El teatro de Pompeyo Audivert y su función poética revolucionaria

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El teatro de Pompeyo Audivert y su función poética revolucionaria

18 Agosto 2019

Por Juan Manuel Ciucci

 

Paco Urondo: ¿Cómo surge la idea de retomar la obra de Florencio Sánchez en "Trastorno"? 

Pompeyo Audivert: La obra es una versión de “El Pasado” de Florencio Sánchez, que ya en los 90, en el teatro Margarita Xirgu, había hecho en una puesta muy parecida al original, casi como un ejercicio de estilo. En aquel momento la única licencia que me tomé fue que el personaje protagónico de Rosario lo hiciera Carlos Belloso. Me parecía que eso le venía bien a la obra, la idea de una simulación en el personaje central que es justamente el tema de fondo de El Pasado.

Esa obra quedó repercutiendo en mí a lo largo de los años, quizá porque contiene asuntos que siempre me interesaron vinculados tanto a las cuestiones temáticas de fondo que toca, tan parientes de aquellas que animan la máquina teatral (los misterios de la identidad, su trastorno de base, su ser artificial), como también las cuestiones de lenguaje o género teatral que constituyen la identidad formal de ese teatro nuestro de principios de siglo, su perspectiva de grotesco, su tono melodramático, El Pasado es un material teatral en el que se puede producir una exacerbación, una violentación, sin perder su esencia, y entre esas violentaciones la más importante es la vinculada a la condición de grotesco a la que se puede llevar el material. Entonces, empecé a escribir la adaptación, y al hacerlo también pude desembarcar allí temas y procedimientos que se vienen produciendo en el laboratorio teatral que es el Teatro Estudio El Cuervo que dirigimos junto Andrés Mangone, sobre todo lo vinculado a la maquinaria teatral, a esta concepción del teatro como arte metafísico que se ha ido desarrollando en nuestra investigación, y no como una cuestión teórica sino como una cuestión práctica: una técnica, que nos lleva siempre a esa latitud de fondo del fenómeno teatral que es su nivel de máquina metafísica destinada a sondear identidad y pertenencia a una escala extra-cotidiana.

APU: Ya habías trabajado con autores nacionales en otras puestas.

P. A.: Sí, cuando hicimos Muñeca, o El Farmer, o La Farsa de los Ausentes, que son materiales de autores argentinos que nos interesan mucho y que hemos cruzado con estas investigaciones y con esta concepción del teatro que hemos desarrollado, obras que también nos han servido como superficies de inscripción de esta concepción en la que estamos investigando desde hace años. 

APU: Dos contextos disímiles los del 90 y la actualidad, aunque con muchas conexiones. ¿Qué cambios percibe en esta relación de la obra con el contexto y las identidades? 

P. A.: Es indudable que la obra sintoniza con un grito histórico en el que estamos y que va teniendo diferentes formas de producirse y diferentes significados, aunque siempre es el mismo. Trastorno habla de esta identidad ficcional histórica en la que estamos imbricados, que se inocula a través de los medios y de las estructuras del poder en la subjetividad colectiva, un nosotros fetichístico donde la oligarquía y las clases dominantes se invisibilizan, un nosotros que liga niveles antitéticos y contradictorios entre sí en donde entran las identidades culturales, religiosas, deportivas, gastronómicas, sociales, en una ensalada degenerada que vendría a funcionar como el ser nacional. La obra habla también de esa mentira del nosotros, aunque no de una forma directa pues no queremos instalar el acontecimiento teatral en un solo nivel referencial, queremos que el público se sienta tocado en otras zonas que exceden a las del avatar temático en el que la obra juega sus aparentes asuntos, nuestro objetivo es que lo teatral perturbe más allá de lo histórico, que haga su jugada en los niveles sagrados del ser. 

