Cartonero
Por Demian Konfino
No pudo pegar un ojo en toda la noche. No está seguro, aunque ya concedió su palabra. Luego de mucha insistencia en la cena de anoche, Héctor le prometió a su hijo Maurito que lo llevaría con él a laburar.
Sin embargo, teme. El pibe es muy pibe. Diez pirulos nomás. Siente que no debería llevarlo. No quiere que se entusiasme.
Cierto es que Maurito es un pésimo estudiante. Cursa tercer grado y apenas sabe leer y escribir. Pero ellos tuvieron la culpa. Lo anotaron recién en primer grado con edad de tercero. Se percibe grandulón respecto a sus compañeros y tiene razón.
También es verdad que su infancia no fue nada fácil. En la escuela esto lo entienden. Lo que no logran comprender del todo es la extraña composición familiar en la que conviven una figura paterna con dos representaciones maternas y ocho niños de entre uno y quince años. Dos de esos chicos, –los más grandes- Héctor, los tuvo con la Adela. El resto, con la Vane, la hija de Adela. Maurito no entiende mucho eso de que sus dos hermanos mayores sean hijos de su abuela y –al mismo tiempo- de su papá.
Viven todos juntos en Villa Tranquila, partido de Avellaneda. Llegaron allí hace trece años, desde Pinto, Santiago del Estero.
Hizo punta Héctor. Había conseguido laburo en una obra en Buenos Aires, por intermedio de su padrino. Allá, en Pinto, hacía rato que ni changas había. No lo dudó. Vivió unos meses en una pensión en el Once, hasta que lo despidieron, cuando se paró la obra. El manguito ahorrado se diluyó. Tuvo que ir a parar al terrenito que le reservó un primo, en el conurbano. Armó una precaria estructura de cartones, maderas y chapones, que resistió varios años. Ahí mismo dónde ahora levantó una casita de material con tres habitaciones, cocina, living y baño. Recién a los dos años, cuando enganchó una seguidilla de changas, mandó el pasaje a sus mujeres y niños para unirse en Buenos Aires.
Hoy Maurito duerme en la misma cama con su hermano Pedro y en la misma pequeña habitación con cuatro hermanos más. No se queja mucho y en el barrio es muy querido por sus amigos.
La maestra de la escuela Alberdi de Avenida Mitre los citó varias veces por sus desmanes. A Héctor le costaba creerlo hasta que la Vane fue –al fin- a la reunión y tuvo que soportar que la maestra le contara que Maurito era una especie de demonio inimaginable. Escupía a maestros y alumnos, meaba a las compañeritas, robaba cartucheras enteras.
Cuando volvió hecha un trapo, la Vane y le contó, Héctor decidió acortarle la rienda. Tenerlo cerca. Se mostró firme, pero temblaba. Bajo esa larga cabellera azabache, su rala barba y su envidiable masa muscular, Héctor percibía la duda de estar errando el vizcachazo. Creía que podía ser una opción crucial y estar pifiando. Si el pibe le agarraba el gustito al laburo, ¿Cómo lo devolvía a la escuela?
Arrancó hace diez años, en este difícil oficio de cartonero. Corría el 2002 y todo se caía a pedazos en el país. Maurito tenía seis meses y él ya no metía un laburito ni para rebusque. Los pibes, al menos, comían en el comedor de la capilla. A él lo mortificaba enormemente eso. No poder darle de morfar, implicaba una afrenta a su dignidad de hombre.
La villa se superpobló de un mes a otro. Gracias a Oscar, el referente barrial, compañero de fútbol de Héctor en el equipo de la villa, arañaron un Plan Jefas y Jefes de Hogar de ciento cincuenta mangos por mes que no alcanzaba ni para diez días.
De pronto, empezó a haber como una moda de cartoneros. La profesión fue ampliamente reflejada por los medios de comunicación. Y Héctor se decidió a probar suerte, junto con la Adela, cuando la depresión estaba ganando.
Previo a eso, cuando ya habían decidido arrancar, debieron procurarse los medios de producción.
Para ello, nada mejor que cagar a los gringos y, de pasó, vengar, aunque sea un tantito, a la patria fusilada. Se fueron hasta el Wal Mart del Alto Avellaneda, sobre Güemes, merodearon la zona y entraron. La Adela distrajo premeditadamente al guardia más cercano a la fila de changos del estacionamiento. Héctor operó eficaz y se dio a la fuga sin siquiera ser perseguido. Para despejar cualquier sospecha, Adela ingresó al hipermercado y compró dos kilos de mandarinas, que tiraban de lo lindo. Ajusticiada la nación se reencontraron en Villa Tranquila. El Héctor y la Vane la esperaban cerveza en mano.
Averiguaron dónde vender y debutaron, auspiciosamente, al día siguiente.
Héctor era el encargado de traccionar. Al principio le agarraba unas punciones lumbares agudas. Más de una vez tubo que recurrir a la guardia del Fiorito. Con los meses fue construyendo algunas mañas que mejoraron su performance y aliviaron su salud.
