“Cuando hablo de vecinocracia estoy pensando en los procesos de estigmatización social”
Por Santiago Asorey
Abogado y Magister en Ciencias Sociales (UNLP). Se desempeña como profesor e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Da clases en varios posgrados sobre sociología del delito, violencia e inseguridad. Dirige la Maestría en Ciencias Sociales y Humanidades de la UNQ.
Es autor de varios libros, entre otros, “Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno” (2014); “Vida lumpen. Bestiario de la multitud” (2007); “Justicia mediática” (2000). Editor y autor de “Hacer el bardo. Provocación, resistencias y derivas de jóvenes urbanos“ (2016). Coautor de “La criminalización de la protesta social” (2003), “Políticas de terror. Las formas del terrorismo de estado en la globalización” (2007), “El derecho a tener derechos. Manual de derechos humanos para organizaciones sociales” (2008) y “Circuitos carcelarios” (2015). Es miembro del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ), organismo de derechos humanos, e integrante de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional. Miembro del LESyC (Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales) de la UNQ.
Escribe en numerosas revistas y medios periodísticos nacionales. Sus notas pueden leerse en su blog Crudos.
Agencia Paco Urondo: La reflexión central del libro hace alusión a las prácticas de la vecinocracia: una forma que reniega de la política que pero convoca a una violencia purgatoria, a partir del temor, el prejuicio y la construcción de un otro/enemigo. ¿Cómo se expresa la vecinocracia?
Esteban Rodríguez Alzueta: La vecinocracia se expresa de múltiples formas. La averigua en los cartelitos de “vecinos alertas” y el chismerío barrial, pero también en los comentarios de los lectores en los portales de noticias, en los llamados de los oyentes que después son usados como separadores radiales y en bullicio de las redes sociales, es decir, en todas aquellas bravatas desopilantes, cloacales, en los mensajes de solidaridad lacrimosa y evangélica, a través de las cuales los usuarios de esos soportes tramitan su indignación, resentimiento y compasión. Pero sobre todo se la averigua cuando le ponen el cuerpo. Estoy pensando en los linchamientos o tentativas de linchamientos, en los casos de justicia por mano propia, en los escraches, en las quemas intencionadas de viviendas y su posterior deportación de núcleos familiares enteros de los barrios, en los saqueos colectivos a los comercios, en las tomas de comisarías y la lapidación a policías. Quiero decir, la vecinocracia está hecha de difamaciones a través de las cuales se degrada moralmente a las personas y de mucho hostigamiento visceral.
APU: ¿Por qué el lugar del vecinalismo ha devenido en un lugar de antipolítica?
E. R. A: El vecinalismo es una categoría con historia en Argentina que nos devuelve al vecino contribuyente del siglo XIX, es decir, a ese vecino exitoso que, por su capacidad económica, podía hacerse cargo de la gestión de la ciudad, sin participar de los grandes debates nacionales. La gestión de lo local estaba por encima de las rencillas políticas. La tradición fomentista del siglo XX también se pondrá más acá de las grandes discusiones políticas: son vecinos que se nuclean para conseguir el asfalto, el agua potable, las cloacas o las luminarias. Todas cuestiones, dirán, que no son de derecha ni de izquierda. Lo mismo harán los partidos vecinalistas que empiezan a aparecer con el regreso de la democracia en el 83. Son partidos que quieren resolver el antiperonismo que el radicalismo no había podido superar, una manera despolitizada de tramitar el gorilismo remanente. Y finalmente, en la década del 90 aparece el vecino alerta, es el momento del giro securitario del vecinalismo, lo que yo llamo el “vigilantismo vecinal”. Vecinos que se juntan para pedir más policías, más cámaras de vigilancia, botones antipánico, que le poden los árboles y dispongan más lucecitas Led. Son vecinos que están dispuestos a abandonar su zona de confort para vaciar los espacios públicos, es decir, que se muestran predispuestos a renunciar a la libertad a cambio de seguridad. Una demanda que no termina nunca porque el miedo al delito es un recurso inextinguible. Más aún en sociedades como las nuestras, organizadas en función de las afinidades identitarias, con mucha incertidumbre económica y demanda de reconocimiento. Todo aquello que no se adecua a los estilos de vida, a las creencias y las pautas de consumo de nuestro grupo afín será percibido como fuente de peligro, es decir, apuntado como problema y delatado a la policía.
APU: En todos estos casos la figura del vecino se propone como una alternativa a la figura de ciudadano.
