El progresismo cultural ahora se la agarra con L-Gante
Por Yael Crivisqui
Siempre sucede con los géneros suburbanos el hecho de que tienden a incomodar a toda el ala progre, devenida en una suerte de “vanguardia iluminada”, portadora de una verdad única, que pone en tela de juicio si lo que hace el artista es o no música, por el simple hecho de que ellos no consumen el género en cuestión. Sin embargo, tienen construidos sobre él una infinidad de prejuicios. El discurso de estas “vanguardias” suele ser monolingüístico, relativiza y minimiza las subjetividades y los contextos en los que se crean y producen estos proyectos musicales que a veces, como en el caso de L-Gante cobran masividad, para cargar las tintas contra prácticas culturales que les son ajenas; pero les suenan feas y por eso las estereotipan.
Hace muchos años ya que soplan vientos de indiferencia e invisibilización en la cultura rock, por ejemplo, construidas sobre el manto sagrado y puro de dos o tres medios que hegemonizan el oído, diciéndonos qué escuchar y qué directamente no existe, porque ya sabemos que lo que no se menciona…también lo hacen con la palabra, construyendo relatos y sentidos, cuando deciden que las bandas nacidas de algún centro urbano popular, con sus contextos, son el emergente abyecto de una cultura despreciable que tiene sus orígenes en los 90, y a la que llaman de manera peyorativa “cultura del aguante” o “rock de barrio”. En estos casos, su masividad, si llega, es por el circuito que hoy se arma en las redes sociales, fuera de los grandes medios, o en medios alternativos que lejos de hacer un réquiem o de contar las costillas, bancan.
Esta hegemonía discursiva no es necesariamente de corte conservadora. Por el contrario, sobre todo en estos últimos diez/dieciséis años, florece de voces progresistas. Además de moldear discursos, también logran moldear estados anímicos, incentivando a la hostilidad, para que así la opinión pública sea la de la estigmatización. Hace dieciséis años, por ejemplo, el relato era criminalizante, ahora directamente es, a través de ese estigma, el de ignorar, a veces recordar su desprecio y solo mostrar a las bandas que cumplen con sus cánones de estética moral y musical, y que tienen la guita para poder circular, claro.
Y volvemos a leer que arremeten contra la cultura del aguante como identidad, contra el hecho de que los pibes y pibas tomen “el cielo por asalto” con sus diversos géneros. Los portadores del discurso tal vez se reciclan, pero el contenido es el mismo. Les sigue jodiendo toda una cultura que se construye en las barriadas, que aguanta los vestigios y las consecuencias de épocas de gobiernos neoliberales, hambreados, saqueadores, y arman, a través de la música, con las herramientas que tienen al alcance, tal y como contaba L-Gante en la nota, con la notebook del Gobierno, el que estuvo presente, ya sea rock, reggaetón, rap, trap o hip hop, una forma de vida, una filosofía, y una política del sobrevivir.
Con sus fiestas - y los límites que ya no se pueden pasar, porque hubo que aprender con una tragedia encima a no desbordar y a cuidarse mejor unos a los otros porque a veces hay Estado presente, y otras muchas no- con su gente, con su manera de bancar una parada a la que estos sommeliers de culturas, nunca van a llegar. Les queda muy lejos, y están cómodos en ese pedestal de clase media miope.
No dejo de preguntarme, a través de los años, por qué existe esa pulsión constante de pretender negar la sapiencia de las nuevas generaciones, que arrastran siempre quilombos cotidianos heredados. Por qué esa necesidad de castigar las formas distintas de resistir a las reglas de exclusión del capitalismo salvaje, repitiendo sistemáticamente los mismos patrones de invisibilización o de cuestionamiento. Por qué siempre de un lado son los bárbaros, inadaptados, la cloaca de la sociedad y del otro los buenos, cultos, profetas de la superioridad y del odio. Por qué siempre caracterizan a la “cultura del aguante”, como la resaca de toda la bazofia de la historia de este país, y no como la militancia de toda aquella patria chica que ataja la injusticia social, forjando su identidad a través de la sublevación a la imposición del sistema, esa dice que hay que anular la existencia de otras culturas que no sean las dominantes. Y llego siempre a la misma respuesta: operar y denigrar a ciertos sectores, también vende y eleva la categoría de miserabilidad de las “voces autorizadas” que hegemonizan los medios, los espacios, la opinión pública.
Aguantar en la realidad jamás puede estar mal. Lo que está mal es no disputar su sentido, y permitir los discursos que quieren condenar al ostracismo a todo lo que no esté dentro de sus reglas de aceptación.