“Abro el miedo”: una operación a cielo abierto mediante la escritura
Por Raquel Jaduszliwer
El libro de Teresa Orbegoso está dedicado “a los hombres, mujeres y niños que viven con cáncer”. Dedicatoria abierta, ya que una de las tesis del texto sostiene que el cáncer llegó desde otro mundo para quedarse en éste, alojado donde quiera que sea. “El cáncer ha llegado a la Tierra. Está dentro de la Tierra”. Alien inquietante, otro radical que acoplado a esta realidad se nutrirá de ella para terminar –luego de un arduo trabajo de transformación de mundo- él también integrado a la existencia. Existente entre los existentes ante los cuales se impone para hacerlos convivir con él, vivir una experiencia, componer (a la manera planteada por Spinoza), crecer, aprender, empezar todo de nuevo, todo de nuevo a pesar de que ya nada volverá a ser como era.
De esta experiencia se trata Abro el miedo. Mejor dicho, esta experiencia constituye Abro el miedo, ya que la misma se produce en el mismo acto de escribirla. No por nada, luego de las páginas iniciales, el texto se despliega distribuido en cuatro secciones que, por sus títulos, se definen como cuatro momentos de una operación: Cirugía, Herida, Sutura, Cicatriz. Por supuesto que como referencias indudables a un abordaje médico de la enfermedad, pero la verdadera intervención se producirá por medio de la palabra; a través de superposiciones, substituciones, trasposiciones. La lógica que se arma entre los términos en juego hará que autora, lector y mundo, una vez pasados por esta operatoria, no sean los mismos al arribar a su final.
Pero estamos en el inicio; a la manera bíblica, podríamos pensar el plano discursivo en la parte inferior de estas primeras páginas como un singular Libro del Génesis subvertido, porque en él se narra un acontecimiento que trastoca el mundo ya creado. Lo subvierte porque va en dirección contraria a lo que hizo Dios, que partió del caos y fue al orden. Acá, a la inversa, sucede que “una semilla” de caos se infiltra en los existentes: el cáncer, al advenir “mi cáncer” se hará mito de origen y el mundo vuelve a ser creado, todo vuelve a arrancar.
“Algo es. Un pezón estrujado. Algo avanza por el pecho hasta casi llegar al hueso. Se aferra a algo y algo y algo. No puede detenerse, como los sonámbulos. Se aferra a lo que encuentra. Se aferra más (…..) Algo es. Con mayor tamaño. Con mayor fuerza. Tan absoluto. (…..) Se desarrolla. Dice aquí estoy. Se anuncia. Se impone. Me causa dolor. Adquiere confianza y se reproduce. Marcha. (….) Algo adquiere forma, vida propia. Más consistente que tu propia forma, que tu propia vida. (….) era algo lo que venía, tuvo nacimiento y tiene nacimiento, sigue viniendo…”
Sorprendentes imágenes acuden para consolidar este mito de origen: “Es el cáncer de agua que se eleva. Se eleva. Todos los siglos que tomaron las alas de los pájaros en formarse (…)”
Abro el miedo se desarrolla a partir de esta mirada nueva puesta en un mundo que se reinicia. Ante cada nuevo aspecto de lo real emergente del Caos inicial tal como se relata en el Libro del Génesis. El cáncer ha quedado excluido de la obra ordenadora. Y como lo excluido se reintroduce a través de este libro sagrado apócrifo, de este texto de Teresa Orbegoso que despliega así su singular mito de creación. Verdadera cosmogonía, ya que no sólo se trata de la génesis del cáncer. Al infiltrarse en la realidad, es la realidad misma la que es recreada. Y el cáncer va a funcionar en ese sentido como analizador, como resonador y transformador de todo, de todos y de cada uno de los existentes a los que se irá pasando revista en el texto bajo un novedoso reordenamiento, porque se trata de una experiencia vital que –paradójicamente, dada la connotación letal de la enfermedad-, puede, a fin de cuentas, desde esa exclusión radical de la que proviene revitalizarlo todo a través de una conmoción transformadora.
“Se mezclan las vidas y las cosas del mundo debajo del mar y se vuelve una amalgama de fragmentos de la memoria. Flotan. Se hunden. Y avanzan. Unas sobre otras. De manera caótica. Encallan en un cuerpo. Lo toman y transforman, un laberinto”.
Como ya fue anunciado, esta operatoria de transformación se pone en marcha en las secciones del libro como momentos de una operación. Porque “abro el miedo” instituye en el título mismo el acto inicial de un corte y lo que sucederá al abrir. Y lo que sucederá se dará a través de los giros del lenguaje y de los recursos poéticos y de las imágenes que harán que los términos de esta dramática en juego cambien sus posiciones para rearmar y componer algo nuevo con lo viejo, yendo de lo familiar a algo que se vuelve desconocido, y de lo desconocido que invade a algo a ser reapropiado. Lo familiar que se vuelve extraño es una de las maneras de definir lo siniestro, pero la decisión de “abrir el miedo” ante esta amañada novedad pone en marcha un poderoso trabajo de resistencia y reapropiación que procura generar vida.
