No tengo un amigo puto
Fotografía: Ailén Montañéz
Por Daniel Hernández
No tengo un amigo puto. Ni siquiera puedo ser uno de esos que por hacerse los inclusivos te dicen que “yo no discrimino, mirá que tengo amigos putos, eh”. Pero no. No tengo. O eso creo. Desde siempre miro alrededor y busco señales que me digan si tal o cual es puto o heterosexual. Una mañana de 2008 lo hice conmigo. Me miré al espejo y busqué esas señales en mi cara, en mi cuerpo. Y dije: soy puto.
Fue después de escuchar a un periodista platense preguntarle a uno de los referentes de la agrupación Putos Peronistas cómo manejaban el hecho de ser una minoría. El tipo respondió que no, que no eran ninguna minoría, que pertenecían a la gran mayoría que es el pueblo argentino. La única minoría es la oligarquía, dijo. Los PP eran de La Matanza y reivindicaban la palabra puto porque así se les decía en el barrio.
Tuve sexo en todas las casas en las que viví desde mi primera vez en medio de una borrachera que no me dejaba acabar. En la guerra, en la cama o en el suelo, como dijo Miguel Abuelo. Arriba o abajo de una mesa, en un garaje limpio y en otro sucio. En el subsuelo de una Facultad y también en un aula. Sumergido en el Río Paraná y en el Mar Caribe mexicano. Y en una playa cubana. En una cocina de un Hospital público y en una habitación a oscuras rodeado de gente durmiendo, o que intentaba hacerlo. Me la chuparon viajando a Córdoba en un bondi y una vez yendo a trabajar me hicieron la paja en un colectivo. En un auto y en varias casas ajenas, en una plaza, en una cabaña, en carpas y en la intemperie metido en una bolsa de dormir. En varios hoteles y en una terraza con el cielo estrellado como techo. Una sola vez dije que no porque me dolía la cabeza y otras tantas no supe cómo hacer para que me dijeran que sí. Otra vez nos encerramos con mi pareja a contar cuántas veces podíamos tener sexo en un día. No recuerdo el resultado.
Podría decir que todas esas veces fueron con hombres de distintas edades y alturas, diferentes colores de ojos, cortes de pelo, incluso que alguno fuera pelado, de alguno me enamoré, muchos no fueron más que chongos. Y sería la confirmación de lo que aquella mañana en la que escuché la entrevista (tal vez fue la siguiente, o unos meses después, o al año), me llevó a mirarme al espejo y decir: soy puto. O que podría serlo, qué importa. Pero no. Tengo treinta años y sólo tuve sexo con mujeres. De distintas edades y alturas, con diferentes colores de ojos y cortes de pelo, no peladas, pero todas mujeres, de las que me enamoré o sólo fueron chongas. Esa es la libertad que nunca me cuestioné. Ni en mí, ni en mis amigos no putos. A veces pienso en decirles que el puto del grupo soy yo para ver qué cara ponen y mandarles, en días como estos, fotos en las que me vea agitando las banderas del orgullo. Después me doy cuenta de que eso no me haría más o menos puto en la realidad, pero seguro que sí para ellos.
Ayer, 28 de junio, el Día Internacional del Orgullo LGBTI, Juan Solá escribió: “No te pongas los tacos si no querés, pero si querés, sabelo que te vamos a ayudar a subir. Para que lo que nunca te sucedió, nunca te suceda, pero para que lo que no te pasa, te atraviese. Para cuidar a los pibes, loco, para que dejen de lloverle puños a los mariquitas, para que dejen de aleccionar a las marimachos. Para que tu balcón se parezca más a un patio y menos a un closet. Para que la suerte de algunos sea la justicia de todos”.
Y volví a decir que soy puto. O que podría serlo. Ahora sé que alguno me preguntará si soy o me hago. Pero eso no importa. Lo que importa es sentirnos dentro del mismo gran pueblo argentino del que hablaba el de los Putos Peronistas. Lo que importa es discriminar a la oligarquía y combatirla por todo lo que sabemos. Lo que importa es sentirnos cada vez más libres, más felices, mejores. Se trate de nosotros mismos, de los amigos, de los que salen a las calles con orgullo un día como ayer o de la alegría de todos, la alegría general que ha de venir un día.