Una política para el deporte argentino
Por Santiago Campana | Foto: Télam
El domingo pasado, 8 de agosto, concluyeron los Juegos Olímpicos de Tokio 2020. En comparación a las ediciones previas, la actuación de la delegación argentina no fue la soñada. No se ganó ninguna medalla dorada (algo que no sucedía desde Sydney 2000) y únicamente se cosecharon tres medallas en competencias grupales: la de plata por parte de las Leonas en hockey sobre césped, la de bronce por Los Pumas en rugby 7 (competencia inaugurada recientemente en el 2016), y la flamante medalla de bronce conquistada por la selección masculina de vóley. La performance con menos medallas desde Barcelona 1992 (similar a Atlanta 1996, pero en aquella ocasión se adjudicaron dos medallas de plata). A esa cifra hay que sumar los nueve diplomas olímpicos, un número más cercano a los de las ediciones previas. Sin embargo, el rendimiento no se puede atribuir únicamente a los y las deportistas sino a las políticas que existieron por detrás.
No es necesario indagar mucho para encontrar las causas de la actuación albiceleste; basta con remitirse a la voz de los/as protagonistas: diversos/as deportistas esgrimieron críticas al contexto en el que se dieron sus preparaciones. Delfina Pignatiello, luego de su participación, recordó lo mismo que había señalado el año pasado: la ausencia de permisos especiales para que los y las deportistas olímpicos pudiesen entrenarse en el medio de la cuarentena. Otra nadadora, Virginia Bardach, calificó de “nefastas” las condiciones en la que se entrenan los deportistas argentinos. Muchos recordarán al influencer Santiago Maratea recolectando dinero para que atletas argentinos pudieran viajar al Sudamericano de Atletismo que se desarrolló en mayo de este año en Ecuador. También los jugadores de la selección masculina de handball pidieron mayores cambios en la preparación e infraestructura deportiva. Tampoco el vóley, una de las selecciones nacionales que tuvo el mejor rendimiento en estos JJ.OO., estuvo ausente de conflictos institucionales en el último tiempo. Los jugadores de las selecciones nacionales (masculina y femenina), en el 2019, tuvieron fuertes críticas hacia la FeVA (Federación de Vóley Argentino). Esta línea fue retomada por Facundo Conte, tras colgarse la medalla de bronce, al recordar que "hemos trabajado y entrenado mucho sin el apoyo real de nuestra federación”. Sería posible seguir agregando ejemplos de este tipo. Podríamos resumirlo con la insatisfacción que expresó Sergio Hernández, entrenador de la selección masculina de básquet, por la falta de inversión general en infraestructura deportiva y de imbricación del deporte con el sistema educativo.
Tomando todo esto en consideración, el rendimiento de los/as deportistas argentinos/as en los JJ.OO. adquiere otra dimensión. No solamente compitieron contra los otros países, sino en muchos casos, contra el desfinanciamiento de los propios organismos estatales y de sus respectivas instituciones. Como ilustró Andrés Burgo, muchos apuntaron contra las políticas de ajuste durante la presidencia de Mauricio Macri, principalmente porque con la reforma tributaria de 2017 se le quitó la alícuota del 1% a las facturas de telefonía móvil que servía para financiar de forma autárquica el ENARD (Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo, que funciona desde el año 2010 y sirve como el principal sostén de los/as deportistas olímpicos). Ante esta situación, la Comisión de Atletas del Comité Olímpico Argentino redactó, en su momento, un comunicado (firmado entre otros, por Paula Pareto, Federico Molinari, Braian Toledo, Sebastian Crismanich, y Walter Pérez) donde reclamaban “no volver al pasado” y afirmaban que el “ENARD es lo mejor que nos pasó”. Además, en el 2018, Macri llegó a anunciar la intención de mudar el Centro Nacional de Alto Rendimiento (CENARD), posiblemente para destinar esos terrenos al negocio inmobiliario. En su newsletter semanal para Cenital, el economista Juan Manuel Telechea graficó los vaivenes del presupuesto destinado a programas deportivos, así como señaló que entre 2016 y 2019 se redujo de 2.100 a 34 la cantidad de clubes que recibieron subsidios a las tarifas por parte del Estado (es decir, un 98,38 % menos de clubes subsidiados, y un 90% menos del monto total en términos reales).
A todo esto, se le sumaron las situaciones producidas por la actual pandemia, que complicaron las condiciones de entrenamiento y competición para los y las deportistas nacionales. Nuevamente, en la Argentina el combo de crisis económica preexistente y pandemia fue demoledor. Hoy estamos viendo los resultados de eso. No es casualidad que solamente conquistaron medallas los deportes en equipo. Más allá de que estas disciplinas tienen a los clubes como trasfondo, da para pensar la explicación que esgrimió Sergio Hernández: “todo lo que nos cuesta desde que nacemos hasta que morimos en este país hace que sepamos que la única manera de conseguir la gloria es jugando en equipo.”