Así, y a través de una interlocución de la parte superior del libro entre quien abre el miedo y “su” cáncer, se van dando cambios notables, dramáticos. A la huérfana de todo replegada en su soliloquio, su cáncer se le acerca, se presenta, le habla, le hace ver cosas, le interroga. Se anuncia con una voz que silba y da órdenes y que evoca la voz de aquel “Maestro” que “vino de Alemania” al que alude Celan para nombrar la muerte. Pero ¿quién sabe lo que puede un cuerpo? Lo cierto es que lo que aquí se va a producir entre las partes partirá aguas. Y la poeta abridora se lanza a su vez a preguntar. Quiere saber desde su no saber, el no saber es una fuerza que relanza, que no permite retroceder. Y su cáncer le orienta, le va diciendo lo que tiene que hacer. Con voz profética se acerca: “tu pecho será vaciado y luego inflado con agua de mar” Y en ese acercarse le va indicando: que recuerde, que tenga memoria, que acepte el desconsuelo, “Háblale a lo que existe”. Le dice que ponga su mirada en el amado, en lo amado, que haga las paces pero que no transe, que nada sea borrado y que resista. “Un corazón recurre a otro corazón para curarse”, aconseja. “Levántate de esa cama, esa jaula de tela. Mira a los ojos a tu esposo, el que sigue contigo y deja que todas las cosas buenas que están dentro de ti pasen a sus ojos”.
Lo singularísimo de la dinámica en ese diálogo entre términos radicalmente heterogéneos entre sí reside en el intercambio entre todos ellos, en el intercambio de efectos que resuenan y se multiplican, en las nuevas miradas que surgen más y más abarcadoras, y en la profunda transformación que se habrá de producir entre esos varios planos de ese acontecer discursivo. En uno de ellos, ese pasar revista a los existentes donde hallamos la aseveración “Teresa Orbegoso existe”, y que sigue y sigue con una lista interminable como manera de afirmar la propia existencia y de resistir al borramiento por dolor, se escucha una voz cada vez más apremiante, más perentoria, urgente. La fuerza de la vida misma volcada sobre todas las cosas que van apareciendo en una singularísima lista que no respeta el viejo orden, que no se aviene a categorización alguna, hace que lo invisibilizado inmemorial vuelva en todo su imponente relieve. Las raíces, lo originario entrañable: “América existe”, pero ya no como enunciado inerte, sino como acto perfomativo mediante el cual lo que se dice, es. “Los ronsocos existen; los mayas, las llicllas/ los orejones existen; los ronsocos, los ronsocos/ yana wayra, la momia Juanita y los intis; los intis/ existen; los intis la chicha de jora y los mitos/ existen; los mitos, los intis, la chicha de jora”.
A través de la conmoción que se produce en este vértigo fundacional, el cáncer también ha pasado por transformaciones. A la manera del vampiro en Nosferatu, Fantasma de la noche -magnífica reescritura cinematográfica realizada por Herzog en 1979 del Nosferatu expresionista de Murnau (Nosferatu, una sinfonía del horror, 1922)-, al nutrirse de existencia el cáncer también incorpora para sí la angustia existencial que atañe al orden temporal, orden que lo obliga a quedar recluido en la soledad de la inmortalidad como tristísimo estado de excepción.
“Mi cáncer dice:
Vivo en el valle del Solo. Conozco el sueño de la Tierra. Soy más antiguo que la luna. Estuve en el principio cuando fue la palabra. Aprendí el relato de todas las moléculas de este mundo. Por eso, tus células hablan conmigo. Me cuentan sobre ti. Yo conocí a la primera mujer. Veo algo de ella en tus ojos. No temas. Hace siglos que reconozco el olor de los cadáveres. Tú no vas a morir”.
Dice la sección Sutura:
“Mi cáncer dice:/me hiciste como si yo fuera un poema. Tu lloro. Y entre lágrimas preguntabas: ¿quién podrá sanarme? Y yo vine a ti y no me viste y me fui y no me entendiste. (….) Más yo sí te recordaba y por eso te abracé, te entregué un libro, te di escaleras, pero tú (…) Yo no quería verte muerta pero quería quedarme contigo. Te había tomado afecto y me había acostumbrado a ti”.
La angustia existencial pero también su correlato, el anhelo de amor que todo lo perfora, producen una prodigiosa trasmutación que tiende a una posibilidad de concordancia allí donde parecía imposible concebirla. Es que la vida y la voluntad de existir han impuesto trabajosamente sus condiciones. Aún sobre lo que enferma, aún sobre la muerte. Y siguen librando su batalla. Aquí, en estas páginas.