Una tarde, extenuado, volvía a casa sólo. Adela no lo había acompañado. De pronto, constató una escena que no había contemplado en su imaginario fabril. Un competidor dialogando –en registro de hombres de negocios- con un portero de un edificio sobre Pavón. Razonó luego, que debía diagramar una red de porteros expendedores de residuos domiciliarios.
Como buen descendiente de gitano, de lo que no carecía era de chamuyo. La lamparita se le prendió cuando avizoró el objetivo: Las torres del puente Pueyrredón. Si accedía a sus vigiladores, mediando alguna cortesía, se paraba para toda la cosecha. Aunque, a escribir verdad, lejos de pararse, físicamente incrementaría el esfuerzo de una manera sideral.
Su labia y algunas atenciones lograron el objetivo buscado. Se comprometió a pasar todas las madrugadas y efectuar prolija e higiénicamente la separación de los residuos orgánicos de aquéllos reciclables, como cartones, papeles, metales o plásticos.
A diez años del episodio del changuito, es -ya- un experimentado reciclador urbano. Así los llaman ahora, en el Municipio, además de tener sus vestimentas fluorescentes que así lo acredita.
Ahora que puede asegurar las comidas familiares, algún gustito para los niños y alguna pilcha para sus chicas, Héctor descubre las secuelas corporales de la actividad. Llega agotado al hogar. A duras penas juega el picadito semanal con los muchachos. Las disfunciones sexuales se volvieron frecuentes.
Pero se miente feliz. Simula estar a gusto, a pesar de sus periódicas y violentas borracheras, en las que nadie se atreve a narrarle la pedagogía del ejemplo como una de las enseñanzas conceptuales de las guerrillas del Che.
Términos como violencia de género resultan una extravagancia en ese hogar. Sus mujeres, madre e hija, conciben como normalidad la dominación masculina y hasta las agresiones. Los pibes sí sufren el llanto de sus madres. De todas maneras, queda claro quién manda y cómo lo hace y nadie se atreve a oponerse. Ello no es obstáculo para aprovechar del amor de Héctor en sus ratos de lucidez.
Más caracterizable como alcohólico social que como borracho empedernido, Héctor es muy afectivo en todos aquéllos momentos en los que logra no sumergirse en las huestes de Baco.
Esta mañana del debut de Maurito, se cumple un mes de abstinencia y armonía.
Hay momentos en los que la vida te hace escoger entre una derrota y otra derrota. Esa es la lágrima penetrante que ausculta su corazón en la noche de primavera y desvelo.
La Champion Liga empieza a sonar en el minicomponente Aiwa, a las cuatro y veinte de la mañana puntual, según lo programó la noche anterior. Pone la pava en la hornalla. Enciende un fósforo y abre el gas. Entorna la alacena de fórmica blanca y retira dos saquitos de té, dos tazas, dos cucharitas y el tarro de azúcar. Se asea en el baño. Despierta a Maurito, que no acierta a abandonar el sueño.
Desayunan el pan casero con chicharrón de la tarde anterior. Se cambian y salen.
Todas las noches, Héctor deja el carro encadenado a un poste de luz de la placita de la esquina. Su estructura de hierro –soldada por él mismo- no llama la atención, excepto por estar pintada celeste y blanco, como la Academia. En cambio, las ruedas sí están buenas. Pirelli son. Pertenecieron, probablemente, a un Ford Fiesta, teniendo en cuenta el rodado y el modelo de llantas y platillos. Son robables. Pero en el barrio no se escupen el asado.
Padre e hijo, ingresan dentro del cuadrilátero de tire, como Héctor llama a la estructura de hierros desde la que hacen mover el carro. Le explica a Maurito cómo debe agarrar el caño horizontal y lo pone en movimiento. Transitan el sinuoso barro villero, hasta sumergirse en el asfalto que recuerda la civilidad y relaja los músculos.
Héctor canta cuando ingresan al Boulevard Roca. Está contento, ahora sí.
La noche se obstina y no se va. El alumbrado público devuelve sus sombras extendidas en el cemento aún oscuro. Ciertos o imaginados destellos anaranjados imprimen arte a los nauseabundos olores del Riachuelo.
Caminan algunas cuadras hacia las torres del puente. Nuevamente, en silencio, Héctor relojea a Maurito. Sus ojos de la tierra bien abiertos alternan pórticos y balcones. La expresividad de pómulos tensos se corona en la sonrisa despareja, abierta y expresiva. Maurito está gozando como aquélla vez, a sus cuatro años, cuando le regaló una número cinco, o a los siete, cuando le entrego una red de bolitas, extinguidas en sofisticados barrios cerrados, mas irremplazables en las villas argentinas.
Lo que le depara el futuro, una incertidumbre. La alegría de su pibe, explica su llanto repentino, aquietado varias lunas.
Una brisa, descolocada, le vuela la gorra a Maurito. En ese instante, a Héctor le cae la ficha, súbitamente. Pase lo que pase, Maurito está a salvo. Lo ve en sus ojos.
La chispa que desprende su mirada es un hilo invisible que mueve las fibras de lo mejor que tiene el hombre. Avidez por conocer, intercambiar, socializar. Celebrar la unión. Festejar lo nuevo, lo que viene, lo que espera, la esperanza.
Eso cree. Y nadie se lo va a sacar de la cabeza.