La contradicción principal: pueblo contra oligarquía
Por Gastón Fabián
Una vez más, Cristina marcó la cancha, hablando hacia adentro y hacia afuera: con definiciones, con certezas, con un llamado a la militancia. Pidió enfáticamente, por si no había quedado claro, que dejemos las diferencias secundarias de lado para poder enfrentarnos en unidad al verdadero enemigo: el gobierno de los/as ricos/as, las corporaciones que mandan sin cumplir la ley ni someterse al veredicto electoral, la yuta oligarquía que siempre se creyó dueña de este país. No hay política sin un “nosotros/as” y un “ellos/as”, lo sabemos perfectamente. Pero la forma en la que se construye una frontera o un antagonismo determina el tipo de interpelación del que es capaz una estrategia.
Por eso aquí debemos tener claridad y ser contundentes. La división no puede ser “izquierda vs derecha”, “kirchnerismo vs antikirchnerismo” o “antimacrismo vs macrismo”. Tampoco “los/as que rezan vs. los/as que no rezan” ni “quienes pagan el impuesto a las ganancias vs. quienes reciben la Asignación Universal por Hijo/a”. ¿Cuál es el denominador común de todas esas delimitaciones? Pues, que generan fracturas en el seno del pueblo. Si de verdad nos encontramos frente a un momento populista, como sostiene Chantal Mouffe, y al neoliberalismo le cuesta cada vez más poder brindar respuestas y mantener en alto las expectativas, si lo que se produjo es una desafección de la influencia de las élites y las instituciones vigentes sobre las personas comunes, sobre los hombres y mujeres de carne y hueso, entonces debemos estar a la altura de las circunstancias y saber movilizar las demandas y los afectos hacia la construcción de un nuevo orden, más igualitario, más justo, más arraigado en las convicciones y creencias de los ciudadanos y las ciudadanas.
Porque la crisis y el resquebrajamiento de una hegemonía no provoca automáticamente la articulación de otra distinta: se necesita de la lucha política para que tal operación sea posible e imaginable. Lo que caracteriza a un interregno, a un período de transición (o que luego, retroactivamente, se llamará “de transición”), es la incertidumbre radical, la confusión, la puesta en duda de los valores, de la moral, de lo que nos parece bien y lo que nos parece mal: en definitiva, un vacío de sentido que puede ser llenado de los más diversos modos. Quien se duerme en los laureles (o en un sueño dogmático) y corre siempre detrás de la pelota, pronto se desayuna con “giros sorpresivos” y “sucesos inesperados”. Y cuando se decide a disputar los significados de las cosas que importan, de lo que en el pasado se había descuidado o dejado para después, ya es demasiado tarde. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
La contradicción principal debe buscarse en otro lado, porque si el neoliberalismo destruye los lazos de solidaridad entre nosotros/as, si nos roba la esperanza, si nos endeuda por mil generaciones, entonces la oposición al neoliberalismo y una política que piense más allá del neoliberalismo no puede darse el lujo de un divisionismo estéril y contraproducente: necesita plantear una posición de fuerza que sea capaz de ofrecer seguridad a la hora de prometer un porvenir. Una apuesta por la transversalidad es indispensable.
Si mis vecinos/as juntan monedas para pagar el alquiler, si las boletas de luz, agua y gas me resultan infartantes, si conozco chicos/as que no consiguen vacantes para estudiar y pibes/as que toman colegios secundarios y universidades por falta de presupuesto, si he visto cerrar fábricas y comercios, así como cada vez más personas desempleadas o durmiendo en la calle, si los hospitales además de caerse a pedazos son amenazados con cerrar, si cuando cruzo al supermercado me encuentro con todo más caro que la semana anterior, si conozco barrios que sufren inundaciones siempre que llueve, si logro acumular toda esa experiencia, mi conclusión no puede ser otra que la siguiente: tenemos un enemigo común. Porque si con el neoliberalismo los/as ricos/as nos aplastan y nos humillan en una despiadada guerra de clases, entonces la salida del neoliberalismo tiene que ser con nosotros/as, los/as de abajo, combatiendo a los/as de arriba; con nosotros/as, el pueblo, enfrentando a la oligarquía. Ese es el quid de la cuestión: militar en la construcción de tal voluntad colectiva, he ahí lo que nos encomendó Cristina.
Por supuesto, nada de todo esto es sencillo: la ideología neoliberal ha calado hondo en nuestra sociedad, nos ha puesto a unos/as contra otros/as, nos ha metido en la cabeza la seductora idea de que todo lo que hemos conseguido en la vida es producto del mérito propio, de que nadie nos ayudó, de que sólo con esfuerzo y trabajando es posible salir de la crisis con la frente en alto. El sentido común a menudo parece adverso, contradictorio, incoherente, pero también tiene sus núcleos de pensamiento crítico que hay que saber fortalecer y amplificar. Ninguna estructura es perfecta: por más solidez que presente, siempre se topará con resistencias que irán provocando las fisuras y los orificios por los que se colará la política emancipatoria.
