La poesía de Juan Gelman y la construcción de una memoria colectiva
Por Victoria Palacios
La formulación de Theodor Adorno, ¿cómo escribir después de Auschwitz?, abre una polémica que cada tanto se renueva: ¿cómo nombrar el horror que las dictaduras latinoamericanas impusieron sobre el cuerpo social? Su abordaje, por parte de la poesía, viene a saldar la paradoja de la representabilidad de lo irrepresentable o de la imposibilidad de transferir una experiencia del horror en un esquema necesariamente clásico, por ser mimético en la construcción de una metodología “aplicada”. La palabra poética, en su articulación polisémica inherente, se resiste a los sentidos únicos (y uniformadores) de la lengua, pero también de los discursos disciplinarios borrando sus fronteras. En el marco del dolor y la pérdida, la poesía no oculta los mecanismos del horror, los exhibe para mostrar su culpabilidad o los invierte a través de distintos procedimientos. Este lugar privilegiado de la poesía como espacio de resistencia frente a la imposibilidad de nombrar, tiene a Juan Gelman como su mayor exponente:
“A pesar de los genocidas, la lengua permanece, sortea sus agujeros, el horror que no puede nombrar. El ser humano creó las lenguas y hace cosas que ellas no pueden nombrar. El ser humano está dentro y fuera de la lengua. La poesía, lengua calcinada, tuvo que padecer en nuestro Sur discursos mortíferos, tuvo que atravesarlos y no salió indemne, pero sí más rica. Es que la poesía es un movimiento hacia el Otro, busca ocupar un espacio que en el Otro no existe. Pero, ¿cómo hacer olvidar a la lengua su ayer manchado de espanto? ¿Cómo cicatriza la lengua olvidando su ayer? [1].
Se podría pensar en esta formulación como el punto de partida para indagar en ciertos procedimientos que se vinculan con la construcción de una memoria colectiva, como mecanismos de repliegue, saturación y develación de verdades silenciadas durante la represión, o intraducibles dado por la cercanía histórica, el duelo y la conmoción. En este sentido Carta abierta [2] es representativa de una voz casi agónica, un intento de desnudar la insuficiencia del lenguaje para nombrar el dolor de la pérdida que nunca termina, que no deja de marcar una ausencia:
Carta Abierta (fragmentos)
XVII
no quiero otra noticia sino vos/
cualquiera otra es migajita donde
se muere de hambre la memoria/cava
para seguir buscándote/se vuelve
loca de oscuridad/fuega su perra/
arde a pedazos/mira tu mirar
ausente/espejo donde no me veo/
azogás esta sombra/crepitás/
sudo de frío cuando creo oír/
te/helado de amor yago en la mitad
mía de vos/no acabo de acabar/
es claramente entiendo que no entiendo
…
XIX
¿qué otro trabajo tenés/amor/sino
amar? /¿mirando con ojos del alma? /
¿desapartando sombras para ver
lo que amás? /¿laceración
o brillo/o bestia de dolor? /¿o lumbre
que ilumina una cuna de esperar? /
¿quién habrá de mecer a la solita?
Todos los experimentos gelmanianos con la lengua -cuyo libro Cólera Buey, resulta fundacional- e instaurados durante el “período exiliar” están ahí enlazados en el reconocimiento de una lengua calcinada compartida. En cada pliegue, y saturación de un procedimiento, en cada nuevo giro/retorcer de la lengua, se hace visible la vinculación directa de la lengua con la demarcación de lo ausente. Reaparece el uso del diminutivo, la creación de neologismos, el uso de la interrogación directa encadenada y de la barra gráfica (ya inaugurada en Hechos), para instalar una cadencia distinta, que le permite a la voz del poeta acercarse, ponerse en “situación”, en el “cuerpo” del otro intentando reconstruir una percepción posible para ese otro que pregunta (sueño grande de vos/¿quién me lo pone?/¿hablás así contra la pena/como arrancándote el alma?/¿me apretás con tu amor?/¿escondido?/¿te subís a cada sol?/¿cada luna?/¿pasando alto en el aire?/¿solo?/¿desasido?/ …) hasta concluir en una pregunta culminantemente dramática, en ese contexto, como puede ser “¿solo?”; “¿desasido?”.
