con que los han disfrazado –hombres y hechos- para empezar, desde allí, entonces sí, una historia con ecuanimidad”.

La obra de Arturo Jauretche resulta, como siempre y hoy más que nunca, de suma actualidad para desmantelar las zonceras que se instalan en los medios y en los discursos del gobierno liberal conservador. Habrá que leerlos con ojos curiosos, ávidos por actualizar su contenido porque la batalla que entablamos hoy es la misma que supo detectar Don Arturo desde que supo “deconstruirse” de las zonceras sostenidas desde la superestructura cultural.

*Julián Otal Landi es Miembro Académico del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas y miembro del Foro de Pensamiento Nacional y Latinoamericano