Cuando la crisis llega y los sedimentos comienzan a temblar, entonces, casi inexplicablemente, los significantes hegemónicos se rebelan contra sus productores. Las élites, que predicaban la meritocracia, de repente aparecen como un minúsculo grupo de privilegiados/as que no tienen mérito alguno, que viven de prestado, que todo lo recibieron por herencia o por la beneficencia de un Estado administrado por ellas mismas, que les perdona las deudas, que les quita los impuestos, que mira para otro lado cuando incumplen la ley, que reprime y persigue a quienes protestan frente a ellas, todo en una especie de paradisíaco comunismo del capital: el gobierno neoliberal saquea a las masas trabajadoras que se esfuerzan día y noche para repartir el botín a “los/as vagos/as planeros/as”. Con los tarifazos, la deuda externa, las elevadisimas tasas de interés o la inflación galopante, no hacemos otra cosa que pagarle la fiesta a los/as ricos/as.
Quienes se la pasaban hablando de la necesidad de orden, de la pérdida de confianza, de que la gente tenía miedo o no sabía lo que le esperaba, son los/as mismos/as que hoy recrudecen la violencia policial para mantener el control de la calle (y no vacilan a la hora de detener a cualquiera que se halle en el lugar y momento equivocado), nos obligan a vivir bajo la ley de la selva, cuya lógica de funcionamiento es que los peces gordos se comen a los chicos, que siembran el pánico de estar en crisis permanente y son incompetentes hasta para organizar un espectáculo de fútbol. Como bien dijo Cristina: el neoliberalismo nos desorganiza la vida. Son también ellos/as, los/as que se presentaban como protectores de la propiedad privada y asustaban a la población con que si el kirchnerismo continuaba iba a terminar en una fase confiscatoria, los/as que en la actualidad avanzan en la confiscación de la propiedad de los/as trabajadores/as que no saben cómo pagar la luz o el alquiler, de los/as deudores/as que no pueden desembolsar la devolución de un crédito o de las personas que enfrentan constantemente el dilema de ver devaluados sus ahorros o perderlo todo en un nuevo corralito. Estos ejemplos testifican el gradual desmoronamiento de la hegemonía neoliberal. Pero no basta con denunciar: una alternativa política debe partir de la base de que ella sí puede poner en valor el esfuerzo de la gente común, instaurar un orden con reglas claras y un contrato social de convivencia que les permita progresar a los sectores populares sin el temor de que lo poco que tienen sea expropiado por las grandes corporaciones.
Nos encontramos entonces con que hoy existe una amplia multiplicidad de demandas insatisfechas que es preciso articular en la construcción de un frente patriótico de salvación y liberación nacional. No alcanza con emplear argumentos meramente racionales (o sea, hablar de intereses afectados y necesidades no cubiertas) si lo que queremos es que nos acompañen de corazón (sustento de cualquier proyecto transformador); para ello es fundamental producir mitos que conmuevan, que aglutinen y generen cohesión, que despierten un sentido de grandeza e identificación colectiva, un deseo de comunidad (motorizado en una una clave democrática y plural), lo que puede pasar por el nombre de la líder que es capaz de movilizar los afectos, por el sentido de pertenencia a un pueblo o por la comprensión casi mágica de que un/a es protagonista en una tarea noble y dignificadora. También debemos entender que ambas cuestiones no son mutuamente excluyentes: no se vive de mitos ni de épica, con la militancia comprometida y organizada no es suficiente, hay personas que sólo quieren vivir en paz, respetadas y tenidas en cuenta. A ellas hay que demostrarles que las escuchamos, que podemos estar a la altura de sus expectativas y resolver sus problemas.
Es tan imprescindible contar con una base popular que esté en la calle luchando y en los territorios militando como con una “mayoría silenciosa” que se parezca a la línea política promovida por el Estado, se reconozca en él y acompañe las decisiones de sus representantes. Esto nos conduce a un tema esencial: cuando nos referimos a una estrategia populista, nos quedamos con sus dos conceptos centrales, que son el antagonismo y la hegemonía, pero a menudo olvidamos que ningún pueblo se construye únicamente cabalgando conflictos y que para que una política emancipatoria coloque los cimientos de su propia durabilidad es menester, a la vez, avizorar los horizontes de superación de esos conflictos. De lo contrario iremos perdiendo intensidad y representación política, hasta el punto de ver cómo todo el frente se desarma en mil pedazos.
