Los noventa: el tiempo de la Nada
Por Santiago Gómez / Ilustra: Leonardo Olivera
Nadie sabe decir bien cuánto fue que duró el tiempo de la Nada porque nadie sabe decir bien cuándo fue que empezó. Están los que dicen que la Nada está pintada en el lado oscuro del Ying y el Yang, están los que dicen que el ama qhilla preincaico de los quéchuas, el no ser perezoso, es un mandato para combatir a la fuerza de la Nada, que desde los tiempos anteriores a estos tiempos intenta destruir lo construido. Lo que sí podemos contar es cuándo fue que el tiempo de la Nada empezó en la vida de Yolanda, cómo fue que tentó con el descanso a esa mujer que cargaba sola con cuatro hijos de dos matrimonios distintos, que pasó el final de los ochenta tomando lexotanil para dormir sin pensar cuánto le costaría poner la mesa al otro día, sabiendo que seguro sería el doble que el día anterior y no era tan buena en matemáticas como para calcular cuánto más que la semana pasada pagaría la leche.
El tiempo de la Nada en la vida de Yolanda comenzó en la segunda mitad de los noventa. Ella los noventa los arrancó entusiasmada. Había terminado el gobierno de los radicales que tanto odiaba, le habían hecho pagar en el PAMI ser hija de uno de los fundadores negándole cuanto ascenso pudo tener, así como la posibilidad de hacer horas extras, y ella nunca hizo el más mínimo esfuerzo por ocultar el rechazo que le producían los abogados de los oligarcas, como ella siempre los llamaba. Con la convertibilidad encontró la estabilidad económica que necesitaba para separarse del padre de sus dos hijos más chicos, un hombre violento, maestro mayor de obras, que la falta de trabajo que sufrió durante el gobierno radical la cargó Yolanda en un bolso lleno de ropa que sacaba en consignación en la avenida Avellaneda y vendía entre sus compañeras de oficina.
Separada ya no tenía que consultar con nadie si irse o no de vacaciones, así que el primer verano del noventa y uno sacó un crédito y llevó a los cuatro hijos a la playa. Comenzó a comprar en el supermercado comida lista, polenta en barra importada de Brasil, que la pasaba por huevo y pan rallado para solucionar rápido la cena de los hijos. Se sentía libre. No más maltratos, no más tener que cocinar el puré a mano porque era más barato, cuando la caja de puré cheff resolvía el almuerzo en quince minutos. Durante los noventa los tres más chicos de sus hijos, dos mujeres y un varón, se hicieron adolescentes, comenzaron a ir a bailar, pedían ropa nueva y de marca todos los meses y ella pasaba la tarjeta de crédito en el máximo de cuotas permitidas y después pagaba el mínimo del resumen. La deuda crecía, pero a ella no le importaba, podía darle a los hijos lo que le pedían y ella volver a vivir una comodidad que desde antes de la dictadura no sentía.
Yolanda fue hija de un gallego que luchó en la guerra civil y una rosarina hija de calabreses. El padre fundó el sindicato de trabajadores de espectáculos públicos por lo que Yolanda y su hermana crecieron en Caballito entrando gratis a todos los cines. Sólo salían de la sala cuando la madre o la abuela italiana decían basta, pero ninguna de las cuatro mujeres tenían facilidad para levantarse de la butaca. Creció creyendo en las historias de película y cuando a sus doce años su madre murió, las películas pasaron a ser la prueba de que aún en medio de un drama podía haber un final feliz. Lamentablemente nadie que la haya conocido cree que Yolanda alguna vez haya sido feliz o para ser más precisos, dicen que tuvo pequeños momentos de felicidad, como la mayoría de las personas en la vida, felicidad que siempre estaba ligada a sus hijos. Pero ni la sonrisa ni el brillo en los ojos duraron mucho en la vida de esa mujer que en el setenta y dos comenzó a cambiar pañales y la hija más chica llegó diez años después. No fue buena para elegir maridos, los dos fueron esa clase de tipo que llegan del trabajo y se sientan a esperar que la cena esté lista. El segundo se ocupaba de bañar a los hijos, controlar los deberes de la escuela, pero los gritos y los golpes a sus hijos hacían difícil que luciera cualquier cosa buena que hiciera.