En el orden de la etimología “memoria” es la posibilidad de ex-tender un presente al pasado, una con-tinuidad mancomunada. En el terreno de la poesía podríamos pensar en “voces” distintas de una tradición, “memoria” introduce la mirada del sujeto como aquel que recuerda, aquel que retoma en su acción un registro físico de la historia, registro físico que se asocia al corazón, como el órgano privilegiado de la poesía por su naturaleza rítmica, y en otro orden de implicaciones etimológicas, al diafragma, a la respiración, y su vinculación con el territorio en situación. Derrida dirá: la poesía se aprende de memoria, como el pulso del corazón, no en una vinculación fisiológica sino como dictado. Otorgando, en su repetición, privilegio a la musicalidad, como el punto de eclosión de todos los saberes, una experiencia que no puede ser anclada en el orden sintagmático del discurso. Esta dis-con-tinuidad es lo que el poeta percibe con doloroso dramatismo, “¿desasido?”, que reforzado semánticamente en un nuevo pliegue a “¿solo?”, expone la imposibilidad de disponer de un registro común. En Carta XVII el poeta “cava” “para seguir buscando”, la memoria está muerta de hambre, vuelve a reiterar el procedimiento, a pasar por las mismas zonas hasta dar con el espejo, que nunca refleja nada. Así, como el olvido, es la instalación de una ausencia como hueco, como zona letal (de Letheo podríamos seguir), de disociación de fragmentos, restos, de lo que una vez pudo ser un “orden del discurso”, esa ruptura remite siempre a un pasado, en el que las partes (o lexemas) aparentemente desvinculadas entre sí conformaron una sintaxis, materializada en el cuerpo textual a través de despliegues semánticos complejos, paradigmáticos y por eso profundos. De ahí, que la dictadura no sólo implementó un régimen de terror sobre los cuerpos, sino también sobre los discursos. Desplazó ciertos significados en un proceso de vaciamiento del Estado Nación, como espacio de reunión de un territorio y una identidad. Y más allá, articulando una prohibición implícita, impidiendo decir, enunciar, lo que podría ser castigado en el futuro en la figura del “desaparecido”.
La exposición e inversión de estos mecanismos, aplicados sobre el discurso y su indagación dolorosa, constituyen los materiales teóricos de la poética de Gelman, esto es: la creencia vital en la poesía como transformadora del discurso en su vinculación con la experiencia.
Notas:
1 - En el discurso con el que recibió el Premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana y del Caribe el 26 de noviembre de 2000. En http://www.lainsignia.org/2000/noviembre/cul_057.htm (20 de julio de 2005).
2 - Carta abierta, está dedicada a su hijo Marcelo Ariel y puede considerarse una de las indagaciones más intensas sobre el dolor. Compuesta por veinticinco poemas escritos en enero de 1980, el destinatario ausente marca el pulso del libro, así como una parte importante de la producción de Gelman, al tiempo que establece una relación singular con el hijo, convertido en “padre de su padre”: “¿me despadrás para despadecerme?”. De esta forma, se transformará en “árbol de la vida”, al invertir la figura del árbol genealógico, produciendo, según Dalmaroni, una “constelación móvil de confusiones, que opera siempre en torno de la identidad, para descomponer sus formas aceptables e inventar morfologías contraculturales de la subjetividad y sintaxis sociales utópicas”. Junto a estos elementos, hay que apuntar también la importancia en Carta abierta del intertexto sanjuanista, que supone la puesta en acto de una teoría del dolor, y de una teoría de la memoria, es decir, con “una concepción del alma en la que la tensión entre memoria y esperanza –y también espera y desesperación– viene a ocupar un lugar central” según aporta Geneviève Fabry, en: María Angeles Perez López, Ese oficio ardiente llamado poesía, vol. I / pp. 7-111 (105 páginas) / Ediciones Universidad de Salamanca-Patrimonio Nacional / 2005