Creo que lo central del teatro es revelar que la realidad histórica es una ficción y que existe una identidad sagrada, que justamente la realidad histórica viene a lapidar con su operación unidimensional. Esa identidad sagrada solo puede ser des-ocultada a través de eso que llamo el piedrazo en el espejo, cuando el teatro no se conforma simplemente con producir un espejismo histórico sino que a su vez lo apedrea revelando con eso, la pertenencia del reflejo a un nivel sagrado, y la pertenencia de lo histórico en ese nivel, y de esa forma alude a esa identidad sagrada de la que hablábamos. Creo que ése es el fenómeno poético-revolucionario de la operación teatral. Las temáticas históricas que hemos tomado, como esta de la oligarquía o la de Rosas en “El Farmer”, Operación Nocturna, la de Ezeiza en “Museo Ezeiza” o Edipo en Ezeiza, son poderosas, potentes porque constituyen nuestra identidad histórica más convulsa y dramática en el sentido de que se ha derramado sangre y esa identidad late en nosotros. Pero más allá de eso, no dejan de ser temáticas que le posibilitan a la operación teatral de fondo activarse a través de elementos históricos que todos conocemos o que podemos convenir, son un punto a partir del cual podemos hacer restallar estas temáticas de fondo a las que se debe el teatro. A nosotros nos interesa hacerlo, porque potencia mucho un nivel dramático de pertenencia. Las temáticas históricas sirven para concitar una unidad dramática referencial con el espectador, luego esas temáticas deben ser rasgadas para hacer manar la sangre metafísica de una identidad preexistente a la que el teatro se debe. 

APU: En la obra aparece la idea y la figura de la complicidad, como algo que va creciendo y que sostiene una identidad... 

P. A.: Hay una complicidad que el personaje de la madre tiene o ha forzado con su hijo mayor José Antonio, para confundir a sus dos hijos menores, Ernesto y Silvia, con una versión al respecto de su pasado. José Antonio y Ernesto, el hermano engañado, funcionan como una suerte de Hamlet. José Antonio está paralizado en el estupor de su lucidez atónita y cobarde, y no se anima a revelarle la verdad a su hermano y sigue siendo cómplice de su madre. Ernesto empieza a darse cuenta de que no es quien cree ser, que no es el ser que le han dicho, y hay algo del suicidio del padre que desata esa sospecha y ese trastorno él. En ese sentido la obra es muy atractiva por todos los dobleces que tiene y por las distintas posiciones que tienen los personajes, por cómo se sostiene una realidad teatral en un marco familiar. Hay versiones y sub-versiones de quien es esa familia y todo el tiempo aparecen otras que van cambiando la anterior. Eso vuelve a la obra muy interesante. Algo también que nos interesa como teatristas que suceda a los fines de esa revelación de la identidad sagrada, como objetivo del teatro, es transparentar en los acontecimientos de las obras la identidad de máquina teatral que estamos viendo. O sea, una extraña operación brechtiana pero no con esa alteridad fría, que por ahí plantea Brecht, sino desde un lugar más luminoso, misterioso, sórdido. En donde uno puede advertir, por el hecho de que los personajes están travestidos pero también por la misma teatralidad manifiesta en los procedimientos formales, que está asistiendo no a un reflejo fiel, tal cual, del frente histórico sino que eso es una operación teatral, a un reflejo infiel. Ese trasluz en el cual uno puede identificar la fenomenología del teatro en términos de puesta y de actuación – sobre todo en términos de la actuación como deslinde inquietante para encarnar una otredad – nos interesa subrayarlo mucho y hacerlo aparecer para terminar de constituir esa hibridación o ese mestizaje entre la temática aparente de la obra, la temática de fondo histórica que atraviesa la obra, y la temática central de la operación teatral que sería la des ocultación de un nivel de identidad sagrada que está siendo desvirtuado en el frente histórico. Al trasparentar la maquina teatral en esa vicisitud ficcional intensificada por el grito histórico, queda clara la noción de una identidad de fondo, lapidada - que en este caso es representada por ese procedimiento teatral que queda a la vista - señalando con eso, hacia el público, que hay una identidad que pide ser rescatada y puesta en juego. La obra de esa manera busca discutir con la realidad su rol de única. Muchas veces la obra se vuelve, por lo que comporta su forma de producción, por la intensidad con que está hecho su artificio, por la verdad que eso produce, por lo que des oculta y señala, más verdadera que la realidad histórica misma, por lo que comporta la suya. Siempre me parece que el teatro es más potente que la realidad que lo rodea, de algún modo creo que la sociedad se sondea a otra escala a través del teatro, porque el ser humano ha creado al teatro para tener una visión de sí a otra escala, en otro nivel. Creo que los que hacemos teatro tenemos que saber que esa es la función que tiene, su función (como decía) poético-revolucionaria. Para hacer esa jugada hay que tener estrategias de camuflaje, de caballos de Troya, debemos fingir primero que se trata de algo común, familiar, entrar ese caballo de Troya en escena, acostumbrar al público y convenir que estamos mirando un teatro-espejo. Y al cabo de un tiempo producir la rasgadura poética, el piedrazo en el espejo, la fractura para que aparezca ese otro nivel que estaba larvado detrás de la fachada. Y una vez que eso aparece ya es más fácil tramitar esta operación metafísica que es el teatro, porque el público ya siente familiaridad, no le es algo ajeno. Creo que en este caso estamos haciendo una jugada muy abierta, estamos ofreciéndonos al público con un objeto que es muy familiar, que va hacia la risa y produce empatía a muchas escalas. A partir de ahí intentamos hacer esa otra operación, que es nuestro goce, y el sentido por el que nosotros hacemos teatro. 

