¿Cómo impactará la crisis de Brasil en Argentina?
Por Diego Arias
La crisis brasilera ingresó hace unos días en una nueva etapa, que para muchos representa la fase terminal de un largo proceso de agonía política, económica, institucional y moral. El motivo fueron las revelaciones de la cadena noticiosa más grande del país sobre los sobornos que pagó el presidente Michel Temer para comprar el silencio de quienes podrían dar a las autoridades judiciales información comprometedora sobre su rol específico en el golpe blando contra Dilma. Los audios que se dieron a conocer en los medios de la cadena Globo terminaron de poner contra las cuerdas a un gobierno cuya legitimidad democrática está cuestionada desde el inicio, tanto por el origen espurio de su mandato cuanto por la matriz antipopular que subyace en cada una de las decisiones fundamentales que fue adoptando en este tiempo.
Como no podía ser de otra manera, la prensa de todo el orbe se hizo eco del escándalo político brasilero y las consecuencias se hicieron sentir con fuerza al interior del país: funcionarios de primera línea renunciaron a sus cargos, partidos supuestamente aliados al oficialismo intentaron patéticamente correrse del centro de la escena y aislar al PMDB de Temer y, lo más importante, miles de ciudadanos salieron a las calles pidiendo la dimisión del presidente de facto, en una nueva demostración del hartazgo social que suscita la descomposición acelerada del sistema político. La consigna que sintetiza la voluntad popular es hoy una sola, Direitas Já!, la misma que el pueblo brasilero enarboló como bandera de lucha a la salida del proceso dictatorial.
De manera que, más allá de si se encapricha con seguir actuando un tiempo más de presidente legítimo o asume la irreversibilidad de su decadencia y decide renunciar, Temer ya pasó a integrar, de hecho, la larga lista de dirigentes golpistas devenidos en cadáveres políticos por el efecto combinado de las pruebas judiciales y el repudio social generalizado en su contra, la misma que integran entre muchos otros el ex-diputado evangelista Eduardo Cunha, principal artífice del golpe en la arena parlamentaria, y el senador del PSDB Aécio Neves, protagonista como candidato presidencial de la enésima derrota electoral de su partido contra el PT y, luego de la derrota, impulsor de la coalición golpista que terminó eyectando a Dilma del Planalto. El primero fue condenado judicialmente a 15 años de prisión por corrupción; el segundo ostenta el triste récord de pedidos de investigación en su contra en el Congreso.
Pero lo que verdaderamente sorprende, al observar la dinámica política desatada en Brasil luego de la salida anticipada de Dilma, es el hecho de que los mismos factores de poder que motorizaron la movida destituyente, entre ellos el mencionado conglomerado mediático Globo, la poderosa burguesía paulista nucleada en la Fiesp y una porción de la judicatura, hoy le suelten la mano de una manera tan alevosa a los mismos personajes que ayer nada más habían contribuido a colocar en las posiciones más altas del poder político.
Si lo que están buscando son credenciales republicanas, o al menos cierta presentabilidad democrática, cabría preguntarse entonces por qué ensalzaron el liderazgo parlamentario de un reo de la justicia como Cunha o colaboraron para catapultar a la presidencia a un fantoche como Temer, cuyos niveles de aprobación son actualmente más bajos que los que tuvieron los generales de la dictadura. La pregunta es meramente retórica: Cunha y Temer, entre muchos otros dirigentes de los partidos de la coalición golpista, fueron simples instrumentos de estos factores de poder para expulsar al PT del gobierno y así comenzar la “normalización” del país. O lo que es lo mismo, la restauración del país anterior al ciclo petista, el país de la segregación racial y la exclusión social de las mayorías. Hoy, una vez consumado el trabajo sucio que les tocó realizar, estos personajes han dejado de resultar funcionales al poder real.
