“Yo que crecí con Videla”: un ensayo sobre la generación perdida
El 24 de marzo es una fecha bisagra en nuestro país que marca para siempre la vida de varias generaciones de argentinos y argentinas. En su momento fue una fecha anunciada y de alguna manera deseada: el 25 de diciembre de 1975, el jefe de las Fuerzas Armadas, el general Videla, en su discurso de navidad, le dio tres meses a la democracia para que arreglase sus entuertos, cosa obviamente imposible de lograr. La izquierda también deseaba el Golpe, porque eso aceleraría el proceso revolucionario.
Ningún partido político salió a poner el grito en el cielo por la nueva interrupción violenta de la democracia. Para la sociedad fue un alivio, tal el caldo de cultivo que se había ido incubando desde un par de años antes. La opinión pública, los medios de comunicación hegemónicos y los discursos políticos que se enfrentaban, derivaron en la dictadura militar más sangrienta que haya conocido nuestra historia.
Tal su inhumanidad que las voces públicas que reivindican sus acciones recién pudieron lograr resonancia social (hasta el punto de ganar unas elecciones) 40 años más tarde. Hasta el año pasado, las voces que defendían a la Dictadura eran marginales y solitarias.
Retrospectivamente, este panorama nos parece horrible, y lo es porque ya sabemos lo que pasó. Pero si se hiciera el ejercicio de anacronismo y nos pusiéramos en el lugar de los hechos, en donde nadie ni nada ofrecía una solución o ni siquiera una perspectiva de solución posible, la intervención militar, a la que ya estábamos más que acostumbrados, parecía el único camino transitable. Ahora estamos saliendo del callejón sin salida en el que se hundió la dictadura por su propio accionar.
De manera muy simplista, dividiría el devenir de las políticas de la memoria en tres períodos. El primero, durante el gobierno de Raúl Alfonsin. Lo llamaría la memoria de los dos demonios y estaría representada en obras como Nunca más y La historia oficial. El segundo período irrumpe a mediados de la década del noventa, contemporáneamente a la aparición de HIJOS, y encarna en obras como La voluntad, de Anguita y Caparrós.
En este período, ya no se trata de despolitizar a la víctima como había ocurrido en el anterior, sino de reivindicar su pasión política y su militancia, sin dejar por ello de presentarla como la víctima de las políticas genocidas. Estas voces disidentes y díscolas, de alguna manera, derivaron en oficialistas durante el tercer período, el período kirchnerista.
Hasta el año pasado, las voces que defendían a la Dictadura eran marginales y solitarias.
Queriéndolo o sin querer, la memoria kirchnerista fijó una perspectiva desde la cual abordar los fenómenos de la década del setenta, descuidando otras o despreciándolas. Para nosotros, nuestra forma de hacer memoria era la forma más justa y universal que se podía hacer. Como toda postura que ignora los discursos que se le oponen, la memoria kirchnerista se fue esclerotizando, perdiendo flexibilidad y reflexión. Hoy estamos pagando las consecuencias.
Hace doce años atrás terminaba mi tesis, que tiene por título: Los relatos de la catástrofe. La representación de la Dictadura en la literatura argentina. Recién este año saldrá publicada. Un poco por motivos psicológicos (revisar mi infancia sin recuerdos fue sin dudas traumático), otro poco por motivos sociales (no estaba el campo de la memoria abierto a otras miradas, o ese era mi parecer), la publicación se retrasó, no quería saber mas nada con ese tema. Si bien no actualicé la bibliografía, creo que tampoco perdió actualidad lo que ensayé allí. Planteo que las víctimas de la Dictadura no se reducen a los muertos y a los desaparecidos, sino que afectan también a otra generación que se formó y se escolarizó durante los años de terror, cuyos padres no tenían ninguna pasión política, y para los cuales los desaparecidos y los asesinados no constituían unas víctimas inocentes, aunque tampoco eran culpables de algo. Si hay una generación desaparecida, formada por padres y madres y hijos y abuelas, alrededor de la cual se disputan los sentidos las políticas de la memoria: ¿quién merece el recuerdo?, hay otra generación que está perdida, pues arribó a su memoria con los shocks espectaculares que iluminaban momentos del horror, cuando todo había sido consumado. No es un dato menor considerar que esta generación perdida constituye la carne viva sobre la que la maquinaria dictatorial aplicó su “proceso de reorganización nacional”.
Cuando simplificamos la historia hasta la caricatura, perdemos todos.