E. R. A: Claro, el ciudadano es una figura que estaba hecha para las discusiones, discusiones que se fueron amplificando con el juego democrático. En cambio el vecino no quiere discutir nada. Los vecinos no quieren dialogar, sólo reclaman medidas urgentes y contundentes ¡ya!, mientras les advierten a los funcionarios que “si no hay gatillo policial habrá linchamiento vecinal.” Te lo digo de otra manera: si al ciudadano lo impulsan las razones más o menos superficiales, a los vecinos los sentimientos más o menos profundos; si las acciones de los ciudadanos deben guardar las formas y las citas sociales que exige cualquier intercambio político plura, los vecinos honestos, cautivos de la corrección social renegarán de sus posturas, se dejarán llevar por las emociones y mostrarán dispuestos a encolerizarse. Pueden pasar de la indignación a la ira rápidamente y su violencia tiende a escalar hacia los extremos. El ciudadano tiene que pensar su problema con el problema del otro, en cambio al vecino alerta lo único que le interesa son sus problemas, “mi problema”. “El asunto del otro no es mi problema, es un asunto, en todo caso, del gobierno de turno, para eso pago mis impuestos”. Y esto es así porque el vecino es secretamente antidemocrático. No le interesa discutir para decidir entre todos y todas cómo queremos vivir juntos. El vecino quiere vivir tranquilo o tranquila con los suyos.
APU: Hace una semanas desde Cambiemos aprovecharon unas declaraciones de Axel Kicillof haciendo alusión a personas que a partir de la crisis habían empezado a realizar actos de narcomenudeo y eso generó una avalancha de declaraciones del macrismo para hablar del tema. ¿Estas declaraciones del macrismo son combustible para el vecino alerta? ¿Cómo vislumbra la relación de Cambiemos con la vecinocracia?
E. R. A: Bueno, no hay que perder de vista que Cambiemos es un partido vecinal. Cambiemos no piensa la ciudad sino a las comunas. Si revisas la cartelería del gobierno de Larreta te vas a encontrar con una fuerte apelación al vecino. Porque el macrismo se propuso gestionar la vida cotidiana de los vecinos del barrio. Esos vecinos que sólo quieren estar tranquilos, que no les llenen de soretes de perros las veredas, llegar rápido a su trabajo, andar despreocupados por la calle mirando sus celulares, sin toparse con gente extraña; gente que piensan a la ciudad como una postal, un lugar lindo y canchero para sacarse una selfie. El macrismo es un partido vecinal tributario del fútbol y los accidentes, es decir, surgió del cruce entre el hincha y la víctima, una combinación de alegría y dolor. Dos sentimientos a través de los cuales suele esquivarse la discusión, dos sentimientos que cuando se maximizan pueden transformar a las multitudes en ménades, en mutas de caza.
Entonces, no es casual que la vecinocracia haya sido el mejor aliado de Cambiemos en todos estos años. Cambiemos llegó al gobierno interpelando a los vecinos alertas, hablándole al vecino. La vecinocracia es la reserva moral del macrismo, su mejor punto de apoyo en cada elección. Ahora bien, dicho esto no hay que asociar la vecinocracia a las aspiraciones de la clase media. La vecinocracia no es una clase social o en todo caso es una clase hecha con todas las clases. Mejor aún, una subjetividad que permea a casi toda la sociedad. Tampoco es patrimonio de la derecha. Muchos sectores progresistas e izquierda se mueven de la misma manera, en función de las mismas prácticas, apelando a los mismos temores, las mismas pasiones iracundas, desplazando la discusión plural por la creencia identitaria. Cuando hablo de vecinocracia, entonces, estoy pensando en modos de obrar, sentir y hablar que no son patrimonio del macrismo. En muchos movimientos sociales o sectores de ellos pueden reconocerse las mismas prácticas de los vecinos alertas. Pienso en algunas agrupaciones estudiantiles que se mueven en la universidad como patrullas morales levantándole la banderita de posición adelantada a todo aquel que se corre de las formas correctas de estar en esa comunidad. Quiero decir, cuando hablo de vecinocracia estoy pensando en los procesos de estigmatización social, en el indignacionismo, en la revictimización de la víctima, en la cultura de la delación, en la nueva ética protestante que averiguamos en la cultura de la queja, en el prudencialismo o el fetichismo de la prevención, en la postulación del miedo como una forma de responsabilidad urbana, en la difamación como forma de tramitar los reproches. Todas estas prácticas y las narraciones que implican las encontramos en todas partes del universo social. Si el macrismo alguna vez supo transformarse en mayoría en gran medida se debe a que supo captar esa subjetividad que permea a gran parte de la sociedad, una subjetividad antidemocrática, que no está hecha de paciencia, autolimitación, mesura y reflexión juiciosa, sino todo lo contrario: es impaciente, extralimitada, imprudente y muy prejuiciosa. Quiero decir, la vecinocracia que se muestra de forma descarnada en el macrismo la podemos encontrar también al lado nuestro en los sectores progresistas. La vecinocracia no siempre vota a Macri.
APU: Uno de los problemas que usted señala a partir de un concepto de Hannah Arendt, esta idea de no poder pensar, en el sentido de no poder ponerse en el lugar del otro. ¿Cómo entra esta idea en la concepción de la vecinocracia?
