De Menem a Milei: la lógica privatizadora
La derrota de Malvinas no fue una circunstancia sólo militar, fue la puerta de entrada a una democracia tutelada, diseñada no para cuestionar el orden económico impuesto por Martínez de Hoz, sino para administrarlo sutil y solapadamente. La derrota selló un pacto tácito: democracia formal sí, elecciones, libertad de prensa, pero sin soberanía económica, sin industria nacional, sin empresas del Estado, sin control sobre la logística, el comercio exterior ni los recursos estratégicos. Desde entonces, desde el retorno democrático hasta nuestros días, la Argentina no discute su modelo de desarrollo en función de su potencialidad, discute cómo gerenciar su propia dependencia aceptando la institucionalización de un 50% de compatriotas sumidos en la pobreza.
El tiempo nos pone en la mano algo de perspectiva. Hay que decirlo sin rodeos. La dictadura económica heredada del ministerio de José Alfredo Martínez de Hoz hasta nuestros días es, en muchos aspectos, mucho más peligrosa que aquella dictadura militar. La represión de los años ’70 fue brutal, sangrienta y visible. El terror era físico, y su violencia, explícita. La dictadura económica, en cambio, opera con sigilo, eficacia y aceptación social. No necesita tanques ni cuarteles, se impone desde las mesas de dinero, los estudios televisivos, las academias y los organismos financieros internacionales. No genera cadáveres visibles, sino estadísticas, pero produce millones de excluidos, desempleados, endeudados y marginados. Su violencia es más sutil, a cuenta gotas, pero igual de letal. En términos estructurales, la Ley de Entidades Financieras, corazón jurídico del modelo de la dependencia, es el mástil intacto del andamiaje colonial montado en 1976/77, que ningún gobierno posterior —ni siquiera los de raíz nacional y popular— se atrevió a tocar. Mientras no se derogue, el sistema financiero argentino seguirá funcionando como una máquina de acumulación para la renta especulativa, ajena al crédito productivo y al desarrollo nacional. Es la ley madre de la bicicleta financiera, del endeudamiento perpetuo como patrón de gobierno y de la fuga legalizada. Un dispositivo jurídico y normativo paralelo que gobierna el dinero al margen del interés nacional.
La lógica del vaciamiento, un dispositivo cultural.
El método es eficaz y reiterado. Primero, se difama al Estado, se lo acusa de corrupto e ineficiente, burocrático y elefantiásico. Se presenta al empleado público como un estorbo y un parásito, al sindicalista como un mafioso, al organismo estatal como un agujero negro causante del despilfarro y el faltante de recursos. Después, se ejecuta el vaciamiento. Se recortan presupuestos, se paralizan inversiones y se inhibe la modernización, y así, se deterioran los servicios públicos. Las empresas estatales no fallan por incapacidad, fallan porque las dejan morir. Se genera entonces una crisis inducida. La opinión pública, agotada por el mal servicio, acepta la privatización como única salida. Así, se vende el patrimonio nacional a precio vil. Finalmente, se consolida la dependencia, las decisiones sobre energía, transporte, comunicaciones, logística o recursos estratégicos ya no se toman en Buenos Aires, sino en los directorios de empresas extranjeras. El resultado no es sólo la pérdida de empresas, es la pérdida de poder nacional.
Carlos Saúl Menem: el verdugo del Estado empresario de Juan Domingo Perón.
En los años '90, Carlos Menem, bajo la excusa del déficit fiscal y la “ineficiencia estatal”, promovió un vaciamiento sistemático de empresas públicas para luego rematarlas a precio irrisorio. Se trató de un plan coherente con los inetereses del Consenso de Washington, diseñado en tándem con el FMI, el Banco Mundial y los Estados Unidos. La demonización del Estado y de todo lo público ha sido, sin dudas, una de las operaciones culturales y políticas más eficaces del neoliberalismo que, obviamente, no surgió de un debate honesto sobre eficiencia pública, sino de una estrategia planificada para deslegitimar la intervención estatal y justificar la transferencia de recursos al sector privado y al extranjero. El método es siempre el mismo, casi un manual de desposesión de lo nacional.
