Masacre de Magdalena: el fuego debe cesar
Por Ezequiel Ross
“Quiero salir, quiero escapar, las puertas siguen encerrojadas
El pabellón... en un segundo se nubló todo y ya no vemos nada más...”
Pabellón Séptimo, Indio Solari
En el transcurso de este mediodía se conocerá la sentencia del Tribunal Oral en lo Criminal N 5 que determinará finalmente las responsabilidades de los 17 penitenciarixs implicadxs en muerte de 33 personas a las que se les privó el auxilio necesario para sobrevivir en medio de un incendio en el pabellón 16 de la Unidad 28 de Magdalena.
Los doce largos años transcurridos desde la Masacre de Magdalena hasta la actualidad han sido una constante lucha en contra del olvido. La estrategia de dilación judicial pretendió extinguir los hechos como el fuego extinguió las 33 vidas. Once testigos por entonces privados de la libertad no pudieron ganarle al tiempo y murieron luego del incendio. Muchos no quisieron recordar tanto dolor. Otros, sin embargo, enfrentaron al tiempo y a sus carceleros: se sabe, en las instituciones represivas reina el espíritu de cuerpo y la mutua protección. Los relatos de víctimas y testigos que sobrevivieron y que aún siguen detenidos enfrentaron además la coacción, la intimidación y las amenazas. A pesar del amedrentamiento, esos relatos aportaron mucha claridad a esa noche oscura.
– Voy a hablar porque los pibes eran presos como nosotros. Lo que les pasó a ellos me puede pasar a mí– sostuvo un testigo a pesar de las amenazas.
La frase condensa la verdadera problemática que esconde el final de este juicio. Lo que les pasó a ellos les pasó a otros y espera oculto en las mismas condiciones estructurales que aún tienen los lugares de detención carcelaria: hacinamiento, violencia sistemática, ausencia de medidas mínimas de seguridad, políticas criminales equivocadas y una justicia y vecinocracia clasistas.
Una Masacre que no fue tragedia
La Masacre de Magdalena es un eslabón más en una sucesión de acontecimientos en los que la vida de las personas privadas de su libertad nada valen y que parecen confirmar ciertos discursos sociales sobre los que se apoyan y alimentan las políticas de seguridad de mayor punitivismo y mano dura. Expresiones muy habituales y socialmente compartidas con virulencia tales como “que se pudran en la cárcel”, “uno menos”, o “hay que matarlos a todos” parecen protocolizar la práctica de violencia y muerte intramuros. Los reiterados hechos con las mismas características nos hablan sino de un plan sistemático, al menos de una autocomplacencia en el dolo hecha de prácticas y rutinas institucionales. Desde el Pabellón Séptimo (1978) en el que murieron 64 personas hasta la actualidad nada parece haber mejorado, sino todo lo contrario. Un año antes de la Masacre de Magdalena ocurrió la muerte de cuatro adolescentes que se encontraban alojados en calabozos y celdas de la Comisaría 1ª de Quilmes. Las víctimas murieron por intoxicación y por quemaduras
generadas por un incendio que comenzó por los colchones. Como en muchos casos, los adolescentes allí detenidos sufrían las torturas y flagelos que les propinaban los oficiales que los custodiaban y que según el fallo que los condenó nada hicieron por detener el avance del fuego. Como constatación de una regla que opera sobre prácticas y rutinas completamente institucionalizadas, dos años después de la Masacre de Magdalena, 35 personas perdieron la vida en el incendio del Penal de Varones de Santiago del Estero luego de que los efectivos del Servicio Penitenciario provincial cerraran con candado las puertas de los pabellones que comenzaron a arder tras las protestas de reclusos. El fallo determinó que hubo responsabilidades y tres agentes penitenciarios fueron condenados por homicidio culposo. Los políticos cambian pero las instituciones sobreviven: el 2 de marzo del año pasado, siete jóvenes detenidos en la Comisaría 1era de Pergamino -aquella que operó en el marco del plan sistemático de tortura y exterminio implementado por la última dictadura cívico-militar- fueron abandonados a su muerte, encerrados en una celda de 2m x 2m durante un incendio en los calabozos.
En 2005 había 26.421 personas privadas de la libertad en las cárceles bonaerenses, alojadas en condiciones violatorias de derechos humanos; 12 años después la situación se ha agravado aun más. En la actualidad, hay más de 39 mil personas detenidas en la provincia; el incremento incesante de la tasa de encarcelamiento profundizó los índices de hacinamiento y violaciones de los derechos humanos. En la actualidad, más de 120 personas mueren por año bajo custodia del Estado, la mayoría de ellas por razones de salud no atendidas. El colapso del sistema de salud carcelaria se expresa también ante la ausencia de médicos de guardia, psiquiatras y psicólogos, escasa o nula provisión de medicamentos básicos y materiales de emergencia, así como fármacos para el tratamiento de enfermedades y afecciones crónicas. Los traslados de emergencia de enfermos a centros sanitarios de mayor complejidad resultan de imposible cumplimiento por no contar con ambulancias en funcionamiento, lo que genera retardos injustificados, cuando no incumplimientos de las órdenes judiciales de derivación, de tratamientos médicos complejos y/o de intervenciones quirúrgicas de internos que lo requieren con urgencia. La escasa o nula distribución de las raciones se transforma intramuros en una verdadera guerra por el alimento y propicia la corrupción de agentes penitenciarios que lucran con el hambre de las personas privadas de libertad.
