El amor fascista
Por Camila Alfie
Fotografía de Lucía Barrera Oro
La Casa Rosada colgó una bandera de Romeo y Julieta para celebrar el Día de San Valentín. Tal vez no leyeron la obra y no los quiero spoilerar, pero al final se mueren.
Como dice el autor Marshall McLuhan, el medio es el mensaje. No es casual que los militantes de “la familia”, “la tradición” y las “buenas costumbres” hayan elegido esta imagen para ilustrar el amor con mayúsculas.
Para ellos, el amor verdadero, el amor de “juntos para siempre”, el de la media naranja y el flechazo es así: épico, obsesivo, tortuoso, violento, definitivo, sacrificado, penoso, monógamo, martirizante, posesivo. El amor que vale la pena vigila y castiga, desestabiliza, persigue, insiste, no acepta un no por respuesta ni pide permiso. Irrumpe como una patada de allanamiento. Juntos o nada, juntos o muertos -o vos asesinada, más bien-, nosotros contra el mundo porque el amor todo lo puede. (El heterosexual, claro, porque el otro a los defensores de la buena moral les suena como muy de “putos raritos” o “tortas perversas”).
El amor verdadero es fascista: todo dentro del amor, nada por fuera del amor, nada contra el amor. Y si no hay amor que no haya nada entonces, porque sin eso que nos completa somos menos que cero.
El amor verdadero nos acerca a la inmortalidad y a la gloria -según la narrativa tradicional normativa-, a las historias que merecen ser contadas, a la trascendencia. Cuando más cerca estamos de él, más nos despegamos de los quehaceres mundanos y de la rutina gris. El amor de Cupido y Venus nos aleja del Día, de la página de la AFIP, del trabajo de nueve a seis, de hacer milanesas de soja para guardarlas en el frezzer y demás actividades poco emocionantes que nos permiten reproducir nuestra existencia. No hay nada memorable en estar el fin de semana volviendo a ver los mismos capítulos de Friends.
Sin ese amor trascendental estamos destinados a morir solos, solas y en el olvido, nunca vamos a tener una boda que nos haga sentir realizadas, nunca un puede besar a la novia, nunca un final feliz de cuento de hadas, un vestido blanco de princesa; no, siempre vamos a ser los extras en los casamientos ajenos, aplaudiendo el amor de otros, nunca el nuestro. Como en la película “Jamás besada”, nuestro estado civil -si somos solteras- nos define por la carencia: “no se casó”
Y así estamos: anhelando ser protagonistas del próximo estreno de Disney para sentir que al menos algo de nuestra vida tiene sentido.
Parece que no existen ni son válidos ni importantes ni memorables otros tipos de amores. Amores más despacio, de a poco, de verse cuando pinta para ir conociéndose y ver qué onda. Amores de nos juntamos cuando nos venga bien, cuando yo termine la tesis y vos termines de rendir. Amores que problematizan y desromantizan las prácticas más violentas del amor mainstream. Amores con el volumen más bajo y sin tanta pompa.
Y eso que todavía no nombramos a los amores que son un factor de riesgo porque no reproducen la cisheteronormatividad obligatoria: los verdaderos amores peligrosos, por los que se persigue, se amedrenta y se mata.
Pero si a la pareja de Casa Blanca siempre les quedará París, yo siempre tendré el amor más subalterno y compañero de todos, el amor de los vínculos de amistad que me nutren y empoderan, que son un refugio, una casa, una causa, una bandera. Aunque no chapamos bajo la lluvia, siempre pongo ojitos de emoji de corazones cuando veo sus mensajes en mi celular.
Y sobre todo, siempre me quedará el amor más insurrecto y rebelde de todos, el amor que construyo y desarmo todos los días, el que cuido y rompo al mismo tiempo, con el que me peleo, contradigo y detesto, el más complejo y político, el que busco siempre un poco más en el espejo: el amor a mí misma.