La pasión es un gusto adquirido
Por Lucía Cholakian Herrera
"¡No fue gol, no fue gol!”, grita Nacho, mi compañero. Lo miro desde mi banco mientras se sienta a la vuelta del recreo. Le cae una gota de transpiración. La miro fijamente. Yo no transpiré: en el recreo miramos la revista que trajo Feli abajo del árbol del patio. Tengo seis años y el fútbol para mí es esa gota en la cara de mi compañero. Distante. Una pasión que nadie se gastó en explicarme a mí.
Ahora tengo 25 años y corro por Avenida Córdoba. Me invitaron a ver el partido al trabajo de mi mamá, donde lo proyectan. Estoy llegando tarde. Me cruzo con muchas personas corriendo, algunas con cajas de pizzas, otras con bolsas de medialunas, uno con un vino y varixs con cervezas. Sonrío. Con una señora que hace mucho esfuerzo por avanzar acelerada me miro a los ojos. De repente me siento nerviosa. ¿Qué es esto? ¿Qué significa?
Sufro los 109 minutos que dura el ritual. No entiendo bien y a veces me da vergüenza preguntar. Ni siquiera sé cuál es nuestro arco durante los primeros seis minutos. No sé por qué, me acuerdo de Nacho. Me acuerdo de las revistas de Feli. De los recreos mirando a los varones que me gustaban jugando en el campito, desde el patio en el que yo hacía otra cosa con las chicas. Me acuerdo de mis primos encerrándose a jugar al FIFA mientras hablaba con el único que no jugaba al fútbol, mi primo Fernando, sobre Harry Potter. ¿Por qué me estoy comiendo las uñas, ahora, yo, que no sé nada? Me siento una desubicada. Le mando un mensaje a mi pareja, tan analfabeto en el deporte como yo, le digo en joda: “están dando todo”. “Se lo ve tristón a Lio”, me responde él después del gol de Nigeria. Estoy tan nerviosa que ni le respondo. Pienso en mi viejo en un bar a pocas cuadras mirando el partido rodeado de sus compañerxs de la facultad. Que mal la estará pasando, me temo. Por un segundo pienso en él, en Nacho, en mis primos, y deseo que Argentina gane por goleada. Llega el segundo gol y lo grito, a la distancia, con ellos.
¿Por qué me siento tan zarpada? ¿Será tarde para aprender sobre fútbol? Tal vez la perspectiva de género es hacerme estas preguntas, también. Es contar esta historia: a mí no me enseñaron de fútbol cuando era chica. No voy a hacer una explicación larga sobre las cosas que sí me enseñaron. Pero sobre fútbol, seguro que no. Un alambrado, literalmente, me separaba de la posibilidad de jugarlo de chica. Una puerta, la de la habitación donde mis primos jugaban. Me separan años de consumirlo, de analizarlo, de sentirlo. ¿Será tarde, de verdad? Cuando te educan para valorar el deporte por una forma de sustentabilidad, supervivencia o para poder bajar de peso; la aparición de la pasión popular deportiva es descolocante. ¿Será sólo a mí que me apasionan y conmueven, de repente, estos deportes hegemonizados por varones? ¿Tendrán otras pibas la posibilidad de vivirlos de otra manera? Pienso también en mis compañeras que sí jugaron deportes: machonas, lesbianas, marimachos. Poca madera para lo intelectual o artístico. Sacrificadas. Si una piba entrena tres veces por semana, está sacada. Si un varón lo hace, es el próximo goleador del mundial. Ellos tienen pasta, huevos, cancha. Nosotras tenemos que despojarnos de un rol milenario para que, tal vez, un día, nos reconozcan una.
Por ahí por eso no jugué nunca al fútbol. Ahora, a mis 25, me da pena no haberlo hecho. A mis 25 me da pena no entender eso que me pasa cuando miro a la selección argentina meter un golazo. Sí, un golazo. Para mí son todos golazos si me caminé diez cuadras intercambiando miradas con vecinxs a lxs que no veo sonreír hace años. Aunque no entienda como lo hicieron.
Aunque, por un segundo, me pregunte de nuevo si ese no será nuestro arco.