Protagonistas del 17 de Octubre: Juan Alvarado
(Las fotografías corresponden a la Colección personal de Roberto Baschetti)
“El día 15 de octubre de 1945 tuve que internarme en el Hospital Fernández para una intervención quirúrgica, que debía realizarse justamente el 17 de octubre a las diez horas. Mire qué casualidad. Indudablemente, ya flotaba en el ambiente esa conmoción del pueblo a raíz de los hechos del 9 de octubre, cuando el general Perón renunció a todos sus cargos: secretario de Trabajo, ministro de Guerra y vicepresidente de la Nación. El pueblo se agitaba y se movía tras un objetivo, rescatar a su líder, que en ese tiempo era coronel. Después de los hechos del 9 de octubre, el gobierno procede a su arresto y lo destina a la isla de Martín García. A las siete de la mañana del día 17, con la concurrencia del personal al Hospital Fernández, donde yo estaba, se corre por allá la firme reacción popular de que los trabajadores harían un paro general. Yo trabajaba en lo que ahora es Agua y Energía, es decir la Dirección General de Irrigación. A mí me ataba una cierta corriente con Perón: le había escrito en dos o tres oportunidades –lamento en este momento no tener las cartas-, antes del 17 de octubre, porque veía la obra tremenda, o la captación de todas las inquietudes que movía en el pueblo, que buscó transformar en realidad, dándole a los trabajadores, principalmente, un cúmulo de conquistas sociales. Por eso guardaba una simpatía con el entonces coronel Perón, aunque había un cierto escepticismo en los trabajadores porque no confiaban mucho; es decir, el pueblo estaba un poco descreído.
Perón propendió a la proliferación de los sindicatos en todo el país, para que pudieran luchar con ventaja en pos de esas conquistas sociales y transformarlas en realidad; el aguinaldo es una de esas conquistas, muy discutida y muy resistida en ese tiempo, pero al final, lo que más valor tuvo fue la dignificación del trabajador. Antes no se respetaban las licencias anuales; era rara la excepción: usted se pedía una licencia anual que le correspondiera y eso era motivo de despido. Los horarios no se cumplieron nunca, las ocho horas eran un mito, en fin, una serie de injusticias. Perón viene a acomodar las cosas en su justo lugar. El estatuto del peón de campo fue otra de las grandes conquistas que fijan una remuneración acorde al medio de vida de ese entonces, donde el pueblo podía vivir y no subsistir, como lo hace ahora . Generalizando todo el panorama, vivía desde el capitalista, comerciante, industrial, operario, clase media, trabajador, todo el mundo vivía bien, no había privaciones de ningún tipo, porque la gente ganaba lo suficiente para poder vivir.
Yo en ese momento no tenía ninguna actividad gremial específicamente, tenía una inclinación política, lógicamente esperaba, como quien espera el maná del cielo, que salga alguien que pueda captar lo que realmente quería el pueblo. Y ese alguien fue el general Perón.
Llegó la versión de la comisión de la calle (imagínese, yo estaba internado), y entonces, ante esa inquietud popular, yo que soy parte del pueblo no vacilé ni un minuto. Acababan de prepararme para la operación, había que entrar al quirófano. Debía realizarse tres horas después, porque el personal entraba a las seis, siete de la mañana; pero ya traía la noticia del movimiento del pueblo. Entonces yo, en ese momento ya estaba limpio por fuera y por dentro porque tenía que ir a la operación, en ayunas y todo eso. Junté mis cosas personales, las deposité en una valija que tenía, me cambie de ropa, tomé el ascensor hasta el sótano y por la cochera me largué a la calle. Iba sólo y allí me encontré con grupos de trabajadores que convergían de todos lados hacia la Plaza de Mayo. Se imaginará: llega mi familia para acompañarme a la sala de operaciones, no me encuentra, el médico se enloquece, me busca por todas partes, las monjas eran un revuelo preguntando por mí ¿Dónde está el enfermo? El médico que me tenía que operar movilizó todo el hospital buscándome porque había desaparecido con todas mis cosas personales. Bueno, llegué a Plaza de Mayo así, un poco mareado porque estaba en ayunas, ya le dije, limpio por fuera y por dentro, disparando para un lado, disparando para otro, hasta que se empezó a aglomerar gente. Más o menos a la once de la mañana llega la versión de que al coronel Perón lo habían traído de Martín García al Hospital Militar. Entonces nos dirigimos desde Plaza de Mayo rumbo a la avenida Luis María Campos, donde estaba el hospital. Era una columna como de tres cuadras, más o menos. Íbamos por las avenidas o por calles paralelas y la policía nos corrió de un lado y nos encauzaba en otro, pero siempre rumbo al Hospital Militar. Es decir, la policía no ha sido en ese entonces un factor prohibitivo; al contrario, se había plegado a ese movimiento popular, indudablemente.