El fenómeno de la superpoblación carcelaria no es sólo el producto de la cantidad de plazas con que el sistema cuenta, sino con la incorrecta política criminal en el combate contra el delito. Así, la persecución penal selectiva, el clasismo judicial, la vecinocracia activa son los motivos principales por los cuales las unidades se encuentran colmadas de personas con un alto grado de vulnerabilidad previa: el 63% de la población carcelaria a nivel nacional tiene menos de 35 años. El 90% no alcanzó el nivel secundario. El 31% tiene la escolarización primaria incompleta y el 17% el secundario. “La falta de programas preventivos -sostiene un informe de la Defensoría- en materia de drogadependencia, la crisis en materia educativa, la no creación de dispositivos para la aplicación de una ley de salud mental superadora, la falta de articulación entre los organismos del estado, la desaparición de programas de salud y en materia específica carcelaria la reforma regresiva practicada sobre la ley nacional de Ejecución Penal (24.660) que incumple con el principio de progresividad de la pena completan el complejo panorama. Si a esto le sumamos las torturas y vejámenes sistemáticos -a los que la sociedad ya se ha acostumbrado-, las condiciones de inhabitabilidad edilicia, de insalubridad y hacinamiento, vemos entonces que la situación ha alcanzado un grado de insostenible violencia e indolencia social que sólo requiere de una mecha para que explote nuevamente.
Una Masacre que no fue motín
Los numerosos agujeros en las paredes que desesperadamente los reclusos de otros pabellones realizaron para rescatar a sus compañeros dan cuenta de una actitud completamente diferente a la de los penitenciarios. La tesis de un eventual motín que pudiera deslindar responsabilidades ante la imposibilidad de actuar frente al riesgo de fuga quedó disipada con las declaraciones de bomberos. Los defensores de los agentes penitenciarios insistieron en demostrar agresiones por parte de los reclusos que intentaban rescatar a las víctimas. Contradiciendo su estrategia, los bomberos que pudieron superar la “desmemoria” generalizada declararon no haber sido agredidos ni presionados a pesar de que estuvieron rodeados por ellos en el patio externo.
– Era un horno de fuego, nos metíamos y chocábamos a las personas tiradas en el piso y las agarrábamos, y más de una vez me quedaba con la piel de las personas en la mano, pero entre varios los sacábamos igual y los llevábamos a sanidad.
– Yo lo único que quiero decir es que quiero que se haga justicia (…) murieron los pibes: ellos tenían la llave para abrir y no quisieron abrir.
Las declaraciones de las personas privadas de libertad fueron demostrando que el fuego comenzó como respuesta y defensa frente a la represión de los carceleros. En las investigaciones posteriores al incendio se encontraron 20 vainas. La prueba recolectada indicó el recorrido de un tirador penitenciario que se desplazaba entre las camas a una distancia menor a los 10 metros. A esa distancia los disparos pueden resultar fatales.
– El exceso en la represión pudo haber llevado a que quisieran prender fuego los colchones–, dijo un perito que prestó declaración. La declaración de un testigo directo reafirmó esa hipótesis.
A pesar de los muchos años y la desidia judicial, de los relatos corporativos, de las amenazas y falsos testimonios, de los testigos fallecidos y los “desmemoriados”, los relatos valientes de algunos testigos aún resuenan tras el juicio. Los sucesivas declaraciones de reclusos, bomberos, peritos y penitenciarios han puesto luz y evidencia en que no hubo una instancia que pudiera ser interpretada como un motín, no al menos en los momentos previos y en los que se suceden las muertes. No hubo toma de rehenes, heridos ni muertos penitenciarios, no hubo petitorio ni intento de fuga. Los internos que desesperadamente asistieron a las víctimas lo hicieron entre la mirada impávida y la inacción de penitenciarios y bomberos. El foco inicial comenzó luego de la desmedida represión penitenciaria y como estrategia de protección. Avanzado el fuego, las puertas fueron cerradas y las personas dentro -que lucharon por escapar de la muerte- fueron abandonadas a su suerte.
La oportunidad que puede arrojar una sentencia condenatoria hoy se inscribe en la irrenunciable relevancia que tienen las vidas de las personas privadas de su libertad. “En la Argentina gobierna un pensamiento primitivo, en tiempos que se dicen tecnológicos, que parte del mismo principio del escarmiento mortal oscuramente deseado por los ciudadanos” ha dicho Horacio González. Las muertes sacrificiales parecen alimentar las encuestas y a las fieras que demandan sangre. El fuego debe cesar. Que los hechos hoy juzgados no vuelvan a repetirse dependerá de un fallo que entienda la complejidad de la situación carcelaria actual. En algún momento alguien deberá decir basta.