La herencia de Las Fabriqueras: cuando la resistencia tiene cuerpo de mujer
Por Soledad Allende
Hace unos días, cuando comencé a pensar en esta nota, quise retomar algunas de las reflexiones más íntimas que me atravesaron en uno de los trabajos más gratificantes que hice con sobrevivientes del terrorismo de Estado.
Esto abrió para mí, la posibilidad de repensar ésta experiencia archivada en la noche de la Restauración Conservadora, como gustan decir mis compañeros y compañeras de APU, y revisarla a la luz de un feminismo que habiendo sido marginal, hoy ocupa un lugar protagónico en el escenario político.
Reflexiones masticadas casi en soledad, y que hubiesen caído en saco roto, salen a flote con la certeza de que éste es el momento de compartirlas. No dejo de preguntarme, qué hubiera sido de las fabriqueras que pude conocer, si hubiese existido el feminismo sindical tal como lo conocemos ahora. Un feminismo que tiene la capacidad de articular los grandes problemas socioeconómicos que padece la clase trabajadora con la agenda de los cuidados, los derechos sexuales y reproductivos, y la brecha salarial.
Conocí a un grupo de obreras y obreros de la fábrica Frigor de Pacheco en mi lugar de trabajo, la secretaría de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires, en diciembre del 2014, un tiempo después de que concurriesen para tramitar la pensión que les corresponde por haber sido víctimas del terrorismo de estado bajo la última dictadura militar. Habían roto 36 años de silencio, se habían reencontrado y contactado con otras compañeras de la fábrica, habían vencido el temor, y habían declarado ante la justicia. Sus testimonios se agregaron al caso 105 que se encuentra en instrucción en el Juzgado Federal Nro. 2 de San Martín, e investiga el funcionamiento de un centro clandestino de detención en la Comisaría 1ra de Tigre, dentro de la Causa 4012 que agrupa los CCD que formaron parte del circuito de Campo de Mayo.
A partir de ese momento comenzó un periplo de entrevistas individuales y grupales por un lado, y de búsqueda de elementos probatorios por el otro. Íbamos armando ese rompecabezas repleto de claroscuros, e intentábamos trabajar transdisciplinariamente.
Ellas utilizaban un neologismo que no tiene equivalente masculino: “Fabriquera”, la palabra de la patronal para designar a la trabajadora manual, la operaria sin calificación. En el acto de apropiarse de la palabra que utiliza el opresor para nominar al oprimido, y resignificarla, reside la posibilidad de recuperar la dignidad que intentó ser vilipendiada por la estigmatización, la explotación, la privación ilegítima de la libertad, la tortura, la vejación, el terror. Pero la fabriquera no es como el cabecita negra o el descamisado[1], porque ella quedó aislada e invisible, no pudo constituirse en sujeta colectiva.
Sigue siendo necesaria una profunda transformación en los grandes relatos de la historia, para que la fabriquera pueda salir a la luz y tomar la palabra, para que pueda decir no soy una sino muchas, soy mujer, soy obrera y soy pueblo, por esto luchamos, ésta es mi voz, y estas son las marcas en mi cuerpo.
Ellas integraban un plantel mayoritariamente femenino, donde las trabajadoras tuvieron reivindicaciones específicas en relación a su condición de género, se enfrentaron a la dirigencia burocrática del sindicato de la alimentación y a la patronal, desarrollaron formas particulares de solidaridad, sociabilidad y de organización que no fueron comprendidas en su dimensión política, y sufrieron un tipo particular de persecución y hostigamiento por el hecho de ser mujeres.
El relato canonizado de la militancia gremial antiburocrática de los años 70 es heredero de la construcción de un sujeto sindical autónomo que ha redundado en un culto a la masculinidad, porque fue heredero de una larga historia de exclusión de las mujeres de la política gremial y de los empleos calificados. Las historias de nuestras fabriqueras permanecieron en esas zonas oscuras de la historia, porque su visibilidad nos incomoda a quienes nos escondemos detrás de las fórmulas tranquilizadoras que nos explican las transformaciones históricas, porque su sola presencia nos plantea más preguntas que respuestas, e interpela directamente nuestro capital simbólico como intelectuales y como militantes, y por eso pecamos de cierta deshonestidad epistemológica.
En palabras de Catherine Stimpson, había que hacer de las mujeres que intentamos visibilizar en la historia, “participantes activas en el proceso de construcción de un sentido maduro de la realidad, y no recipientes pasivas de verdades superiores que nos vienen de lo más alto”[2]. En nuestro caso, ninguna de las verdades que vienen de lo más alto dio entidad a nuestras obreras de Frigor.
