Finocchiaro, el ministro que renunció a la educación
Por Eduardo López y Mariano Denegris
Alejandro Finocchiaro dijo: "Detrás del disfraz de Caperucita Roja que hace días tenía Alberto Fernández está el lobo (…) los seres humanos no podemos ir en contra de nuestra propia naturaleza". La frase podría pasar como una simple chicana de campaña. Una más de las tantas declaraciones con tono bravucón del candidato a Intendente de La Matanza. Como cuando llamó “canallas” a los y las docentes de la CTERA o cuando denunció una “alianza kirchnerotrostkista” en las universidades argentinas. El asunto es que Finocchiaro, además de ser un candidato al que las preferencias de los electores bonaerenses le están resultando esquivas, es el ministro de Educación de la Nación. Un cargo, quizás, para el que nunca le dio el talle.
Aunque pasemos por alto que desde el punto de vista pedagógico su currículum es más bien flaco, ya que podría tener otras virtudes que hasta el presente se encargó de disimular, la frase supera un límite de tolerancia epistemológica. No nos importa la creatividad de las comparaciones con las que habla del candidato a presidente más votado en las Primarias. Lo grave es el remate filosófico con el que cierra su sentencia. Toda una petición de principios.
Pensar que los seres humanos tenemos una naturaleza contra la cual no podemos ir, es de un esencialismo, un determinismo y un naturalismo que asustaría a los pedagogos de hace más de dos siglos. No deja de ser una concepción de la educación y por lo tanto del mundo y de la humanidad. La idea de que las cosas son como son y no se pueden cambiar, de que cada persona tiene una esencia y la educación a lo sumo puede sacarla al exterior, está contenida en alguna de las etimologías del verbo educar. Sin embargo, atrasa varios siglos. La escuela sarmientina con su concepto fuerte de educación común ya avanza hacia la propuesta moderna de que la población de un país y los individuos en particular, pueden transformarse mediante la acción educadora. Podríamos discutir algunas de sus estigmatizaciones sobre sectores no educables. Podríamos ir más lejos aún y plantear que la educación no modifica objetos. Como señala Philippe Meirieu, en el acto educativo “la persona que se construye ante nosotros (los y las docentes) no se deja llevar o incluso se nos opone, a veces simplemente para recordarnos que no es un objeto en construcción sino un sujeto que se construye”. Pero Finocchiaro ni siquiera se ha planteado estos problemas. Sus razonamientos son premodernos. Es como una especie de Tomás Hobbes, describiendo lobos sin haber aún encontrado su Leviatán. Sin Estado educador, sin nada. Desde ese pensamiento no sólo debería costarle ser Ministro de Educación, debería resultarle imposible ser docente. Su naturalismo arcaico lo pondría seguramente en las filas de Jair Bolsonaro, el presidente de Brasil, que prohíbe a Paulo Freire en las escuelas. Es lógico. El gran pedagogo brasilero decía que las cosas no son así, están así, y pueden ser transformadas. Es algo sencillo, pero irrita mucho a los que piensan como Finocchiaro.
Una enseñanza de la querida Stella Maldonado vendría bien para responderle al actual Ministro: “Tenemos que pensar que cada día, cuando entramos a nuestras escuelas, con nuestros compañeros y compañeras hacemos una apuesta al futuro. Y esa apuesta, en el presente, está sustentada en esos pibes y pibas que nos miran todos los días, expectantes, que llegan son sus historias, con sus problemas, con sus saberes previos, con sus culturas y sus amores. Somos maestros y maestras porque estamos convencidos de que hay un futuro mejor para ellos y que somos parte de esa construcción. Si no pensamos que hay un futuro mejor para ellos, no podemos enseñar”.