Primer encuentro con Madres Víctimas de Trata
Fotografía: Cecilia García
Por Santiago Haber Ahumada
Línea C. 16:25 hs. El subte está lleno. Los vagones forman un gusano largo que descansa cada tres o cuatro cuadras aflojando su panza gigante y dejando que la gente entre y salga de su cuerpo metálico y ruidoso. Cierra sus puertas, aguanta el aire con todos apretados dentro suyo, y arranca de nuevo.
La estación Constitución, a pesar de los 16 grados de afuera, hierve por la cantidad de pies que pisan su cemento. El Centro de Trasbordo, aquella nueva y vistosa estructura que no se sabe bien de qué sirve, escupe cuerpos hacia todos lados, que bien podrían ser hormigas si estuviesen vestidas de negro.
En el recorrido que va desde la plaza Constitución hasta el pasaje Ciudadela al 1249, pululan los manteros y vendedores ambulantes ofreciendo cosas que uno necesita en ningún y en cualquier momento de la vida. Se apoyan en los postes, se sirven de las paredes de chapa de los kioscos de revistas. Se las ingenian.
Suena el timbre en el local de Madres de Constitución, y un cartel rojo fileteado arriba de la puerta roja de madera saluda -y advierte- a los recién llegados: “El hambre es un crimen”. Se abre la puerta, y una mujer los invita a pasar. Cruzan un pasillito con afiches y papeles pegados en las paredes de los costados. “Tod@s somos Alika”, dice el más grande. A la izquierda, por una puerta semiabierta se puede ver a un montón de niños corriendo, jugando, gritando. La mujer los lleva hasta una cocina enorme y les pide que esperen un ratito.
El olor a una comida cocinándose los distrae al principio, pero su atención va saltando por distintos lugares. Siete zanahorias una al lado de la otra, una campana extractora plateada de más o menos dos metros de ancho, una isla en medio de la habitación con las cicatrices de historias imposibles de recordar y de olvidar. Un retrato de Eva Perón colgado de una pared. Un horno de pan. Lo que los visitantes recopilan les da disímiles resultados: ¿un comedor?, ¿un hogar de niños?, ¿una unidad básica? “El Centro Cultural Madres de Constitución es una organización política-socio-cultural barrial”, aclara la página de Facebook.
Además de todo eso, es la casa de Margarita Meira, fundadora del comedor. Ella aparece por un costado con su cabello corto rubio: “Vamos al local, ¿quieren?”, les dice. El local, a la vuelta del comedor (en Santiago del Estero 1662), tiene el nombre de otra organización: “Madres Víctimas de Trata”. Margarita Meira también es su referente.
Una vez adentro, los todavía visitantes (integrantes de un grupo del Taller de Comunicación Comunitaria, de la Carrera de Comunicación Social en la UBA) mueven sus cabezas de un lado al otro, intentando captar toda la información posible. En una pared, cuelgan más de treinta fotos de mujeres, todas mujeres, casi todas sonriendo. Todas desaparecidas por redes de trata. “Desaparecidas para ser prostituidas”, denuncia una bandera; “Desaparecidas en democracia”, grita un cartel de cartón.
Todos -los visitantes y Margarita- se sientan alrededor de una mesa larga en el centro del salón. El primer encuentro entre el grupo de la facultad y la organización social comienza con ese simple gesto. Sentarse y mirarse. Observarse. Medirse. Conocerse.
Margarita pregunta de dónde son, y los jóvenes responden. Dicen que están ahí con el objetivo de generar algún vínculo comunicacional, ofrecer algo que sirva a la organización en materia de comunicación. Margarita vuelve a tomar la palabra, pero se la queda durante muchos minutos. Dice tres o cuatro palabras sobre lo que ella cree que necesitan, pero no cierra una idea y cambia de tema. Habla de la trata. Cuenta que el fin de semana pasado estuvo en Neuquén en un encuentro nacional en contra de la trata y que ella había sido invitada. Cuenta que arrebató el micrófono y dijo lo que tenía que decir: “Les dije de todo. Hacía dos días que más de setecientas personas estaban ahí y en ningún momento les dijeron qué era la trata. Y yo no iba a permitir que setecientas personas se quedaran con la duda: la trata son los prostíbulos, es todo esto”, dice señalando alrededor.
Los jóvenes miran el local, miran las fotos de las mujeres, miran un mapa con las ubicaciones de los prostíbulos y depósitos de chicas desaparecidas. La miran a Margarita. Sacan fotos, filman un poco, creen que podrán guardar todo aquello. La escuchan hablar. Yella habla. Después de una hora y media, poco charlan sobre propuestas comunicacionales. Sin embargo, no hacen falta tantos minutos; esbozan algunas ideas que Margarita recibe con entusiasmo. Bajo el horizonte de ayudar a difundir, piensan en realizar producciones audiovisuales sobre la trata. Quizás, un video documental. Tal vez, una serie de video-minutos “fuertes y que te marquen, que no se olviden rápido”. Algo que genere sensación, que despierte interés en esa problemática tan invisibilizada y tan visible.
Una vez afuera, la gente sigue caminando apurada hacia todos lados. Está un poco más oscuro. Hay un poco menos de vendedores ambulantes. Pero, ahora, la perspectiva fue trastocada, fue deformada. Fue alterada. Los ojos, ahora, ven pequeños papelitos de colores ofreciendo mujeres y fantasías sexuales. Ven los kioscos de revistas repletos de publicaciones con mujeres desnudas en sus tapas. Ven mujeres en las esquinas que ven, a su vez, a los ojos alterados. “Hola”, les dicen las mujeres escotadas. Y sonríen, insinuantes.