E. R. A: El vecino alerta es un individuo que puede ser muy inteligente pero tiene un gran problemita: no sabe pensar, es decir, no puede ponerse en el lugar del otro, no sabe pensar de manera ampliada, no imagina que hay otros individuos o grupos de individuos que pueden tener otras formas de ver el mundo, otros problemas. Como te decía recién: “El problema del otro no es mi problema”. Cuando vos no podes pensar con el otro, poniéndote en su lugar, difícilmente vas a poder imaginarte que tiene otras dificultades, otras creencias, otros estilos de vida y, sobre todo, vas tener dificultades para sentirlo. Kant decía que estas personas eran idiotas. Y los idiotas morales, agregaba George Simmel, son individuos indolentes, anestesiados para sentir a ese otro-cercano pero muy lejano vivencialmente hablando. Si pueden dedicarse a difamar al próximo y hacerle la guerra preventiva, hostigarlo, difamarlo, escracharlo, lincharlo, es porque devaluaron su estatus jurídico, porque lo transformaron en un demonio. Los vecinos viven de los fantasmas que los asedian, necesitan monstruos por doquier para orientarse en una sociedad compleja que no comprenden. Y una manera de simplificar el mundo es cortarlo en dos: transformar la sociedad en un partido de River y Boca. Corta la bocha: si robó, marche preso; el que mata tiene que morir.
APU: Otro de las reflexiones hace alusión al puntivismo, al escrache y la linchamiento. ¿Qué diferencia hay entre los linchamientos y los escraches que realizaban organizaciones de derechos humanos a genocidas en los 90?
E. R. A: Es una gran pregunta, pero necesitamos mucho tiempo para responderla. De modo que me reservo el derecho de réplica. Pero no quiero esquivarle a la pregunta. En primer lugar hay que decir que los escraches no son un invento de HIJOS. Antes fueron la manera en que los sectores más pobres tenían de tramitar algunos problemas en el barrio. Si no tienen acceso a la justicia, entonces una forma de ejercer una sanción moral, de amonestar al rata del barrio, era arrojándole un baldazo de pintura en la puerta de su casa. Lo mismo hicieron los sectores medios durante la hiperinflación alfonsinista cuando marcaban con pintadas a las farmacias que no vendían los remedios especulando con la suba de precios. Tampoco los escraches que organizaron los HIJOS fueron siempre los mismos escraches. Hay un viejo librito que editó el Colectivo Situaciones donde se planteaba esta discusión, por cierto muy actual hoy día. Los escraches me interesan en tanto pueden abrir un ámbito de reflexión en la sociedad, en tanto tienen la capacidad para interpelar a la sociedad a debatir. Pero los escraches pueden ser también todo lo contrario: experiencias para clausurar la discusión, organizados para difamar. Y cuando además son formas de justicia que se realizan sin las garantías y derechos que tanto nos costaron conseguir, entonces veo otro gran problema para la vida democrática. Ahora bien, me parece que los escraches hoy día no son solamente tributarios de los escraches de los 90 que organizaron los HIJOS, sino de los escraches de la televisión. La televisión es una máquina de escrachar, el periodismo televisivo se dedica sistemáticamente a escrachar a las personas que sienta en el banquillo y lo hace invirtiendo el principio de inocencia, atribuyendo la culpa de antemano, sin debido proceso, sin darle a la persona la posibilidad de defenderse. En el año 2001 escribí un libro (Justicia mediática) donde abordaba precisamente esta cuestión. La justicia mediática le dice todo el tiempo a la víctima “yo te creo”. Punto, ahí se terminó la cosa, se cerró la discusión. La víctima no tiene la verdad sino que está en el lugar la verdad y no se le puede preguntar nada. El que duda de ella será merecedor de la misma sospecha que se cargó a la cuenta del acusado. Y los periodistas son los mejores victimólogos, viven de la víctima, se la pasan picaneando a la víctima con el micrófono. En vez de cuidarla la exponen, la sacan de gira, le preguntan insistentemente a una madre que acaba de perder un hijo “¿cómo se siente?” El periodista goza con el dolor del otro. Esta es la parte maldita del periodismo y, por supuesto, la parte no reconocida. Un dolor, como me dice un gran amigo, que se derrama en la sociedad y nos hace gozar secretamente. Hoy día se hace política con el dolor del otro. No hay política sin dolor, sin lágrimas. Porque además ese dolor es lo que nos junta. Como le digo siempre a mis alumnos y alumnas: el asesinato de una mujer embarazada en una salidera bancaria tiene la capacidad de no generar divisiones. Más allá de que vos seas macrista o peronista, vivas en una villa o un country, todos y todas nos vamos a sorprender diciendo “¡qué barbaridad!”, “¡cómo puede ser!”. La manipulación del dolor del otro genera movimientos de indignación a través del cual se sincronizan las emociones y aplaza o clausura cualquier debate.