Leticia Martínez: “Escribí esta novela para que no me capture el trauma de la muerte”
Por Santiago Asorey | fotografía Florencia Cosin
Editada en enero del 2021, De cara al sol (Gerania Editora) es la primera novela de la escritora Leticia Martínez, quien conversó con Fractura, el suplemento literario de AGENCIA PACO URONDO y ofreció múltiples indicios sobre la lectura del libro. En la contratapa el escritor Pablo Ramos señala que la autora “no podría haber empezado su carrera de novelista por ningún otro lado” y agrega: “De cara al sol puede estar aquel que ha negado la luz, aquel o aquella que ha vivido en las propias tinieblas, pero que no tienen nada que ver con el abismo ni con la noche”.
De esta manera, Martinez ofrenda el libro que tenía que escribir, el que expone el valor de la literatura como una escalera para escapar del dolor. En esta novela, la tragedia de Cromañón, la identidad de clase, la juventud barrial obrera que creció en los noventa, no son tópicos literarios sino coordenadas de un universo narrativo codificado según la voz de la autora. La literatura de Leticia es física no hay temas literarios sino objetos y personajes que uno puede observar, tocar y finalmente sentir en el hueso de las cosas.
AGENCIA PACO URONDO: Sos una escritora hija de la clase trabajadora. Esa identidad tiene un peso importante en tu novela. El conflicto de la Negra, una hija de la clase obrera que vive en una ciudad predominantemente burguesa. ¿Cómo fue encarar ese conflicto?
Leticia Martínez: El conflicto que tiene la protagonista con ser hija de la clase trabajadora y, además, ser hija de migrantes, fue uno de los conflictos más difíciles para poder encarar la historia de La Negra, la protagonista. Creo que es un conflicto que la llena de bronca, es una tristeza que siente por no poder sentirse parte, no encuentra discursos de los cuales pueda formar parte. Por eso empieza a contar y a narrar su historia para poder inventar su propio discurso, su propio lugar. Primero, por haberse sentido discriminada teniendo en cuenta que ella creció en los 90, después, en los 2000, transcurrió su adolescencia y encontró en la música su primera salvación.
Se empieza a encontrar en la música en vivo, en los recitales, junto con un grupo de chicos y chicas que, como ella, también formaban parte de una clase trabajadora, de una clase olvidada. Coincidentemente, también eran hijos o nietos de migrantes, de la migración interna de otras provincias, como lo era su mamá que venía del norte del país y su papá de Paraguay. Se reúnen en torno al ritual de la música y se da cuenta de que toda esa bronca de clase que acumuló puede descansar un poco en la música. En ese tiempo la música era un hecho colectivo y el ritual del recital le permitía exorcizar de modo colectivo eso que a ella le pasaba. Entonces, creo que encarar ese conflicto en la novela fue a través de la música y a través de la música en vivo, de ir a ver bandas en vivo y del asilo que fue el rock para ella. Poder encontrarse con los demás y hacer comunidad y dejar de sentirse sola fue a partir de ir a recitales a escuchar bandas.
APU: La novela funciona también como un mapa espiritual de la protagonista superpuesta sobre el mapa de la ciudad. ¿Cómo funciona esa cruza del espacio y del espíritu?
L.M.: Creo que el mapa de la ciudad y el mapa espiritual de la protagonista podrían ser un solo mapa, podrían pensarse como un mismo entramado de coordenadas. De algún modo, la intención de hablar y nombrar la ciudad y el barrio tal como la protagonista lo vivía y lo veía tiene que ver con armar una propia cartografía de lo barrial, lo cual implica una cartografía también de lo espiritual.