APU: En ese sentido, en la función a la que asistimos fue la risa la que permitió que se articularan y comprendieran estos diversos niveles que funcionan durante toda la obra.

PA: Exactamente. Creo que estas cosas de las que estamos hablando, en este momento deben ser de algún modo emancipadas, des ocultadas, des blindadas a través de la risa. Una risa en donde también destella el misterio, y de algún modo también la angustia y el llanto que están circulando en nuestra realidad. Creo que eso tiene que salir a través de la herida de la risa. Sentíamos que es un momento para eso, una necesidad que la jugada se haga desde ahí. Hay algo en la obra que produce risa y que es lo patético, hay algo de este momento histórico que tiene que ver con lo patético y que eso da risa. Lo patético, la sensación de que no se puede creer que la gente vote a Macri, no se puede creer que Pichetto sea candidato a vice, que Carrió sea la fiscal de la República, hay algo de todo eso que es patético. Da risa y da ganas de llorar, y produce una gran indignación y un gran trastorno en las percepciones de la realidad y de lo que nos rodea. Uno siente que hay un peligro ahí, que nos han metido en una máquina, que nos han pinchado. Estamos pinchados, en el sentido de “los servicios que te pinchan”, pero también pinchados no solo para saber de nosotros sino para inocularnos una subjetividad perversa que nos ausenta de la noción del tiempo, de la presencia, del prójimo. Es como si nos estuvieran explotando de un modo que no hubiésemos imaginado. Como si nos estuvieran extrayendo una plusvalía existencial, una intensidad constitutiva y esencial. Como si estuviéramos siendo desactivados de la vitalidad social de la que veníamos y a la cual pertenecemos en nuestra línea histórica. Hay algo de todo eso que el teatro restituye con la experiencia vívida desde su asamblea metafísica, como experiencia sagrada, desde su operación poética con la experiencia ritual de la re significación de la presencia a través de un artificio que alude al nosotros otros. Ya no basta saber quiénes somos en términos históricos, tenemos que saber también quiénes somos en términos antihistóricos, en términos profundos, sagrados. La identidad política del ser es la que de algún modo nos va a permitir reconstituir la identidad sagrada. Porque también es cierto que todos los fenómenos históricos que designan la pertenencia a la idea de un nosotros tal cual la sentimos, son hechos poéticos: Ezeiza 73, Trelew 72, el Cordobazo en el 69, la historia del movimiento piquetero, 2001, incluso la idea de “la patria es el otro”. Son hechos que hacen pie en la identidad poética del ser, que tienen muchas versiones de sí, que se resuelven como se va pudiendo pero que siempre van dando cuenta de que es una identidad del nos/otros, de la otredad que emerge allí, la que resuelve sus encrucijadas, sus situaciones, sus emergencias coyunturales. Y la que vuelve a aparecen en otros cuerpos, tiempo después, y que parecen ser los mismos: Kosteki y Santillán, Nahuel y Santiago, Mariano Ferreyra, Che Guevara, Cristo, son todos la misma identidad en otros cuerpos. Hay una trasmutación de la identidad histórica que es un fenómeno poético sobre todo cuando se expresa en las luchas de liberación. Creo que hay que recuperar la naturaleza poética de las dinámicas sociales para poder terminar de una vez por todas con esta encrucijada en la que nos han metido. 

APU: Trabajando cierta lógica de la circularidad en donde se sostiene el orden imperante, la obra y la puesta no parecen sin embargo ser desalentadoras.