Ellas nos contaron que el delegado no terminaba de comprender los reclamos de las trabajadoras, que no tenían legitimidad para él, eran cosas de mujeres, y al parecer, el sindicato y la fábrica no lo eran. A las fabriqueras les habían robado el derecho de ser reconocida entre iguales, porque para ser iguales había que ser idénticos, y para ser idénticos había que tener un cuerpo de hombre. Los hombres podían ejercer el liderazgo al que ellas abonaban con la intensa práctica de la militancia cotidiana, y desde ese lugar decidían, qué era importante y qué no, qué era político y qué no, qué merecía representación en el espacio público y qué no. Las fabriqueras parecían pertenecer al espacio privado dentro de la fábrica y dentro del sindicato.
A través de sus intervenciones podía leerse que el patrón, el sindicato y la política les habían negado la palabra y la información, y con ello, la posibilidad de construir una identidad colectiva. Que el significado social de sus cuerpos estaba preestablecido, porque ellas, eran ante todo cuerpo, y en ese cuerpo estaba inscripto su destino. El trabajo era para las mujeres de ésta clase social, en términos generales, una actividad transitoria e intermitente, así como ineludible, mientras que en el caso de los hombres el trabajo era el elemento primario que definía su identidad, su status social, que les confería incluso prestigio, y un ámbito de sociabilidad e incluso de inserción política[1].
Durante su cautiverio sufrieron los tormentos que sufrieron las víctimas del terrorismo de estado en la Argentina, pero le tocó como a sus compañeras, el adicional de la violencia de género, en todas sus formas. Mientras estuvieron detenidas, escucharon a sus captores tener una conversación con el jefe de personal de la empresa, un militar retirado y abusador sexual.
Cuando una de ellas recuperó la libertad, debió reincorporarse a trabajar, no sólo encontró al igual que sus compañeros, que le habían puesto presente todo ese tiempo, sino que se enfrentó a un intenso acoso sexual del gerente de la empresa. En esos momentos de reacción política, de intensa represión y terrorismo, resurgía como un atavismo, esa concepción decimonónica del trabajo femenino: Una concepción que transforma los cuerpos de las mujeres en mercancía disponible para los hombres. Le ofrecía un empleo de cuello blanco, luego de haberle demostrado que tenía el poder de hacerla desaparecer, a cambio de que “fuese suya”, con esas palabras, alternando su oferta con la amenaza de despido. “¿Vas a ser una fabriquera el resto de tu vida?” le dijo.
Lo que me enseñaron Las Fabriqueras, que pensaban que nada tenían para dar ni para enseñar, es que cuando volvieron del infierno su dignidad estaba intacta. Que aunque de chica, y en razón de haber nacido mujer, les habían robado la palabra, ellas pudieron decir a los patriarcas genocidas que sus cuerpos eran suyos, que no podrían consumirla ni poseerla los abusadores. A pesar de las marcas, a pesar de las imágenes y las palabras que habían grabado en sus mentes. Que a pesar del intenso dolor que implicaba recordar, ellas estaban dispuestas a buscar la verdad, por ellas y por sus compañeras.
Ellas me enseñaron qué es la resistencia para una mujer, esa resistencia que no se puede decir, pero que es un secreto a voces. Les pedí a ellas que me cuenten su secreto, a mí, que también tengo cuerpo de mujer, para compartir con ellas la carga, y para que sepan que todas nosotras llevamos las marcas del terrorismo sexual en nuestros cuerpos, y que somos nosotras quienes diremos qué es político y qué no, cuando de nuestro cuerpo y de nuestros derechos se trata.
[1] Bock, p 21/5
[1] Lorenz , F. G “Algo parecido a la felicidad, Una historia de la lucha de la clase trabajadora durante la década del 70”, I Parte, cap 4. “El territorio”; Lobbe p.78y, [2] Stimpson, C. R. (2005). ¿ Qué estoy haciendo cuando hago estudios de mujeres en los años noventa?. Academia: revista sobre enseñanza del derecho de Buenos Aires, 3(6), 301-327.
[3] Campagnoli, M. A. (2002). Tecnologías del una misma. In IV Jornadas de Investigación en Filosofía. Haraway. Mackinnon.
[1] James, resistencia e integración. “Con Perón todos volvimos a ser machos”.