Creo que muchos y muchas de nosotras que crecimos en los 2000 en la calle y que pasamos mucho tiempo de nuestra vida en ese ámbito, con todo lo bueno y lo malo que eso implica, de alguna forma nos sentíamos contenidos y contenidas. Por lo menos, nos quitaba del día a día familiar, de nuestras vidas domésticas absolutamente atravesadas por el desencanto de los 2000 y por la angustia de los 90, ver a nuestras familias, padres y madres sin trabajo deprimidos y deprimidas. Toda esa supuesta idea de familia que se nos vendía en los medios de comunicación no existía, no funcionaba.
Entonces, el recorrido comenzó a darse en la calle y en el encuentro con el espacio público. Habitar lo que era la calle realmente como un lugar de encuentro con todo lo doloroso que también implicaba eso. Por lo menos, la Ciudad de Buenos Aires ha sido y sigue siendo una ciudad expulsiva en muchos sentidos, por lo cual creo que la intención de la protagonista es poder narrar esa ciudad con un poco de bronca y con un poco de desesperación, tal como ella la percibía, y a la vez desde un lugar de encuentro y contención fuera de su propia casa.
APU: La protagonista de la novela lucha y expone sus prejuicios, que parecen ser también una cruz para ella. ¿Cómo funciona la escritura para transformar la mirada sobre ese conflicto? Y en última instancia, ¿cómo funcionó la escritura para transformarte? Pienso en la relación que tiene ella con la Chipi, en la relación de ella con otras compañeras de la escuela que tenían otra clase social.
L.M.: La protagonista tiene un montón de prejuicios y de juicios que fueron generados mediante la bronca. Una bronca construida hacia los otros y las otras que tienen cosas, que hacen viajes, que se pueden ir de vacaciones a Disney y ella apenas tenía para comer. En ese sentido, la escritura me permitió quitar la bronca y tratar de entender las situaciones estructurales, políticas y económicas que llevan a una chica a crecer en un determinado contexto. No se trata de que tu papá o tu mamá son malos, sino que está pasando algo más grande a nivel estructural que hace que tu familia esté en una situación determinada. Gracias a la escritura logré comprender lo que estaba pasando a nivel político y social en los 90 y en los 2000 como generación joven.
En la novela se puede leer entre líneas una pregunta: ¿quién nos cuidaba en los 2000, quien se preocupaba por los y las jóvenes, más allá de los discursos que siempre son tan abstractos? En términos personales, la escritura transformó esa bronca inicial en una comprensión profunda que me hizo entender que a partir de la escritura podía realmente transformar mi realidad. De hecho, es lo que me pasó al leer libros y entrar en la literatura. Sentía que la ficción armaba una nueva forma de entender, quizás la única a la que pude acceder de un modo más comprensible para mí. Entonces, creo que en ese sentido la escritura me ayudó a transformar esa bronca, lo cual no quiere decir que me deje de importar sino más bien que puedo hacer algo más que sólo tener esa bronca.
Me da la posibilidad de hacer algo más que ocupar un lugar, un discurso que me fue dado como lugar de exclusión. A partir de la escritura y la lectura pude entender que ese “algo más” lo puedo construir junto a otros y otras desde la ficción, desde el ordenamiento de las palabras que construyen historias, y que me dan esa posibilidad de transformar y poder armarme mi propio discurso en la narrativa. De este modo, dejan de ser las narrativas de afuera las que me lean y me digan cómo soy, quién soy, qué tengo que pensar, qué tengo que sentir: soy joven y escucho rock, entonces tengo que ser una bardera joven, y a partir de ahí poder contar lo que siento y poder escribirlo, dándole una forma de ficción y en este caso la forma de novela. Dejo de ser hablada y empiezo a hablar yo, a habitar mi propio discurso, y cuando transformó a partir del discurso estoy interviniendo directamente en la realidad.
APU: La novela también, desde un lugar visceral, expresa otra mirada al discurso que se construyó alrededor de la tragedia de Cromañón. La estética del infierno es la forma en que lo nombras. ¿Cuánto de la escritura fue también un camino para salir de ese lugar de esa estética?