Por lo tanto, si bien en estas semanas la relación entre Estado y deporte volvió a discutirse, no es un asunto nuevo. A lo largo de la historia argentina, las políticas deportivas que se implementaron desde el Estado nacional influyeron directamente en los rendimientos de los atletas. Las medallas obtenidas en los JJ.OO. son un buen parámetro para ilustrar este punto. Desde 1924 hasta 1952 (más allá de que se suspendieron las ediciones de 1940 y 1944 por la Segunda Guerra Mundial), se conquistó al menos una medalla de oro en cada uno de los Juegos. Por ejemplo, en Londres 1948 la Argentina envió la delegación más numerosa de su historia (242 atletas) y tuvo uno de sus mejores rendimientos, con siete medallas (tres de oro) y 15 diplomas olímpicos. No fue casualidad. Como ilustran varios trabajos (por ejemplo, los libros de los historiadores Raanan Rein y Claudio Panella), durante el primer gobierno peronista existió un fuerte incentivo estatal al deporte, posiblemente el más importante de la historia. Desde ya, el gobierno de Perón buscaba presentar los éxitos que cosechaban los/as deportistas como parte de la construcción propia de una “Nueva Argentina”. Pero la consecuencia inmediata fue que nunca el deporte fue tan estimulado desde el Estado nacional.
Sin embargo, luego del golpe de Estado autoproclamado “Revolución Libertadora” en septiembre de 1955, las políticas en relación al deporte cambiaron. Más que cambiar, se desvanecieron. La desperonización de la sociedad argentina que planteó el nuevo gobierno de facto buscó incluir al deporte, por lo que se comenzó a perseguir a deportistas por supuestos vínculos con el peronismo (bajo los rótulos de “prebendas” o “profesionalismo encubierto”), a través de la Comisión Nacional de Investigaciones N° 49 dependiente de la Vicepresidencia de la Nación, a manos de Isaac Rojas. Por ejemplo, se castigó a un número importante de jugadores de básquet (incluido todos los que habían ganado el campeonato mundial de 1950) y se suspendieron varios medallistas olímpicos y panamericanos que iban a competir en los JJ.OO. de Melbourne 1956 (como el remero Eduardo Guerrero y el corredor Osvaldo Suárez). La edición de ese año tiene el triste récord de la delegación argentina con menor cantidad de deportistas: solamente 28 (y una única mujer). Estas iniciativas fueron bautizadas por Victor Lupo como un “genocidio deportivo” (se podría decir también, por el gobierno del momento, que fue un “fusilamiento del deporte”). No deberíamos sorprendernos, viniendo de una dictadura que incluso prohibía mencionar la palabra “Perón”.
A partir de entonces, hubo ediciones olímpicas donde incluso la delegación argentina no conquistó ninguna medalla, como en Montreal 1976 y Los Ángeles 1984. Como si fuera poco, otro gobierno militar volvió a perjudicar al deporte argentino. La dictadura cívico-militar que sembró los años más terroríficos de la historia de nuestro país, decidió no participar de los JJ.OO. de 1980 en Moscú para adherirse al boicot internacional iniciado por Estados Unidos en forma de repudio a la invasión soviética a Afganistán, en plena Guerra Fría. Estas políticas, o la falta de ellas, tuvieron profundas consecuencias para el deporte argentino: desde los JJ.OO de 1956 en adelante, se inició una racha negativa de 48 años sin conquistas doradas, que duró hasta el año 2004 cuando las selecciones de fútbol y básquet ganaron sus respectivos torneos. Desde allí hasta el año 2016, los/as atletas argentinos volvieron a ganar medallas de oro en cada edición. Lamentablemente, en la presente edición de Tokio volvemos a ver las consecuencias de la ausencia de políticas deportivas, tal como inauguró en su momento la “Libertadora”: vernos privados de medallas doradas. Ojala no se vuelva costumbre.
El dramático contexto al cual nos empujó la actual pandemia del Covid-19 obligó a replantear las prioridades: parece que existe un consenso casi universal en que ellas son la salud y la educación. ¿No es momento de que el Estado, y la sociedad en su conjunto, también comiencen a considerar al deporte como una prioridad? No por el capricho de conseguir mejores resultados ni de proporcionar entretenimiento; sino para conjugar esa búsqueda de salud, educación, cultura e incluso reactivación económica, que tanto le hace falta al país. Se debe retomar y profundizar el primer paso hacia adelante que se dio con la creación del ENARD y recuperar su financiamiento autárquico, incentivar y financiar las prácticas deportivas en todo el país, y lograr una mayor interrelación de estas con el sistema educativo. Luego de ganar la medalla de plata, un pedido similar fue expresado por el entrenador de Las Leonas, Carlos “el Chapa” Retegui: “Es muy importante tener políticas deportivas activas y que el deporte sea una prioridad en nuestro país. En los países desarrollados, el deporte lo tienen como una bandera y estandarte. Por eso yo pregono poner ladrillos en el deporte, infraestructura en el deporte, más lugares para hacer el deporte que sea, porque el deporte tiene que ver con la vida saludable y con los valores de los maestros de la escuela. Hay que sacar los pibes de la calles y volcarlos al deporte”.