Ferrocarriles Argentinos. De ser uno de los sistemas ferroviarios más extensos de América Latina, se pasó al desmantelamiento completo. El cierre de ramales —bajo la consigna “ramal que para, ramal que cierra”— dejó al país sin transporte de cargas ferroviario eficiente en toda su extensión, destruyendo economías regionales y aislando pueblos enteros. Se favoreció el transporte por camión, más costoso y dependiente del petróleo, aumentando el costo logístico nacional y sometiendo las rutas a un deterioro irreversible. En un país como la Argentina, extenso, rico en recursos, con baja densidad poblacional y con una ubicación de incalculable valor geopolítico, los trenes no son un simple medio de transporte, son la estrategia de la soberanía nacional. El ferrocarril integra el territorio, abarata y fortalece la logística, conecta las economías regionales y asegura el control autónomo de la circulación de bienes y personas. Por eso lo destruyeron, porque un país con trenes propios es un país con proyecto propio.
ENTEL (Empresa Nacional de Telecomunicaciones): En lugar de modernizar se la vació deliberadamente. Se fomentaron las colas interminables para obtener una línea telefónica, difundiendo la imagen de un Estado tedioso e incapaz. Luego, se vendió a Telefónica de España y Telecom de Italia, entregando el control de las comunicaciones estratégicas nacionales a corporaciones extranjeras. Telecom Argentina fue originalmente italiana y francesa, pero actualmente es una empresa con mayoría accionaria local, controlada por el Grupo Clarín y otros socios privados argentinos. Lo cierto es que hoy, Argentina carece de una empresa pública de telecomunicaciones sólida, dependiendo de corporaciones que fijan precios, regulan el acceso y deciden sobre la infraestructura digital del país.
YPF. Emblema de la soberanía energética, fue privatizada en 1993 y transformada en sociedad anónima en un proceso escalonado, entregada a Repsol. En 1999, la petrolera española compró el 99% de las acciones clase "C", convirtiéndose en la dueña mayoritaria de YPF. La empresa pasó de ser símbolo de la soberanía energética a estar controlada por capital extranjero. Esto implicó resignar el control sobre los hidrocarburos y el subsuelo, claves para el desarrollo, el autoabastecimiento y la seguridad nacional. En 2012, bajo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el Estado Nacional expropió el 51% de las acciones de YPF, quitándoselas a Repsol. Se trató de una recuperación estratégica pero parcial, ya que el Estado retomó el control accionario mayoritario, pero YPF sigue funcionando como sociedad anónima, cotizando en bolsa y con accionistas privados nacionales e internacionales. El petróleo de un país no es un commodity más: es poder, es geopolítica, es supervivencia nacional. Los pueblos han librado guerras por su control, han resistido bloqueos, han enfrentado invasiones. Allí donde otros países defienden su petróleo como cuestión de Estado, la Argentina lo perdió por decreto y servilismo.
La Marina Mercante y la flota fluvial del Estado. Perón comprendió, como pocos, la importancia estratégica de la Marina Mercante Nacional para la soberanía económica y política de la Argentina. No se trataba sólo de tener barcos, se trataba de controlar el comercio exterior, reducir la dependencia logística y evitar el drenaje de divisas por fletes pagados a navieras extranjeras. De tener una marina mercante que transportaba el 80% de las exportaciones, se pasó a un sistema totalmente extranjerizado. Hoy, el 95% del comercio exterior argentino es transportado por buques de bandera extranjera, lo que significa pérdida de rentabilidad, pérdida de empleos y, sobre todo, pérdida de soberanía logística y control de los puertos. Carlos Menem, en línea con su política de privatizaciones y desguace del Estado, desmanteló la flota mercante, proceso inaugurado con la dictadura, y destruyó los astilleros públicos, pilares históricos de la soberanía logística y naval argentina. En 1991, mediante el Decreto N.º 2074/91, ordenó la liquidación de ELMA ( Empresa Líneas Marítimas Argentinas) y del Estado Argentino de Navegación Fluvial (EANF), eliminando así la participación estatal en el transporte marítimo y fluvial. Donde otros países defendieron sus barcos y sus puertos como cuestiones de seguridad estratégica, Argentina terminó entregando su flota de la mano del neoliberalismo.