P. A.: La obra no pretende insuflar un aliento positivo desde la perspectiva histórica sino producir una revelación al respecto de una identidad en encrucijada. Y hacerlo desde la risa, desde el grotesco, desde el patetismo, desde los lenguajes nuestros. Que la obra termine mal, no significa que haya ahí una intención de bajada de línea. Las obras de Beckett por ejemplo son mucho más oscuras y terribles, aunque también son graciosas, pero a su vez son luminosas al respecto de lo que señalan. No se trata de cómo termina la historia, la ficción, sino de lo que despierta en lo real. Me parece que la obra habla de la identidad de una clase degenerada. Y al hablar de eso también habla de nosotros de otra manera, activa esa pertenencia a otra posición. No son las circunstancias de la obra en sí mismas una forma de leer el acontecimiento, el acontecimiento hace su jugada por otro lado, no en su vicisitud de temática aparente sino en su sentido de operación metafísica. 

APU: Esa noción de la pertenencia y la representación aparece reflejada y problematizada en el personaje de la criada, y también con cierta carga de complicidad. 

P. A.: Sí, claro. Lo que señala ahí el personaje de Tití, la criada, que hace la extraordinaria actriz Julieta Carrera, es de algún modo la clase media. La clase media descerebrada, la que positiviza la aparición de los fenómenos fascistas en la dinámica social. Ella parece ser, a veces, por sus comentarios un personaje que rompe con la estructura feudal en la que está metida, que parece mucho más atrasada, y uno entra en familiaridad con ella. Pero al rato, dice cosas espantosas, que es lo que dice la clase media. La clase media, como la burguesía, es una evolución de un sistema anterior pero que está larvada de visiones que han pasado ya a otros cuerpos del sistema anterior, tiene sus propias contradicciones y límites. Entonces ahí hay una especie de mosaico social. No aparece el pueblo en la obra, uno lo que ve es el nido de la araña madre con sus larvas y un poco de esa servidumbre burguesa. Se ve esa criada, que es más bien como una enfermera y ya como una familiar – que vaya a saber uno si la han adoptado, que la consideran cuasi familiar – que encarna toda esta línea espantosa. Uno ve la madriguera de esa clase. 

APU: Con respecto a su actuación en la obra, ¿cómo construye el personaje, qué similitudes y qué diferencias hay con la puesta anterior? 

P. A.: En realidad, esta puesta es muy distinta a la otra. Estaba muy bien lo que habíamos hecho, pero creo que ahora la obra es portadora de otras sedimentaciones, de otros conceptos, de otras fuerzas y experiencias que yo tengo a esta edad y que estallan en el material. La obra me permite llevar un grado de actuación que estaba como queriendo salir de mí y expresarse y que no encontraba vehículo. Y el personaje de Rosario me resultó ese vehículo extraordinario para dar salida a esas intensidades, fuerzas, tensiones, saberes que circulan en mí por la experiencia de estos años y que quieren verse sintetizados en un hecho artístico, entrar en foco. Creo que es esto lo que está pasando, estoy llevando adelante (intentando que sea lo mejor que puedo) una síntesis de todo lo que soy como actor en un personaje. Hay algo de lo grotesco, de la sobre intensificación de ese ser, de la naturaleza teatral de ese ser, que me resulta muy familiar, muy atractivo e interesante para despertar la actuación en mí. Y para deslindarme y tener con la actuación una experiencia de autoconocimiento. Porque a veces cuando uno actúa con tanta intensidad a otros, también se da cuenta que uno pertenece a una identidad de estructura. Que puede sostener la propia identidad histórica personal que uno es en su yo; pero también puede sostener a una identidad ficcional aún más intensa que la propia identidad personal. Y eso es muy sorprendente. Cuando uno se encuentra actuando a esa escala, reconocer que uno puede ser otros y que tal vez uno haya sido otros. Eso es una señal que el teatro hace a la platea, porque la platea sabe que quien está haciendo eso no es en el fondo esa persona, pero lo hace de una manera tan fuerte e intensa que uno finalmente sospecha de su propia identidad. Yo diría que al actuar se revela que uno es solo una identidad provisoria. Se trata de eso, de una experiencia de autoconocimiento de una identidad sagrada, de una expresión de ella a través de un artificio.

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