Así, del mismo modo que se acabaron los treinta segundos de fama de Cunha cuando el proceso de impeachment ya era imposible de revertir, ahora probablemente consideren que Temer ha cumplido su parte en el asunto, toda vez que pagó el costo de impulsar sin una pizca de legitimidad social las reformas de largo alcance y profundidad que ellos demandaban, para las que cualquier otro presidente hubiera necesitado construir amplios consensos democráticos, tal es el caso de la reestructuración del sistema previsional y del congelamiento total del gasto público por las próximas dos décadas. Por eso ahora lo despachan, amén de que cuentan con el poder y la impunidad para hacerlo.
El problema de las élites es que la tarea de lograr una transición que asegure la continuidad neoliberal se presenta de difícil cumplimiento si no aparece por lo menos un candidato presentable. El mencionado Aécio Neves, la última esperanza blanca de la derecha, está metido hasta el cuello en el barro de la corrupción y parece estar esperando resignadamente la orden de arresto. Jair Bolsonaro, el joven ultraconservador que en la votación del impeachment reivindicó al torturador de Dilma, escaló en los sondeos para sorpresa de muchos pero está a años luz de poder aspirar a competir electoralmente con Lula, cuya popularidad es lo único que no para de crecer en Brasil, además de la cantidad de políticos presos.
¿Cómo impacta la crisis brasilera en la Argentina?
En materia económica, la condición de principal socio comercial de Brasil hace que la interminable recesión en ese país -inducida por políticas ortodoxas que comenzaron con Dilma y fueron profundizadas in extremis por Temer- agrave la delicada situación de la economía argentina, máxime cuando el plantel del “mejor equipo de los últimos 50 años” parece obstinado en reproducir las políticas fiscales y monetarias que condujeron al país hermano al abismo económico. Sin embargo, no es solamente la relativa interdependencia económica lo que sustenta el imaginario de que “cuando Brasil estornuda, la Argentina tiene neumonía” -Malcorra dixit-, sino también, y sobre todo hoy, es la faceta política de la crisis lo que impacta en la Argentina.
En la superficie están los coletazos en territorio nacional de la Operación Lava Jato, entre los cuales cabe destacar el testimonio en sede judicial ofrecido por un operador financiero brasilero “arrepentido” que declara haber pagado coimas millonarias al jefe de los espías y hombre de confianza de Macri Gustavo Arribas -a quien increíblemente se sigue protegiendo desde el Ejecutivo-, o el reciente exhorto del presidente italiano a su par argentino para que excluya a Odebrecht, la empresa símbolo de la trama de corrupción público-privada en Brasil, de la obra de soterramiento del Sarmiento que comparte con un consorcio integrado por una firma italiana y por las (¿ex?) empresas del primo del presidente Angelo Calcaterra, obra para la cual el gobierno argentino desembolsó casi 50 mil millones de dólares el año pasado. Mucho más relevante que estos casos de corrupción y nepotismo -que no son los únicos ni los más graves que afronta el oficialismo- son las consecuencias que una caída anticipada de Temer podría generar para la sostenibilidad en el mediano plazo del proyecto político macrista. También son interesantes las lecciones que se pueden extraer de la situación brasilera para analizar el caso argentino en este año electoral.
En cuanto a lo primero, es bueno recordar que con la misma sagacidad diplomática con la que apostó todas sus fichas por Hillary Clinton en las últimas elecciones norteamericanas, Macri fue de los pocos presidentes sudamericanos que reconoció de inmediato a Temer y salió a apoyar sin medias tintas a su gobierno. La idea que campeaba en aquel momento en los pasillos de la Rosada, posiblemente, era la de construir en torno al eje Buenos Aires-Brasilia un nuevo consenso neoliberal a escala regional, asentado en la “normalización” del vínculo con las tradicionales potencias extrarregionales y en la extirpación definitiva del “cáncer populista” del organismo continental. Por eso, del mismo modo que la derrota electoral del kirchnerismo y el golpe blando contra Dilma representaron un duro revés para los gobiernos del “giro a la izquierda”, la defunción política precoz de Temer -a lo que debe sumarse el triunfo del correísmo en Ecuador- constituye un freno brusco para el proceso restaurador que parecía avanzar a toda marcha.
