Colombia: otro país mimado por el FMI y el Banco Mundial que enfrenta graves conflictos sociales
Por Daniel Garmendia
Hace mucho tiempo, Eduardo Galeano escribió, justamente sobre Colombia, en las Venas Abiertas de América Latina:“¿Es lícito confundir la prosperidad de una clase con el bienestar de un país?”. Las protestas que se iniciaron el pasado 28 de abril como respuesta a nuevas medidas tributarias impulsadas por el gobierno de Iván Duque y la represión desatada en consecuencia, vuelven, otra vez, a darle vigencia a la pregunta formulada por el escritor uruguayo.
Según un informe publicado por el Banco Mundial, Colombia tiene un historial de manejo fiscal y macroeconómico prudente, anclado en un régimen de metas de inflación, un tipo de cambio flexible y un marco fiscal basado en reglas fiscales, que permitió que la economía creciera ininterrumpidamente desde 2000. Ese mismo discurso ha sido repetido al unísono por los voceros del neoliberalismo, principalmente a través de los medios hegemónicos de comunicación y los referentes políticos de la derecha del continente. Ahora bien, ¿esa descripción tiene un correlato en la realidad social de las mayorías de la nación cafetera?
Las calles de las principales ciudades están dominadas por estelas de humo, corridas y una imagen permanente de caos. Los tiros se oyen de manera continua, los gritos y la sensación de normalidad en torno a la presencia de la muerte en cada esquina se han convertido en la fotografía dominante de aquella caracterización que los tecnócratas de los organismos del establishment económico mundial han señalado como “estabilidad macroeconómica”.
Desde el 28 de abril hasta estos días, gran parte de la sociedad se ha movilizado en repudio a las medidas tributarias impulsadas por el presidente Iván Duque, lo cual ha motivado la renuncia del Ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla. No obstante, las protestas por parte de la población no han cesado, en un intento por desnudar una realidad social que no se circunscribe sólo a la aceptación o no de las nuevas disposiciones tributarias. Tampoco han cesado las acciones represivas del Estado.
Según ha reportado la Defensoría del Pueblo de Colombia, las cifras recolectadas hasta el 3 de mayo arrojaban 19 personas fallecidas y 89 desaparecidas en el marco del paro nacional. También ha coincidido en esas cifras el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH), agregando que se han registrado más de 800 heridos. El informe de la ONU afirma que las muertes se han producido principalmente en la ciudad de Cali, aunque también se han notificado asesinatos en Ibagué, Tolima, Pereira, Risaralda, Soacha y Cundinamarca. Por su parte, las organizaciones sociales aseguran que el número de personas que han perdido la vida o que se encuentran desaparecidas es mayor. Hablan de 37 muertos y 379 desaparecidos en todo el país.
Las acciones represivas a manos de la policía han alcanzado incluso a representantes de Naciones Unidas, la Procuraduría General de la Nación y organismos de DDHH. Tal como ha publicado Juliette Rivero, miembro de la OACNUDH en Colombia, a través de su cuenta oficial de Twitter, representantes de la comisión recibieron amenazas y agresiones, así como disparos por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD).
La desigualdad
De acuerdo a distintos estudios realizados por universidades latinoamericanas, como el Índice de Desarrollo Regional de América Latina, Colombia es la nación más desigual del continente y la séptima a nivel mundial en cuanto a la distribución de la riqueza y el acceso a los servicios básicos para vivir. Mientras unas minoritarias élites de los grandes centros urbanos viven en la opulencia, la mayor parte de la población, principalmente de la zona suroriente del país, vive en la extrema pobreza, sin que el Estado (ni la copa de la abundancia del mercado) puedan garantizarle el acceso a servicios básicos de salud o educación.
Desde el gobierno del ex presidente César Gaviria (1990-1994), la política de “apertura económica” ha sido la constante del modelo colombiano. Desregulación del sistema financiero, reducción de los aranceles aduaneros, privatizaciones, eximición de impuestos a empresas multinacionales, eliminación de la competencia a los grandes oligopolios de la banana, el azúcar y la minería y demás recetas del Consenso de Washington han configurado las medidas principales para que Colombia sea señalada como ejemplo de estabilidad macroeconómica.