Por eso el arte político supone el saber convivir con dos tensiones que presionan por un lado o por otro: uno busca la mayor amplitud y transversalidad, pero cuánto más extenso es un movimiento, menos cohesión ideológica presenta; y si en cambio se prioriza la intensidad, lo que se pierde es la extensión. Dónde poner un límite es un asunto complejo que se va resolviendo en la práctica: lo que está claro, sin embargo, es que la apelación, más que a los/as dirigentes, tiene que ir dirigida a los diversos grupos sociales, porque sólo de esa forma pueden los procesos de identificación adquirir un sentido netamente popular y, dentro de lo popular, una finalidad igualitaria. En la suma de las demandas y conflictos puntuales, no hay una síntesis superadora que además de contener pase el cepillo de la homogeneidad por cada una de ellas. Toda hegemonía (un particular que opera simbólicamente como universal) es transitoria y se desarrolla al interior de un campo de fuerzas compuesto por significantes flotantes en permanente disputa, lo que quiere decir que la heterogeneidad, además de ser un valor irrenunciable, también es imposible de disolver sin que al mismo tiempo se disuelva el frente en cuestión. Lo importante es que la negociación se dé al interior del campo popular y no entre grupos del campo popular y sectores de la oligarquía que pretenden romperlo.
Entre este desafío (sumar lo más posible sin bajar las banderas) y el anterior (movilizar los conflictos no sólo contra el responsable de su existencia sino también en el marco de un horizonte de superación) gira toda la estrategia a trabajar de aquí en adelante. Esto implica reconocer que sería un grosero error separar la coyuntura actual (que nos sitúa en la oposición al macrismo y con la expectativa de vencerlo electoralmente) de un hipotético gobierno de nuestra fuerza, por una serie de razones que muchas veces pasan de largo. Si lo que anhelamos es la transformación de la Patria, entonces no podemos ni especular ni improvisar, porque sabemos de la fortaleza de los poderes que enfrentamos y que en el eventual caso de una llegada a la presidencia de un compañero o compañera de nuestro movimiento, no nos perdonarán nuestra identidad ni nuestra historia, no tolerarán la distribución de la riqueza, no nos “dejarán hacer” por más concesiones con las que busquemos agasajarlos y mantenerlos conformes. Cuando Cristina plantea que en su momento al peronismo lo trataban de “comunista” y a nosotros/as nos llaman “populistas”, lo que queda a la vista es que por más pleitesía que les rindamos, por más tibios/as que intentemos ser con ellos, nunca dejaremos de ser el demonio, una opción política extremista que pone en entredicho los privilegios de las élites. Hagámonos cargo de esas críticas desaforadas y organicémonos para liberar el país de todas las cadenas que nos han impuesto.
Un gobierno popular, necesariamente, tiene que saber lidiar con tres tiempos cuyos ritmos son muy diferentes: el tiempo político, el tiempo económico y el tiempo cultural (este último, el más lento de todos a la hora de experimentar cambios). Cuando por distintas circunstancias hay abundancia de recursos, repartirlos de modo más o menos equitativo requiere decisión política, incomodar a algunos sectores, pero en definitiva no aterrará por completo a los grupos económicos, dado que sus ganancias son también altas en esos períodos. Pero cuando por razones internas o por las fluctuaciones del mercado mundial (que no manejamos), la economía entra en crisis y la torta se achica, no podemos maniobrar pendularmente rezando que los años de vacas gordas regresen lo antes posible.
Es fundamental realizar una gestión racional de la economía y, en simultáneo, ir creando el poder popular que impulse las transformaciones necesarias para resolver los problemas estructurales del país. Sólo que si no se debe jugar con la economía, tampoco se debe jugar con la política y hacerse uno/a el/la aventurero/a cuando la correlación de fuerzas resulta claramente adversa. Y si nosotrxs no nos preparamos para abordar con entereza ese momento, para estar en condiciones de afectar intereses pesados y a la vez disponer del respaldo suficiente para combatirlos, entonces caeremos por la pendiente e iremos directo al fracaso. Y no nos está permitido fracasar. La única solución frente a este escenario complejo es pensar la política (nuestra política) de forma prefigurativa, performativa y ya desde ahora cambiarnos a nosotros/as mismos/as, cambiar a la sociedad, cambiar los parámetros ideológicos sobre los que se apoya. Instalar discusiones sobre la comunidad que queremos, contraponer agendas programáticas, estudiar a fondo los problemas del país, desplegar la fuerza militante por todo el territorio, construir organización popular, son todos mandatos del momento. El del “día después” es un asunto estratégico de la mayor importancia, que nos obliga a ver la coyuntura anudada al largo plazo. Sin ese ejercicio, sin desatar ese proceso autorreflexivo, sin avanzar en esta caminata de largo aliento que es la guerra de posiciones, en la que se pone en juego la dirección del sentido común, la reforma intelectual y moral que promueva la democratización de la sociedad, hasta los objetivos más modestos nos parecerán en la práctica una utopía inalcanzable. Emprendamos ahora mismo, con voluntad aguerrida e inteligencia creativa, este prolongado y difícil camino, para que lo imposible nos sorprenda de repente a la vuelta de la esquina.