Cuando Yolanda decidió separarse lo hizo con todo. Lo denunció en la justicia, el tribunal mandó a la familia a hacer terapia familiar en Casa Cuna, la asistente del servicio de violencia familiar la contactó con la recién creada secretaría de la mujer donde le preguntaron si no se animaba a dar una entrevista a Nuevediario para estimular a que otras mujeres también se animaran. Yolanda lo hizo, denunció al exmarido en el noticiero más visto del país y al otro día los hijos tuvieron que ir a la escuela. Como tantas mujeres padeció que el exmarido no le pasara la cuota alimentaria, el padre de las dos mayores siempre cumplió, así que como el ex no cumplía Yolanda comenzó a llamar a los oligarcas a los que el padre de sus hijos les reformaba la casas para escracharlo, el hombre se quedó sin trabajo y sin dinero para pasar, aunque se lo exigiera un juez.
Así que Yolanda siguió los noventa como siempre sintió que había andando: cargando sola con cuatro pibes. En el noventa y dos en el PAMI crearon un programa para auditar la atención de los geriátricos, necesitaban gente para comenzar. El jefe radical de Yolanda aprovechó la ocasión para sacarse de encima a la empleada peronista que se tomaba cuanto día de licencia tenía derecho y ella se fue feliz a laburar con un matrimonio de médicos treintañeros, que venían de la militancia peronista en los ochenta. La médica era la que estaba a cargo del programa y cuando vio la cantidad de contactos que Yolanda tenía dentro del PAMI, después de veinte años de Instituto, le propuso ser su secretaria, le dijo que tendría horas extras, lo que para ella significaba que podría darle a los hijos lo que le pidieran, que podrían irse de vacaciones todos los años al hotel sindical en La Falda, así que aceptó sin dudar.
Fueron cinco años los que aguantó como secretaria de una funcionaria pública. Yolanda no tenía el pique de una militante de treinta años, estaba a cinco de los cincuenta cuando aceptó la propuesta y después de cinco años empezando a trabajar a las nueve de la mañana sin saber a qué hora iba a volver a casa, vivir la tensión de un teléfono que no paraba de sonar en su escritorio, la demanda constante de personas pidiendo jubilaciones, pensiones, los gritos de la militancia de Norma Plá que la puteaban a ella como si tuviera algún poder de decisión, simplemente porque era la primera cara que veían antes de llegar en el despacho de la persona que buscaban, Yolanda se agotó. No dio más.
Fue cada vez más difícil levantarse para ir a trabajar. Hacer una escapada en tren a Rosario para descansar los fines de semana ya no eran una opción, lo que habían sido viajes de cuatro horas pasaron a ser de doce, el tren se quedaba parado en el medio de la nada lo que significaba un repetir constante de “mamá, tengo hambre, tengo sed, quiero una coca, comprame un pancho, quiero ir al baño y está una mugre”. La oferta de zapatillas era cada vez más grande y ahora el varón no se conformaba conque fueran las Nike original y ya no más las Nike Feraldy, también tenían que ser Nike con cámara de aire. La hija del medio quería la pollera plateada de Via- Vai, cuando era la marca de un matrimonio cool y nadie pensaba que uno de los dos lavaba guita para la mafia rusa. El año de la reelección de Menem Yolanda no daba más. Se quedó sin fuerzas peleando sola con cuatro pibes e intentando ser la madre de película que no tuvo.
En la tele se había puesto de moda el diagnóstico de stress. Durante los noventa la gente famosa terminaba internada en clínicas psiquiátricas y el diagnóstico que los medios daban era stress. Así que una semana antes de que comenzara el ciclo escolar, con los hijos de vacaciones con los padres, cuando Yolanda llegó de trabajar llamó al servicio médico de la obra social, dijo que estaba con stress, que no daba más y que tenía miedo de lo que podía llegar a hacer. Cuando el médico llegó y escuchó el relato de la paciente tomó la decisión. Peligrosa para sí o peligrosa para terceros es criterio de internación y el hombre no estaba dispuesto a correr el riesgo de saber qué tan en serio estaba hablando la mujer.
