Exilios #8: Contraofensiva
Por Alberto Szpunberg
Aún me parece verla. La cité en el café España, en Port de la Selva, a pocos kilómetros de Cadaqués. Para charlar del futuro, le dije. Y fuimos puntuales, como no podía ser de otra manera. Ya por teléfono, con optimismo militante y lenguaje cifrado, traté de convencerla de que no estaría mal que, de una vez por todas, así le dije, recuperásemos la sonrisa, pero ¿cómo lograrlo si ante el mar más azul del mundo, más intenso, más mediterráneo, ella cierra los ojos y se empeña inútilmente en no llorar?
Como si la estuviese viendo. Ahora me doy cuenta de que el tono emprendedor de mi voz y la mención del futuro la crispaban. También ahora me doy cuenta por cómo se retorcía las manos, despejando a cada rato su flequillo, que insistía en correr un telón sobre sus ojos infinitamente tristes. Acallado por el pasado combatiente, que a los dos nos arrojó al exilio, no tuve más argumentos que la tupida hiedra, esta que todavía trepa por el paredón, junto a las rocas del acantilado. Le señalé entonces la belleza que enfrentábamos.
– Increíble, la hiedra se nutre de piedra y viento y luz...
– Y se alimenta de lluvia – agregó ella – y de mágicas presencias, como las sombras de los que ya no están... Sí, así de fácil es decirlo... pero lo único cierto es que ya no están...
Sus ojos, surcados por vuelos de gaviotas y vencejos, reflejaban la inmensidad del cielo, pero le advertí que la vida, ¿me oís, che?, la vida es puro empecinamiento.
– Quien la sigue la consigue... – le dije que dicen los catalanes, – aunque no sé cómo se dice en catalán...
– Si no es un dicho catalán... – me discutió ella.
– ¿Y qué es? ¿Un refrán turco? – le discutí yo.
Eso sí, sea lo que sea, turco, talanca o guaraní, la próxima vez no nos confundamos, le dije: las hojas más pequeñas de la hiedra, las de verde más claro, los brotes más recientes, esos que han nacido de un día para el otro sin que nadie se dé cuenta, esa liviandad es lo que vendrá, es el próximo combate, esa extraña manera de ser tenue, imperceptible, para de pronto infiltrarse, nacer como la brisa más ligera de venir al mundo y acontecer, acometer, decidir. Encendí un cigarrillo y se lo di. Y encendí otro para mí.
Como si fuese ahora, en la misma mesita del café España, en Port de la Selva, entiendo por qué ella se sorprendía de que en labios de alguien como yo todavía tuviesen voz y voto las palabras "acontecer", "acometer". Aun sólo como palabra, "decidir" ya era y es pesada carga y dura fatiga. La muerte abundaba en el corazón de ella, con nombres supuestos pero precisos y fechas grabadas en el alma y una ráfaga imprevista que pareció acabar con todo.
– Pero la lucha continúa...
Por eso volví a la hiedra. Hay una rama que se alza como si fuese a saltar la pared, le dije. Si lo logra, insistí, pronto se extenderá hacia el otro lado y la historia retomará el sendero que nunca debimos abandonar.
– Linda frase...
– Los chicos tendrán todo asegurado en la isla –traté de tranquilizarla –, así que los tuyos, ni te preocupes, serán hombres nuevos, buenos revolucionarios, compañeros...
– ¿Y con eso qué? – Ella era de encerrarse en sus gestos más osados, ese que hizo en ese momento, por ejemplo, esa furia de arrojar al aire el cigarrillo como una decisión irreversible – ¿Y con eso qué, decime, y con eso qué?
Yo también, cualquiera es capaz de decir basta y aplastar el pucho contra el suelo y pisotearlo con rabia, como quien mata o muere. Pero el pucho de ella rebotó contra el tronco de la hiedra y saltó hacia arriba, donde aún parece que humea, y una hojita se arquea y lo empuja hacia lo alto, donde el airecito de la tramontana lo recoge para que gane altura, más alto, más alto, donde sólo un milagro es posible, uno de esos que nunca ocurren. Y que no ocurrió.
– ¿Vamos? – dijo, tras un largo silencio – Se me hace tarde...
Y volvió a quedarse muda, sumida en un silencio infinito, hasta que de pronto me abrazó, me apretó la mano con fuerza, y vamos carajo, exclamó, como si despertase sobresaltada: un reguero de chispas le encendió el alma, y fue en ese momento que armamos la cita en la patria, sí, como suena, "la cita en la patria", esa a la que ella, por lo que se sabe, ni siquiera alcanzó a llegar.