Ideas para recuperar el derecho a comer
Por Enrique M. Martínez | Instituto para la Producción Popular
Seamos bien claros. El capitalismo es un sistema económico donde por definición el capital es hegemónico. En consecuencia, se considera que el capital debe tener una ganancia sistemática y debe limpiarse el camino para garantizar eso.
El resto, los que tenemos el sombrero de consumidores, somos en esa mirada un complemento necesario, imprescindible, pero subordinado a los que los capitalistas nos induzcan y hasta obliguen a consumir.
Nuestro consumo tiene dos grandes vertientes: aquellas cosas imprescindibles, que sin ellas lisa y llanamente desaparecemos y por otro lado, aquellas otras cosas que de manera real o imaginaria, complementan nuestro confort y nos permiten mejorar nuestra condición de vida presente.
El segundo grupo, con mayor o menor resignación o aceptación, es postergable. El desafío para el capitalista es inducirnos a demandar esos bienes, con los mecanismos más y más complejos de manipulación que se desarrollan día a día desde el comienzo de la revolución industrial. Comprar un auto, un electrodoméstico nuevo, un celular con más capacidad, es una aspiración de millones, fogoneada por quienes han decidido que su negocio es mantener vivos esos deseos.
El primer grupo, el de consumos de subsistencia, tiene algunas reglas diferentes. Gran parte de nuestros abuelos cubrían una fracción apreciable de su alimentación con la huerta en el fondo, el gallinero, la compra al lechero o carnicero ambulante.
La huerta desapareció de las grandes ciudades porque todo se comprimió; el gallinero por la misma razón y además nos instalaron que era portador de enfermedades; la leche cruda pasó a ser pecado bromatológico. Pasamos a ser consumidores plenos de alimentos. Lo mismo de indumentaria o de todo el equipamiento del hogar, desde una silla hasta una heladera.
Los capitalistas invadieron de tal forma el espacio de la subsistencia e instalaron también allí las ideas que convienen a su vocación de hacer negocio. El escenario no lo definimos nosotros, como hace medio siglo, en función de nuestras necesidades. Comemos leche descremada o con hasta 4 porcentajes de grasa original, papas fritas cuyo origen no podemos aseverar, decenas de productos que otro define y nos convence que deberíamos sumar a nuestra dieta, con mecanismos parecidos a los del vendedor de celulares.
Encima de acceder a una oferta cada vez más condicionada, la concentración y la intermediación ganan todo espacio posible, siguiendo una vez más las reglas básicas del capitalismo.
Y tenemos que seguir comiendo.
Cuando llegan las crisis, podemos postergar la moto o cambiar el lavarropas, pero un básico de alimentos necesitamos. Allí queda en evidencia que cuando el negocio se instala en el sector alimenticio, resulta más seguro para el capitalista que otras opciones. Es más: puede asegurar su rentabilidad colocándose por delante de la inflación. Y eso es lo que hace. En la Argentina de hoy, donde las lácteas oligopólicas, el cártel de la carne, los intermediarios que someten a los productores hortícolas, los hipermercados, estiran una cuerda que consideran irrompible.
Como agregado al problema, el gobierno considera legítimamente imprescindible encarar el hambre en el país y avanza a aportar más de 5000 Millones de pesos por mes para que nadie se acueste con el estómago vacío. ¿Dónde van esos recursos? En su gran mayoría al circuito de oferta concentrada y abusiva preexistente, que sin que esa sea la intención oficial, recibe así un estímulo para seguir metiendo la uña a los precios.
¿Qué hacer?
Controlar, regular, establecer acuerdos, parece el reflejo más inmediato. Es insuficiente.
La única y auténtica solución de fondo es desconcentrar, desmonopolizar, agregar eficiencia a cada cadena de valor alimenticio, evitando que alguien participe solo por su potencia financiera, comprando barato y vendiendo caro.
Esto no se decreta. Hay que construir escenarios nuevos.
Municipios en que parte de la población pasa a recibir 50 millones de pesos y más para reforzar su mesa, pueden – deben -organizar mercados populares municipales al cual tengan acceso únicamente productores directos, sea locales, regionales o nacionales, en ese orden de prioridad, sin intermediario alguno, con entes públicos que actúen como administradores. Allí deberán dejar de ser invisibles la banana de Formosa, las manzanas de cooperativas de Mendoza o el Alto Valle, la pléyade de pescadores artesanales, sea de río o marítimos. Tantas otras cosas.
Comunidades que aporten a financiar plantas locales de producción de leche fluida o de pollos, con asistencia técnica de INTA e INTI.
Uniones transitorias de grupos de consumidores con productores hortícolas para financiar desde la siembra y retirar luego los productos, siguiendo el ejemplo de decenas de miles de casos similares en EEUU, Inglaterra o Japón.
Integración de municipios, sindicatos, mutuales, empresas para facilitar la distribución de alimentos desde el productor a sus comunidades cercanas.
Hay más y más posibles escenarios. Hasta es perfectamente posible imaginar experiencias diseminables, donde se siembre trigo o girasol y se articule con molinos harineros o aceiteros la elaboración, desvinculando los precios del mercado internacional, sin lesionar su ecuación económica.
Se mencionan escuetamente varias posibilidades, para señalar que los caminos están. Con las dificultades a superar en cada caso, pero no se trata simplemente de ponerse a gritar en medio de la calle sobre la violencia de los poderosos.
Se trata de construir una vida colectiva a la medida de nuestras necesidades y sacar el mundo de los negocios de nuestro cuello.
Se trata de recuperar nuestro derecho a comer. Simplemente eso.