Mirtha y la nostalgia televisiva
Por Manuela Bares Peralta
Una señora paqueta, como las de antes, ingresa al estudio de televisión que se disfraza de living/comedor. Un aplauso invisible. Las mujeres que sirven la mesa acompañan con sus uniformes haciendo juego. Una coreografía televisiva: una clase social capaz de dialogar con los otros, de hacer como si preguntaran lo que la gente común quiere saber casi a demanda. Traspasar la pantalla y permanecer, moldeando los consumos y sentidos del público, a fuerza de tiempo.
Mirtha es parte de la enciclopedia argentina: los gobiernos militares, la supuesta proscripción de la democracia alfonsinista, la fiesta menemista y la crisis eterna. También el encanto y desencanto con los Kirchner. La caja de resonancia de una parte de la grieta, el terreno de campaña del antiperonismo, siempre.
Hizo propios los 90, las mesas kitsch, donde con una sonrisa en la cara recibía invitados dolarizados y extravagantes, que acompañaban a las y los espectadores todos los días. Todo lo que vino después, la mediatización de sus insultos con su esposo Daniel Tinayre, sus participaciones especiales en las ficciones de Polka repitiendo: Mierda, carajo, mierda. Esa televisión de muchos brillos, pero poco recurso. El fin de un mileno y de una década, apenas un cambio de tono que parecía inaugurar un cambio de época, pero no. Había un espíritu que se reciclaba, el de una clase, de la cual Mirtha Legrand no sólo era su caja de resonancia sino figura principal.
Cada tanto aparece un intento, por momentos imitación, dispuesto a dar la batalla por el rating y el público. Pero el mito de la Mirtha eterna, como parte indisoluble del mobiliario de la televisión, se nos adhiere todos los años, con cambios de día y horario. La mesa de los presidentes posibles, de las denuncias teatralizadas, de las preguntas incómodas, del lugar común de la discriminación y la homofobia.
Los 90 se pulverizaron en emergencia económica y social. Lo peor de la crisis había quedado atrás, pero Mirtha y lo que su mundo de pertenencia significaban seguían ahí, acompañando los almuerzos de millones de televidentes. Años después, la pandemia la expulsó de la televisión y su nieta, en una suerte de ceremonia testamentaria, tomó sus modos y formas. Una Mirtha rejuvenecida, un trabajo y una ideología heredada. Un ciclo que se repite. Juanita y Mirtha forman parte de una televisión anclada en otro tiempo. Una suerte de canal Volver, pero con termómetro social e incidencia en los consumos de su audiencia.
Mirtha y toda su dinastía, una monarquía televisiva dispuesta a reforzar una creencia, la que se sustenta sobre las bases de un siglo que jamás terminó, un estado al que nos acostumbramos, una voz que nos acompaña en la cotidianeidad de nuestras casas, una conciencia que digita y desvela. Un tipo de televisión, la de la nostalgia, la de la memoria emotiva dispuesta a evocar costumbres y una forma de sentir— por momentos —extinguida, un estereotipo de lo que fue y esperemos deje de ser, de una vez y para siempre, algún día.