Pero esas recetas, lejos de generar el desarrollo del conjunto de la población, sólo han garantizado el bienestar de una ínfima parte. El grado de concentración de la tierra cultivable ha llegado a niveles inéditos: la mitad de las extensiones de tierras más ricas está en manos del 1% de la población.
Cuando en 2010 Álvaro Uribe Vélez dejó la presidencia tras dos mandatos, los índices sociales demostraron que la mentada estabilidad macroeconómica no significaba necesariamente la grandeza de la nación. El saldo fue 30 millones de pobres (sobre una población de 45,22 millones de habitantes en 2010), 9 millones de indigentes y 4,9 millones de desplazados. El actual presidente Iván Duque ha apostado a la continuidad de aquellas políticas, ungiéndose como el heredero de Uribe.
La espiral de violencia
Desde hace 60 años Colombia vive una espiral de violencia motorizada por los combates entre el Ejército y las guerrillas, a lo que se suma el narcotráfico y la aparición de grupos paramilitares. Este escenario, que ha dejado hasta el momento más de 220.000 muertos, tiene al factor de la tenencia de la tierra y la pobreza como principales disparadores de los conflictos.
Si bien la espiral de violencia data desde los albores de la formación del país, fue a partir de 1928 con la Masacre de las Bananeras (cuando el Ejército colombiano disparó –por orden de la United Fuit Company- contra los trabajadores de los campos y sus familias que se encontraban en huelga) y luego con el asesinato del político liberal Jorge Eliécer Gaitán y “el Bogotazo” en 1948, cuando tomó un carácter permanente.
Tanto en aquel momento como en los días actuales, el baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase dirigente. Bajo la imagen y el discurso de los logros macroeconómicos, la realidad colombiana abunda en testimonios de asesinatos masivos, secuestros, desapariciones forzadas, hallazgo de fosas comunes, mutilaciones a causa de campos minados y éxodo de poblaciones enteras que escapan de la ruina y el hambre.
A comienzos de los años 90, la creación de fuerzas paramilitares de extrema derecha, como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), intensificó la crueldad de la violencia cotidiana a la vez que profundizó la emergencia económica de vastos sectores de campesinos desplazados. Diversas empresas multinacionales han recurrido a la contratación de estos grupos irregulares para “garantizar su seguridad” y avanzar en la expansión agrícola y minera para la exportación, mediante la concentración de la tierra. Por su parte, el sindicato Sinaltrainal ha denunciado la contratación de fuerzas paramilitares por parte de Nestlé y Coca Cola para el amedrentamiento de sindicalistas.
Este fenómeno, que Noam Chomsky caracterizó como “la privatización del terror”, fue el vehículo que mayor incidencia ha tenido en la eliminación de dirigentes políticos y sociales durante los truncos procesos de paz. En los 90, la Unión Patriótica, el partido surgido del acuerdo de paz con la guerrilla, fue diezmado ya que los escuadrones de la muerte de los paramilitares asesinaron a 4.000 dirigentes incluidos dos candidatos a presidentes, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales y 11 alcaldes. Por su parte, según ha informado la Defensoría del Pueblo colombiano, durante el proceso de paz comprendido entre 2016 y 2020 fueron asesinados 753 dirigentes sociales, además de otras acciones vulneratorias como secuestros, desapariciones y violaciones a mujeres y niñas de comunidades campesinas. Sólo en 2020 se produjeron 182 asesinatos de líderes comunales y defensores de derechos humanos.
El rol de Estados Unidos y la brutalidad policial
Desde fines de siglo XX, en el marco de la guerra al narcotráfico y el Plan Colombia, el país sudamericano se ha convertido en el principal receptor de armamento e instrucción militar estadounidense. Sin mencionar el Acuerdo de Cooperación Militar Obama-Uribe de 2009 por el que Colombia le concedió a Estados Unidos la utilización de, al menos, siete bases militares, hay una serie de programas que incluyen estrategias de lucha contra el terrorismo en escenarios urbanos, los cuales han contribuido a la militarización de las fuerzas policiales colombianas.