Llegamos allí, se reforzaron las guardias de soldados con ametralladoras y nosotros al grito de ‘¡Perón! ¡Perón! ¡Perón!’. Hasta que, en un momento, Perón se asoma en el quinto piso y nos saluda con la mano. Entonces alguien hizo correr la voz que había que volver a la Plaza de Mayo. Habremos llegado a las tres de la tarde, porque íbamos sin apresuramientos, y vuelvo a repetir que la policía colaboró mucho para que eso se hiciera en orden. Llegamos a Plaza de Mayo; un poco cansados, recurrimos a las fuentes que en ese tiempo estaban allí, la gente se refrescaba porque hacía mucho calor. Así se fue aglomerando la gente. Ya tuvimos noticias de que venían de Avellaneda. Se habían levantado puentes y la gente se largaba a nado, otros en canoa, pero todos cruzaron el Riachuelo. Avanzaron las horas y la gente machacando al grito de ‘¡Queremos a Perón!’. Apareció el general Farrell, pidió calma a la multitud y no era oído; varios oradores intentaban dirigirse al pueblo y el pueblo no escuchaba a nadie. Quería a Perón. El director de ‘La Época’, doctor Colom, fue el único que consiguió desde una camioneta que estaba estacionada allí, dirigirse a la multitud pidiendo un poco de paciencia porque el coronel vendría a la Casa Rosada. En un momento dado, serían como las diez de la noche, ya la multitud un poco enardecida, consiguió un madero no sé de dónde y forzó las puertas de la Casa de Gobierno. Alguien dijo que los esperaban para barrerlos del otro lado con ametralladoras y al pueblo no le importó correr ese riesgo, y siguió golpeando. Hasta que en un momento dado se hizo un silencio. Yo había quedado afónico de tanto gritar todo el día, y por desgracia llevaba mi valija a cuestas; la policía me paraba porque quería saber que llevaba adentro y se encontraba con platos, toallas y algunas cosas que son necesarias cuando uno está internado en un hospital. Como yo me encontraba afónico y vivía cerca de Plaza de Mayo, en la calle Garay, me fui prácticamente corriendo. Tenía una hija de ocho años. Levanté a mi hija y me vine con ella a la Plaza. Con una sola finalidad: ¡Yo no podía gritar! Y eso me mortificaba. La puse sobre los hombros a mi hija y ella gritaba por mí; de una manera no sé si correcta, porque era una niña de ocho años, pero yo me hice una composición de lugar: no puedo gritar; bueno, que grite mi hija. Por eso la traje.
La gente se agitaba permanentemente, se alimentaba con sándwiches que se vendían allí. Pero aguantó, porque iba en pos de una idea: ver en los balcones al líder de los trabajadores, que en ese tiempo era Perón. A la gente entonces no le importó sufrir una serie de inconvenientes, la inclemencia del tiempo, pues hacía mucho calor, todo eso lo superó. Al pueblo nunca le importó mortificarse cuando va tras una ambición que se transforma en realidad al final.
Sale Perón al balcón y dice que no está arrepentido de lo que hizo. Si tendría que volverlo a pasar lo haría igual. Y tuvo un recuerdo para su madre. Pero lo interesante de todo esto fue que inmediatamente la Plaza de Mayo estaba totalmente cubierta, hasta por las diagonales se veía el encendido de antorchas. Así pasaron los años, me decía mi hija que era un espectáculo que lo llevaría grabado en sus retinas toda la vida, porque era muy difícil de olvidar. Era una inmensa hoguera, al grito de ‘¡Perón! ¡Perón!’. Serían las dos de la mañana cuando Perón nos exhorta a tener paciencia y a retornar a nuestros hogares. Se formaron varias columnas por las diagonales, otra por la Avenida de Mayo donde yo me encolumné con mi hija a cuestas. Cuando vamos llegando a la esquina del diario ‘Crítica’ vi a la distancia como nubes que bajaban. Era que de ‘Crítica’ tiraban agua caliente a los que pasaban. Por supuesto se disgregó esa parte. Después empieza el tiroteo. Desde los balcones del diario se escuchaba el tableteo de ametralladoras. Recuerdo bien que había un militar, que debía ser por lo menos mayor; sacó su pistola y empezó a hacer blanco en todos los focos de la cuadra donde esta ‘Crítica’ para así –en la oscuridad- no ofrecer tanto blanco. Nosotros nos guarecimos detrás de una mesas de mármol que nos servían un poco de escudo. Hasta que vino un tanque de la policía y empezó a bombardear la parte baja del edificio donde tenía instaladas sus máquinas el diario ‘Crítica’, y que obligó a pedir la rendición. Entonces, entró la policía y detuvo a quienes habían ametrallado al pueblo. Eso es, sucintamente, el 17 de Octubre.
Volví a mi casa. Tenía a mi madre postrada en cama desde hacía tiempo. Imagínese: venir el hijo, llevarse a la nieta de un brazo (porque entonces no entré a ver a mi madre), lo menos que podía hacer era pedirle perdón y lo hice al oído de ella porque estaba muy afónico; le pedí perdón por lo que la había hecho sufrir en esas horas. Entonces mi madre, criolla por excelencia, me contestó: ‘Lo que no te hubiera perdonado es que te hubieras quedado en casa’”.
Tomado del libro LA PLAZA DE PERÓN. TESTIMONIOS DEL 45. Roberto Baschetti compilador.
Ediciones Capiango – Peronismo Militante. CABA. 2015. 302 págs.