El trabajo autogestionado, por Enrique Martínez
Por Enrique Martínez
Para el Estado argentino, en toda su historia de gobiernos, el trabajo a considerar y promover en el ámbito privado es aquel donde un capitalista pone dinero para realizar un proyecto, alrededor del cual contrata personas que dependen de sus decisiones; son sus trabajadores.
Con los años se han reconocido otras categorías, aunque con errores conceptuales fuertes. Los trabajadores autónomos; los trabajadores eventuales, cuyo trato se distorsionó implementando el monotributo con un aporte repetitivo, tengan ingresos o no; los miembros de cooperativas, a los que se da trato de mono tributistas, indicando así que no saben qué hacer con ellos, cuando de clasificarlos se trata.
La lógica dominante se patentiza al calificar como “trabajadores registrados” a quienes se desempeñan en relación de dependencia de empleadores privados o públicos. Los demás son “el resto”, en que se suman peras con cebollas, ya que a los autónomos y los mono tributistas se suma aquellos “no registrados”, que son los que en una encuesta de empleo se manifiestan ocupados, pero no aportan a la seguridad social, sea que trabajen en una empresa o de manera independiente.
En tiempos de crisis como los que vivimos con frecuencia, las mejoras o deterioros de la situación se miden contando los empleos registrados, lo cual ratifica, si hiciera falta, que los demás son de segunda; de baja calidad laboral; de algún modo arrastrados por lo que pase en las empresas formales.
Toda esa precaria estantería se descascara primero y se desploma después, cuando los trabajadores registrados apenas representan el 50% de aquellos hombres y mujeres que declaran estar trabajando. No se puede dejar de analizar la estructura ocupacional de la mitad de la población y menos asignarle a esa mitad un comportamiento similar a la otra mitad o desentenderse de su cobertura de salud o previsional.
Sin embargo, eso es exactamente lo que sucede desde hace décadas y no parece que se vaya a encarar en términos inmediatos.
¿Qué debería suceder? ¿Qué esos trabajadores puedan estar sindicalizados? En tal caso, ¿Cuál sería su contraparte, si la autogestión es la norma para buena parte de ellos?
Si no tienen empleador ni patrón, ¿a quien reclaman en sus relaciones transaccionales y quien los contiene frente a las enfermedades y el paso del tiempo?
Si una cooperativa es una unidad de gestión totalmente diferente de la actividad de un trabajador independiente, como un plomero o un fotógrafo, ¿por qué un cooperativista debe ser monotributista, para tener alguna cobertura social, igual que el plomero? ¿Por qué no hay una categoría propia en la seguridad social para los miembros de cooperativas de trabajo?
Se pueden acumular más preguntas de tanta importancia como las expuestas, pero bastan para mostrar que el Estado no se ha ocupado seriamente de marcar un camino de seguridad social a un trabajador, fuera de la dependencia de un patrón o del Estado mismo.
En verdad, tampoco está claro si a alguien, aparte de los involucrados, le interesa que estas modalidades de trabajo crezcan y se consoliden.
Es moneda corriente que toda dirigencia sindical es normalmente reacia a las formas cooperativas, aun a la posibilidad que sean capitalizadas por los propios sindicatos, en actividades que podrían integrarlos a actividades productivas en forma directa.
El fenómeno de las cooperativas organizadas alrededor de empresas declaradas en quiebra o abandonadas por sus dueños en los últimos 20 años ha sido objeto de estudios importantes a nivel internacional. Sin embargo, ningún gobierno ha mostrado suficiente interés en las llamadas empresas recuperadas, al punto tal que son escasísimas las expropiaciones efectivizadas a pleno, a pesar de haberse dictado leyes nacionales y provinciales por doquier. Esta omisión ni siquiera se explica por evitar otorgar un subsidio a las cooperativas, porque habitualmente el Estado es acreedor preferencial de las quiebras y los trabajadores están interesados en acordar formas de pago de esas acreencias que de otro modo no se perciben nunca.
En esencia, estamos ante un mundo de trabajo diferente, que nos negamos a ver. Es lógico que eso suceda con aquellos que creen que el capitalista es el eje ordenador de la sociedad. No es nada lógico con espacios políticos con vocación de agregar equidad a los vínculos sociales; o ni siquiera: con vocación de mirar la realidad sin anteojeras.
Vamos muchachos, que no duele.