Hay muertes y muertes: gracias, Flaco
Así como hay vidas y vidas, aquellas que -torpes, errantes, brumosas, incomprensibles, acertadas, fulgorosas, desbordadas, ruidosas, obsesivas, risueñas, estrelladas- andan en el intento, de algo, lo que sea, y aquellas que simplemente pasan el rato, hay muertes y muertes. Dos clases de muertes, podríamos decir: las que hacen llorar al tiempo y las que lo impugnan.
La que nos trae hasta acá, a este texto, la del Flaco, es, sin dudas, parte de las segundas.
Impugnar al tiempo, sacudirlo hasta correrlo de su línea de progresiones absurdas: dar con un nuevo sentido.
Algo o mucho de todo eso trae consigo la partida de Menotti. Poseedor de una retórica única, sensible y permisivo ante quienes la historia sugiere una tregua e inflexible ante quienes exige determinación; y hombre que, como todo buen lector, podía, en una misma línea, hacer dialogar campos aparentemente imposibles, un gol con una pieza de música clásica, un amague de Riquelme con un pasaje de Borges, una consecución de ataques con el plato predilecto de la abuela.
Hay una exposición que es francamente conmovedora, de principio a fin. Se dio en 2005, en el marco de un congreso de directores técnicos del país. En un momento, Menotti dice:
Nosotros tenemos la posibilidad de convivir con jugadores que están creciendo, que arriban a lugares con la soledad del éxito y que terminan, como en algunas épocas, en el alcohol… Hoy terminan en la confusión de no saber por qué juegan, para quién juegan, para quién viven. Estas son las cosas que nosotros tenemos que tener en claro. Hay que entender que los jugadores no son jugadores de fútbol, son hombres que juegan al fútbol, y que tenemos que adquirir el mayor de los conocimientos para ayudarlos a ser buenos jugadores y mejores tipos.
Porque, les guste o no, concluye, directa o indirectamente, uno en cualquier actividad plantea un estilo de vida, una sociedad en la cual le gustaría vivir.
Invito, a quienes no vieron la exposición, a hacerlo. El Flaco, como tantos otros, aún muerto, está y estará mucho más vivo que muchos de los que todavía caminan por las calles. Ese es su mayor legado: el de vivir en la combustión del pensamiento y de la acción, al calor del abrazo con el otro, en el riesgo, en la palabra precisa y a la vez desbocada, en la escucha que efectivamente es escucha y no resorte de próximos chisporroteos narcisistas.
Una muerte como impugnación del tiempo, como pausa: una muerte que abre una interrogación. ¿En qué estamos?
Gracias y hasta siempre, maestro.