A la luz de los hechos de estos días en algunas ciudades como Cali, lo anterior se traduce en el abuso policial como norma. En el uso desmedido de la fuerza. En disparos con armas de fuego contra civiles desarmados. En una cierta implacabilidad. La misma que ha caracterizado a los policías estadounidenses que asesinaron a George Floyd.
Pese a la aplicación de esa política guerrerista contra el narcotráfico, Colombia continúa siendo el mayor productor de cocaína y Estados Unidos el máximo consumidor. Lo cierto es que los distintos gobiernos de EE.UU., republicanos y demócratas, han apuntalado su influencia en el patio trasero, a la vez que han solidificado la violencia como resultado de la vida democrática colombiana. La inseguridad en el seno de la sociedad civil tampoco ha mostrado resultados positivos. El sistema de corrupción interna dentro de las fuerzas ha hecho metástasis. No obstante, el escenario convulsionado se ha barrido bajo la alfombra de la estabilidad macroeconómica. Es decir la bonanza comercial de un sector minoritario en detrimento de la gran mayoría de la sociedad.
Los medios de comunicación
La imagen de la prolijidad colombiana en cuanto a los índices de la macroeconomía ha sido repetida incansablemente por los medios de comunicación más poderosos, no sólo fronteras adentro. De ese modo, muchas de las protestas, como las de 2019 o 2020, los asesinatos de líderes comunales y demás conflictos sociales ligados a la pobreza no merecieron la cobertura profesional indispensable por parte de los medios masivos.
En el cable del 17 de agosto de 2009 “Panorama de medios de Colombia 2008/2009”, filtrado por WikiLeaks, el embajador estadounidense William Brownfield reportaba: “Los medios tradicionales, tales como los principales diarios, emisoras de radio y televisión, son percibidos como herramientas políticas y económicas de la elite, antes que empresas únicamente periodísticas. A pesar de que estas siempre mantienen sus características afinidades políticas, claramente sirven a los intereses de los conglomerados económicos a los que (las empresas periodísticas) pertenecen”.
Como sostienen los especialistas Martín Becerra y Sebastián Lacunza en su libro Wiki Media Leaks, el oficialismo del mainstream de los medios colombianos se debe tanto a la lógica endogámica de las clases dirigentes del país, donde un puñado de familias ocupa posiciones de poder en el sistema político; como al sistema económico que tiene un reflejo directo en la estructura de medios. Ello deriva en la protección del establishment mediático por parte de los gobiernos.
Es decir que el sistema de medios en Colombia es propiedad de familias tradicionales del país -como Santos y Cano en la prensa escrita y Ardilla Lulle y Santo Domingo en los medios audiovisuales- a quienes se suman capitales españoles y del mundo de las finanzas en todo el resto del abanico de soportes comunicacionales; todos con intereses políticos y económicos claramente identificables bajo la consigna de la defensa a ultranza del modelo neoliberal.
El panorama mediático, concentrado en los intereses de los mismos, minoritarios y únicos sectores que se benefician de la estabilidad macroeconómica (al tiempo que la pregonan), ha apostado al ocultamiento de los hechos de violencia y pobreza que dominan la escena colombiana contemporánea. Sin embargo, la realidad ha escapado de sus prismas y ha estallado como los fuegos artificiales, quedando a la vista de todo el mundo.
Las manifestaciones de estos días, las protestas, el descontento general, la desigualdad, la represión policial, los muertos, los heridos, los desaparecidos, son los indicadores certeros de cuál es la respuesta a la pregunta formulada por Eduardo Galeano. La famosa estabilidad macroeconómica, así como el silencio de los medios de comunicación o de Luis Almagro y Michelle Bachelet, son sólo la forma de caracterizar a toda Colombia a través de una pequeña parte de ella.
Como dijera Gabriel García Márquez, aquel notable escritor colombiano, al recibir el premio Nobel de Literatura: “La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a tornarnos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”.