Carlos Menem desmanteló de manera sistemática el complejo industrial militar argentino, y uno de los casos más emblemáticos fue la Fábrica Militar de Río Tercero (Córdoba). El vaciamiento operativo fue una privatización de facto, ya que el Estado renunció a su rol en la producción militar y civil de explosivos, municiones y componentes industriales. Menem no solo desmanteló la Fábrica Militar de Río Tercero en términos productivos, sino que la convirtió en escenario de uno de los episodios más oscuros de la historia reciente argentina. El atentado de 1995 fue un crimen de Estado, ejecutado para encubrir el tráfico ilegal de armas organizado desde el poder político.
Aerolíneas Argentinas: Privatizada y entregada a Iberia y controlada por el Estado español a través de SEPI (Sociedad Estatal de Participaciones Industriales), bajo el pretexto de reducir el déficit público y modernizar la empresa, fue vaciada y reducida a un cascarón. La compra se realizó con una operatoria controvertida: Iberia utilizó los propios fondos de la empresa argentina para financiar su adquisición, lo que agravó la situación financiera de Aerolíneas. La gestión privada derivó en un proceso de vaciamiento: reducción de flota, abandono de rutas estratégicas, endeudamiento y desinversión. En lugar de consolidar la conectividad nacional y regional, se transformó en una empresa destinada al lucro privado con subsidios públicos, hasta su reestatización parcial en 2008, bajo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, pasando a ser nuevamente una herramienta estratégica de integración nacional y conectividad federal.
La deuda externa. Al despojo económico, al vaciamiento y desguace del Estado se suma el endeudamiento externo como rienda de sujeción. La deuda no es solo un problema financiero, es un mecanismo de control político.
A través del endeudamiento, los organismos multilaterales y los acreedores privados condicionan la política interna, imponen reformas estructurales y garantizan la continuidad del modelo de dependencia. Cada dólar que se pide prestado no solo compromete el presupuesto futuro, hipoteca la soberanía presente.
La deuda es la cadena moderna con la que los países periféricos son obligados a aceptar planes de ajuste, privatizaciones y aperturas indiscriminadas, bajo amenaza de default o aislamiento financiero. La deuda no financia hospitales, escuelas ni desarrollo productivo, financia la bicicleta financiera, la fuga de capitales y el enriquecimiento de los mismos grupos que después exigen ajuste.
El pueblo paga la cuenta en pobreza y recortes, mientras los dólares desaparecen en guaridas fiscales. Es un saqueo planificado, no un recurso de la política.
Finalmente, se consolida la dependencia estructural.
El Estado pierde el control sobre sectores clave de la economía y la infraestructura: la energía, las comunicaciones, el transporte, la banca, los recursos naturales.
Las decisiones que afectan la vida cotidiana del pueblo argentino y la viabilidad del desarrollo nacional pasan a ser tomadas en los directorios de empresas extranjeras, donde no interesa el bien común ni el desarrollo del país, sino el retorno financiero a sus accionistas. La Nación queda atada a un modelo en el que ya no puede decidir soberanamente sobre sus recursos, sus rutas, sus cielos, sus ríos, su energía ni su información. Los mismos grupos que saquean, endeudan y vacían al Estado, son los que luego lo utilizan como garante de sus propios negocios. Socializan las pérdidas y privatizan las ganancias, mientras construyen un discurso de "ineficiencia estatal" para justificar la entrega.
En la lógica neoliberal, el Estado es ineficiente cuando sirve al pueblo; y es muy eficiente, aunque no lo digan, cuando garantiza la renta de los grupos concentrados.
