¿Por qué yo debo pagar con mis impuestos el regreso de los que veranean en Europa?, por Ignacio Fittipaldi
Foto: Maria Jose Grenni
Por Ignacio Fittipaldi
La incertidumbre es hija de la coyuntura y ésta, usualmente, es una miríada de preguntas sin respuestas. En un país donde la incertidumbre es ley, una reglamentación del futuro raído, esta amenaza hecha pilote de concreto, es una trompada en la cara. Y lo es, entre otras cosas, porque entrega muchas certidumbres, algo inusual para los nativos que hoy encuentran en Europa ese espejo en el que siempre nos miramos, ese mármol de Carrara que nunca pudimos ser, el destino inevitable de lo que nos sucederá. Por primera vez y de manera masiva, Europa es lo que no queremos ser, a diferencia de lo que cierta intelectualidad suele proponer como ejercicio. Europa es lo que vamos a ser en el peor de los sentidos.
También es vista como el destino turístico hacia el que una clase media/media alta accedió y para los que el viejo continente se convirtió en la piedra de Sísifo. Hoy miles de argentinos, a los que imagino en el pasado insultando a los dirigentes que siempre apostaron a una aerolínea de bandera (deficitaria y todo) deben volver de ese continente en aeronaves que son patrimonio nacional. Esta pandemia tiene ribetes tragicómicos. Los argentinos pro-privatización de aerolíneas, pro-achicamiento del Estado vuelven por una aerolínea de bandera. Regresan financiados en dólares a un costo per cápita superior al aumento de los $3000 que recibirán los beneficiaros de la AUH. Alguien se anima a preguntar ¿por qué, yo/nosotros, debo/debemos pagar con mis/nuestros impuestos el regreso de aquellos que veranean en Europa e incluso los que se fueron con la pandemia ya declarada? La respuesta es sencilla. No vale la pena profundizar.
¿Alguien sabía que en Argentina existía esta “desmesurada” cantidad de infectólogos, epidemiólogos, virólogos y sanitaristas? ¿De dónde salieron, de qué viven, quién los formó, dónde estudiaron, quiénes les bancaron sus estudios universitarios? Para qué sirven lo sabemos recién hoy, pareciera ser. ¿Desde cuándo un equipo de especialistas asesora al presidente y a todos nos parece genial que eso suceda así tan naturalmente?
¿Cuál será la faena del virus cuando llegue al conurbano y el metro y medio de distancia entre personas no pueda ser cumplido debido al hacinamiento consumado? ¿Cómo harán las poblaciones de las localidades del interior provincial para limpiarse las manos con agua en donde no hay? ¿Cómo haremos para responsabilizar esta vez a las clases populares siendo que quienes importaron el virus e incumplen la cuarentena son, en su mayoría, los que materialmente tienen la manutención garantizada? ¿Estamos preparados para la revancha clasista? ¿Estamos listos para ser controlados por las mismas fuerzas federales de seguridad que hasta el año pasado nomás, persiguieron, reprimieron y asesinaron cada vez que pudieron al mismo pueblo por el que ahora deben velar?
Pero decía que esta pandemia ofrece certidumbres y que esa certidumbre provoca pánico. La certidumbre de saber que estaremos guardados durante meses; que estaremos durante tanto tiempo con nuestras familias es un desafío del que no hay escapatoria y cuyo resultado sí, es incierto; que nuestros padres están en el riesgo real, e inminente, de morir; que los precios de los alimentos aumentarán quién sabe hasta dónde eso es una certidumbre muy concreta; no saber qué hacer con nuestra propia existencia más allá del vínculo con el Otro inmediato nos somete a un ejercicio existencial al que no estamos acostumbrados; revisar las costumbres cotidianas y reemplazarlas por otras en un contexto en donde los recursos son limitados es algo muy concreto que provoca angustia y también sabemos que esa angustia crecerá en los días sucesivos. Sabemos que la economía caerá infinitamente y lo que no sabemos es durante cuánto tiempo y cómo saldrá nuestra singular economía de eso. Sabemos que hay un pasaje al orden. En una sociedad anómica, que de un día para el otro la máxima autoridad del poder ejecutivo diga se tienen que quedar en sus casas, y si no, van a ir presos, es una ecuación irreductible con niveles de adhesión (y encarcelamientos) crecientes. La ley es la ley y hay que cumplirla. Eso lo sabemos.
Y esto último no lo sé pero lo imagino. Sueño e imagino que el día uno de la post-cuarentena, cuando todo esto termine, cuando el número de muertos sea brutal y el de infectados un delirio, lo imagino como una orgía de carnes a la parrilla, el horno de barro de mi casa será un infierno durante días y la leña arderá; días de gente pasando a comer y beber, reírnos y hablar, darnos un abrazo y besarnos; las gentes ganarán los espacios públicos, se instaurará la categoría “los que se fueron a Europa” como aquellos que produjeron todo esto; iremos corriendo, porque se podrá correr, a cortarnos el pelo, a teñirse, a la cancha y a depilarse; arderán las camas de sexo; los pibes irán a la escuela y yo podré cagar en tranquila soledad; ir al almacén a comprar solo un jabón será un paraíso para tantos; estornudar en el tren y esparcir las bacterias a diestra y siniestra sin que nadie nos mire como si fuéramos Josef Mengele, será rutina; viviremos para siempre con la amenaza latente, la posibilidad, esa inquietud corrosiva de que esto vuelva a ocurrir y finalmente tomaremos dimensión de que la risa del otro es campo fértil para ser lo que una vez fuimos: felices sin darnos cuenta.