L. M.: La verdad es que había una mirada absolutamente instalada respecto a la masacre de Cromañón desde los medios de comunicación y los discursos que giraron desde 2004 hasta ahora que sostienen la idea de una juventud problemática.
Desde mi punto de vista, no tuvo que ver con las prácticas culturales que llevamos a cabo desde las juventudes, sino que lo que estaba podrido era todo un sistema y una forma de hacer las cosas. Acá volvemos a repreguntarnos ¿quién nos estaba cuidando? No era justo que la responsabilidad o la culpa recayeran solamente sobre nuestras familias que, además en esa época, estaban bastante devastadas por todo el contexto político, económico y social de los últimos años. Entonces, me interesaba y me interesa todavía quitarle ese lugar casi criminal en el que se pone a la juventud por las prácticas que realizan.
La verdad es que la escritura me habilitó a escribir sobre estos conflictos a partir de esta protagonista con su entramado familiar y con sus amigas. Fue una forma de salir de ese lugar en el que nos habían puesto como jóvenes y una forma también de salir de la tragedia, de salir de la masacre. Creo que cuando le damos lugar a las historias de cada uno y una de nosotras, nos desmarcamos, es decir, salimos del lugar donde nos pusieron. Estamos nosotros y nosotras haciendo el ejercicio de nuestra propia voz, contándolo desde nuestro propio lugar.
Los muertos, fallecidos, suicidios y estrés postraumáticos que hubo a partir de la masacre de Cromañón siguen presentes hasta el día de hoy en nuestra sociedad. Seguimos inscriptos y afincados en el lugar del trauma. Por eso me parece que la escritura es una práctica artística que nos deja construir algo nuevo con eso qué nos queda. Nos saca del lugar del trauma con ese material que nos quedó y usamos esos escombros, diría Sartre, de nuestra vida dinamitada para que sean los ladrillos de nuestra literatura, generando un nuevo lugar en el que nos queremos posicionar sin negar lo que nos pasó, pero sí para que podamos salir de ese lugar traumático en el que quedamos.
APU: En el libro, la muerte tiene un peso importante. ¿La muerte es un motor también para narrar?
L.M.: Esto lo menciona Pablo Ramos en la contratapa del libro. La protagonista enfrenta tal vez un poco el duelo de toda su vida contra la muerte. Ella está embarazada cuando se entera de la muerte de su amiga y a partir de ahí empieza a hacerse un montón de preguntas en función a la vida y a la muerte. Mientras escribía y terminaba de corregir este libro también ocurrió la muerte de mi papá. Entonces, realmente, es un duelo que atraviesa toda mi vida como escritora, el duelo de la vida contra la muerte. De hecho, la novela tiene unos primeros acápites que hablan sobre el caos que trae la muerte. Por lo cual creo que, como motores de escritura, la muerte y el dolor nos ayudan, nos sirven e interesan o me interesa a mí como escritora en tanto no sea un lugar que nos capture.
Me interesa mucho que no me capture el trauma Cromañón, que tampoco me capture el trauma de la muerte, sino que sea un estado, un momento que atravieso en el cuál tengo que hacer algo con eso y que necesariamente lo tengo que transformar. Para mí, la escritura es una actividad de transformación, el oficio de escribir, y sobre todo el oficio de corregir, es una actividad en la cual yo me transformo como escritora a la par que se van transformando los personajes.
Me interesa particularmente la narrativa, escribir desde el personaje, entonces, cuando estoy conectada con este personaje y la transformación que hace ese personaje, de alguna forma, como escritora, también siento esa transformación, y eso se logra mediante el ordenamiento que generan las palabras. Ese ordenamiento me permite que los traumas no me capturen y que sean una materia que de la cual dispongo en el texto, construyo una ficción y, a partir de esa construcción, algo nuevo sucede y surge una historia en un libro o en un cuento. La transformación desde la escritura es la maravilla de generar belleza desde el caos de la muerte.