Respecto de lo segundo, es evidente que más allá del impacto efectivo de la crisis brasilera en la Argentina, existen paralelismos obvios entre la situación política de ambos países que pueden servir para anticipar ciertas tendencias.
En Brasil, igual que en la Argentina, el neoliberalismo volvió al gobierno por medio de una alianza entre un sector de la política, los principales medios de comunicación y lo más rancio del Poder Judicial. Las operaciones mediáticas y denuncias judiciales constituyen, en ambos países, los arietes instrumentados para demonizar a los ciclos progresistas, perseguir a sus líderes y estigmatizar a sus adherentes. Sin embargo, Allá igual que acá los únicos dirigentes con capacidad real de liderazgo y convocatoria siguen siendo Lula da Silva y Cristina Fernández. Y aunque es cierto que el gobierno de Macri tiene grandes diferencias con el de Temer, también lo es que casi todas esas diferencias son de forma y no de fondo, de tiempos y no de proyecto.
La principal radica en que la derecha macrista llegó al gobierno por la vía electoral y su legitimidad de origen nunca fue puesta en duda, mientras que en Brasil las manifestaciones para pedir la renuncia de Temer y convocar a elecciones directas estuvieron presentes desde el día cero de su gestión. Se trata de una diferencia crucial que permite explicar por qué el gobierno argentino conserva ciertos apoyos políticos y sociales a pesar de haber hecho todo para perderlos, mientras que en Brasil la frágil coalición nacida del impeachment resistió tan sólo unos meses antes de derrumbarse. Hoy la imagen del presidente es de apenas el 2% y hasta sus aliados más cercanos en la prensa y el mundo de los negocios le quitaron el respaldo.
Otra diferencia sustancial es que, además de su origen democrático, Cambiemos gobierna teniendo en cuenta los plazos y reglas formales de la democracia electiva. Por eso no le alcanza con la legitimad de origen que ya tiene sino que debe plantearse la construcción de una legitimidad de ejercicio que no tiene, tarea para lo cual la condición mínima indispensable es que el país no se prenda fuego en dos años. Temer no se interesó demasiado por estas cuestiones y, sin prurito alguno, decretó el congelamiento por veinte años de las partidas para salud y educación. En cambio, si el macrismo quiere competir con chances este año y soñar con una reelección en 2019, no puede darse el gusto de tomas ese tipo de medidas brutales, en cambio necesita tener un plan económico más gradualista o al menos una estrategia comunicacional que haga parecer que lo tiene.
La debacle económica y el empeoramiento drástico de la situación social en Argentina no impiden que, por el momento, la alianza político-mediático-judicial que gobierna el país desde diciembre del 2015 se mantenga en pie a fuerza de machacar hasta el hartazgo con el relato de la pesada herencia. Ahora bien, si la economía no empieza a mostrar pronto signos vitales, si se desploman todavía más los niveles de aprobación de la gestión, si el gobierno pierde las elecciones -en una palabra, si Macri fracasa en su tarea de darse la legitimidad de ejercicio que necesita para consolidar su proyecto regresivo- ya sabemos quiénes serán los primeros en soltarle la mano. Basta ver lo que le sucedió a Temer a partir de la estruendosa denuncia de O´Globo y de las constantes presiones para que renuncie provenientes, en no pocos casos, de los mismos ámbitos de poder que le permitieron ser presidente con los votos de Dilma y del PT.
Macri le sirve todavía al poder porque está haciendo el mismo trabajo sucio que hizo Temer, pero más lento y prolijo. Cuando esté terminado, si no consigue legitimarlo socialmente, ya sabemos quiénes serán los primeros en agradecerle los servicios prestados para luego descartarlo y empezar a organizar la transición en el marco de un sistema de partidos “renovado”, curado del populismo, que se constituya en garante la reproducción neoliberal. Alguna vez lo advirtió CFK cuando todavía era presidenta (15/06/15): “Muchos dirigentes, incluso de partidos democráticos, creen que el establishment los acaricia, pero después cuando no sirven más los condenan, los archivan porque no los quieren”. Michel Temer podría hoy suscribir con firma al pie esta frase.