Una casa con dos perros: drama psicológico durante la crisis del 2001
Tras su estreno en el Festival de Cine Latinoamericano en Toulouse y su paso por el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici), Una casa con dos perros, ópera prima de Matías Ferreyra, llega a nuestros cines el 29 de mayo. El director debuta con una propuesta cinematográfica que es, a lo largo de hora y media, íntima y política a la vez, gracias a sus alegorías a la infancia y a las obras de Julio Cortázar y Lucrecia Martel.
La narración nos sitúa en plena crisis del 2001. El matrimonio de Nora (Florencia Coll) y Héctor (Maximiliano Gallo), junto a sus tres hijos, se ve obligado a mudarse a la casa de la abuela Tati (Magdalena Combes Tillard), lo que genera un conflicto por los espacios, al estilo “Casa tomada” de Cortázar. Varios adultos, como el tío Raúl (Ariel Martínez) irán afrontando sus problemas, pero nosotros adoptamos el punto de vista del pequeño Manuel (Simón Boquite Bernal), como simple muestra de la influencia de Martel sobre el director y guionista cordobés.
Tras diversos cortometrajes, Ferreyra conjuga un relato políticamente íntimo. Apela a las sutilezas para exponer cómo Manuel, con sus sentimientos y curiosidades, observa la desintegración familiar y busca refugio. En lugar de incomodarse con su presencia, halla en la complicidad con su abuela una forma de resistencia mientras a la casa, por motivos cada vez más extraños, siguen cayendo personajes. En ese sentido, retrata la crisis desde su núcleo más profundo: el hogar. Los conflictos surgen de forma subterránea tras tensiones acumuladas, pero el tono es matizado por nuestro protagonista y sus interacciones.
A medida que avanza, por la potencia -que no es igual a pirotecnia- narrativa comienza a quedar claro que estamos ante una película de autor, en forma de drama psicológico. Más allá de la fidelidad a la inspiración, se nota la apuesta por construir a partir de la fragilidad de las estructuras familiares. En el contexto de un universo que se desmorona, al igual que el país en aquellos años, la mirada infantil se instala desde la sensación de no pertenecer e intensifica la violencia oculta del mundo adulto. Un relato de aquellos niños que dejamos atrás. Sin embargo, en esa palidez afectiva el vínculo de Manuel y su abuela es una anomalía mística: no sólo poder ver lo que no se ve sino encontrar libertad en los márgenes.
Ese registro realista que coquetea con lo fantástico, al igual que La ciénaga y otros títulos, retoma, con nostalgia y melancolía, elementos recurrentes del cine nacional, tales como las dinámicas humanas en época de crisis y las relaciones entre lo adulto y lo infantil. Al mismo tiempo, la casa se vuelve un personaje en sí mismo donde se disputa poder, sobre todo simbólico. El fallecimiento de un perro, del que Tati sigue hablando en presente pero que nadie parece ver nunca, es el síntoma inicial de una convivencia no resuelta con la muerte.
Por otro lado, su aspecto clave es el trabajo de dirección. Tanto en sus planos, encuadres y fuera de campo hay una propuesta por mostrar sin mostrar. Hay emoción, hay historia y hay política, pero por sobre todo hay una herida abierta que sobrevive al final del film. La cámara se queda donde el espectador quiere huir, lo que es una apuesta incómoda, pero necesaria al fin, para evidenciar ese estado de disolución en el que hasta la realidad misma deja de darnos certezas. Por detrás, Una casa con dos perros nos deja una concepción en la que sigue siendo posible observar y dialogar con la hostilidad del ambiente.