La Libertad avanza. A pesar de su jetoneo, Javier Milei no va a destruir el Estado que garantiza los negocios de los grupos concentrados, ni va a tocar el aparato estatal que asegura la fuga de capitales, los contratos con empresas privadas, las concesiones extractivas ni los privilegios fiscales de los poderosos. Su guerra es contra el Estado social, no contra el Estado al servicio del mercado. Desmantelan la parte del Estado que protege al pueblo, pero fortalecen la que protege el saqueo. Esta es la hipocresía estructural del modelo liberal-colonial. No combaten al Estado en su totalidad, combaten sólo la parte del Estado que regula, redistribuye y limita sus márgenes de ganancia. Entonces, la desigualdad extrema no es un daño colateral del modelo, sino su condición de funcionamiento.
Vialidad Nacional. La disolución de Vialidad Nacional, aunque frenada provisionalmente por una cautelar, expone la matriz y la continuidad histórica del saqueo. No es privatización, es desmantelamiento directo del Estado. Milei lleva el esquema menemista de los ’90 al extremo, renunciando a la gestión soberana de la infraestructura vial y entregando rutas, peajes y corredores estratégicos al mercado. El resultado es triple: encarecimiento logístico, aislamiento territorial y pérdida de control sobre vías clave para la producción, el comercio y la defensa nacional. Es un paso más en la lógica de entregar al capital privado los bienes comunes, debilitando al Estado hasta dejarlo sin capacidad real de decisión sobre su propio territorio.
El desafío. Hoy, sin Estado ya no hay Nación posible, sin soberanía política ni independencia económica, la justicia social no es una deuda a saldar, es directamente una quimera. La negación del Estado y el desprecio por la justicia social no son desvaríos ideológicos ni provocaciones menores, son los pilares sobre los que se asienta el modelo actual de una recolonización material y cultural feroz. Se busca destruir al Estado porque es la única herramienta con la que un pueblo puede defender su destino frente al agujero negro del capital global. Restaurar la soberanía y reconstruir el Estado empresario argentino no es un debate técnico, es una cuestión de supervivencia nacional. Lógicamente, revertir este modelo de dependencia no es tarea sencilla, pero tampoco es imposible, entendiendo que este pleito no es un episodio aislado, sino parte de las batallas de largo aliento que enfrentan los países periféricos como la Argentina, obligados a disputar cada centímetro de su soberanía frente a un orden global que nos quiere reducidos a meros proveedores de materias primas, sin industria, sin logística propia, sin conciencia y sin autonomía de decisión. No alcanza con ganar elecciones; el campo nacional debe reconstruir un proyecto de poder real, con decisión estratégica y coraje político para enfrentar al coloniaje. Lamentablemente, hoy casi no quedan dirigentes peronistas en la plana alta que reivindiquen el modelo de Estado empresario que impulsó Perón.
Más allá del déficit dirigencial, el campo nacional debe actuar de tal manera que, por primera vez en mucho tiempo, verdaderamente merezca todo el odio que le profesa el bando antinacional. Las posibilidades concretas de subvertir este drama histórico existen, pero implican recuperar el control estatal de los sectores estratégicos, reestatización de lo privatizado y reconstruir las capacidades técnicas y operativas del Estado. Volver mejor es hacer doler. Si no nos odian por hacer lo correcto, es porque no lo estamos haciendo. Hay que volver a enamorar a la sociedad de la causa nacional, reconstruir el orgullo de tener empresas públicas eficientes y al servicio del pueblo, hacer pedagogía con ello y explicar sin rodeos que no hay libertad real sin soberanía nacional para el conjunto y sin integración regional y a los BRICS. La gravedad de este momento exige abandonar la tibieza y asumir, de una vez, que el problema es la continuidad del país como Nación o su disolución como colonia moderna. El tiempo se está acabando.
El pueblo argentino está dispuesto a acompañar un proyecto de recuperación nacional si se lo convoca con honestidad, coraje y sentido de destino.