Estuvo un mes internada más dos meses de licencia en su casa, que le renovaron por tres meses más. Volvió a trabajar y al mes pidió licencia médica de nuevo, no aguantaba más la presión laboral. Le siguieron dos años de pocos meses de trabajo y más de licencia psiquiátrica hasta que el Estado le ofreció lo que nunca debió ofrecerle: el retiro voluntario. Ahí fue cuando el tiempo de la Nada se instaló definitivamente en la vida de Yolanda.
En la vida de los argentinos hacía tiempo que la Nada venía arrasando. Privatizó empresas, vació industrias, después paró ramales, llenó bodegones de pueblos de hombres buscando olvidar sus males, que nunca fueron solo suyos, eran los mismos males que vivían la mayoría de las casas, pero a las casas de los empleados públicos de la ciudad la Nada demoró en llegar. Muchos recibieron la oferta del retiro voluntario como la posibilidad de vivir finalmente la vida que querían, basta de la rutina administrativa que no les daba sentido a su vida, creyeron que con la plata que recibirían pondría un negocio que funcionaría, abrieron canchas de paddle, pizzerías, parripollo. Los que después de fundirse no vendieron el auto se transformaron en remiseros, los que ni auto tenían empujaron el carro lleno de cartones. Algunos robaron, otros murieron en la depresión, otros sobrevivieron y llegaron a pasar el 2001.
Después que Yolanda aceptó el retiro voluntario lo primero que hizo fue comprar una televisión para su cuarto. Al principio la encendía sólo de noche, después luego de dejar lista la comida para los hijos que volvían de la escuela. El vaso de cerveza de la cena pasó a servirlo a las siete de la tarde, a los pocos meses la botella empezó a abrirla después al mediodía. Luego empezó a bajar la persiana del cuarto tras el almuerzo, después dejó de abrirla. Se instalaron desde la mañana y para siempre un atado de cigarrillos y un vaso de cerveza a un brazo de distancia de la cama.
Al año del retiro intentó volver a trabajar pero las cosas ya no eran como antes. Sus antiguos jefes la aceptaron como secretaria en la Secretaría de niñez, donde la hija del boxeador Gatica era la que mandaba, la tomaron con un contrato temporal, a la primera licencia médica que Yolanda pidió no lo renovaron nunca más. Y nunca más ella volvió a trabajar, pasó los siguientes quince años de su vida encerrada en su casa, mantenida por los hijos hasta que en 2009 consiguió jubilarse, por una modificación en la ley previsional. Ella que había sido tan bonita y elegante vio su cuerpo hincharse por los psicofármacos, lo que le daba menos ganas de salir de su casa. Los últimos años de su vida hablaba como Charly García hoy, o para ser justos, Charly terminó hablando como ella y todos los empastillados.
Hay quien diga que Yolanda se rindió, que debió seguir peleando. Hay quienes dicen que se quedó sin fuerzas después de luchar sola durante tantos años por garantizarle la comida a cuatro. Están quienes dicen que el amor de madre es la fuerza mayor y fue tan poco el tiempo que lo recibió que no le alcanzó la fuerza para pelear contra todo lo que enfrentó. Lo que nadie puede negar es que el Estado nunca debió ofrecerle hacer nada, ni a Yolanda ni a los millones que dejó sin empleo. Porque la Nada arrasa. La Nada tienta con el descanso a los agotados y los lleva lenta y constantemente hasta el fondo del pozo. La Nada es fría porque para el movimiento. La Nada aísla, deja a la gente en las casas. La Nada excluye, porque los familiares pasan a sentir vergüenza de los nadados, la Nada mata.
Pero como dijimos al principio, la Nada es un tiempo y al tiempo de la Nada se lo combate con movimiento, dicen los más viejos. Dicen que al nadado no hay que dejarlo solo, para que no se dañe tanto y no hay que culparse si lo hacemos ni culpar a los vencidos, porque la nada es demasiado fuerte. Pero sobre todo dicen los viejos que a la Nada, sólo, nadie la vence.