Fútbol, coronavirus y ambiente: ¿En qué se parecen?
Por Noelia Belén Poblete*
Existe un fenómeno social conocido y reconocido en torno al fútbol que posiblemente sea tan antiguo como la propia rivalidad entre clubes y es parte indisociable de la mística y el folklore que disfrutan los, las, les aficionados al once contra once, y que se acepta sin más, por costumbre y porque no le hace daño a nadie.
Con el advenimiento de la pandemia, ese fenómeno inofensivo e inherente al fútbol pegó el salto hacia todos aquellos temas que guardan relación con el virus y, en particular, a la situación de confinamiento obligado a la que nos hemos visto impelidos en el intento de salvar el pellejo propio y ajeno. Ese salto ha tenido una intensidad inusitada pero a la vez acorde a la magnitud del sobresalto que hemos sufrido en nuestra vida cotidiana, haciendo tambalear ese cierto sentido de seguridad con el que nos enfrentábamos, no hace tanto, a nuestros más o menos previsibles días. El problema aquí es que todo lo que tiene de inocuo en el fútbol, a excepción de alguna bronca que pudo haberse ido a las manos, lo tiene de malsano cuando se trata de la gestión de una enfermedad que nos puede joder la vida -bien jodida- en la salud, la economía y la dinámica social.
El fenómeno del opinador, tertuliano (con perdón del teólogo paleocristiano) o experto de generación espontánea, cuyas impresiones y certezas vertidas con vehemencia cuando se trata de fútbol, sin ser yo simpatizante deportiva, se me quedan en algún punto de la escala entre pelmazos y entrañables, porque en el fondo me resulta maravilloso ese algo en ciertos seres humanos que sufre cuando el técnico saca a la cancha una formación con la que su instinto futbolero entra en conflicto inmediato. Al final lo peor que consiguen es hacerse mala sangre un rato, polemizar un poco, a fines lúdicos o económicos, y poco más. Al menos nada que suponga peligro para un tercero, salvo… (siempre hay “salvos”).
La cosa ya me deja de parecer simpática cuando los opinadores hincan el pico en un tema que de alguna manera puede afectar las bases sobre las que se sostiene mi vida y la de todas las personas que conozco, como por ejemplo la gestión de la pandemia, en sentido amplio, no sólo de la enfermedad en sí. Y ojo, que defiendo a ultranza la opinión de los expertos, los expertos en serio, de esos que se han quemado las pestañas estudiando estos temas en concreto, vengan de la disciplina que vengan siempre que guarde relación con el problema. Lo que tenga que decir un experto me interesa, tanto si dicen lo que me resulta cómodo escuchar o leer, como si le dan una patada en los bajos a mi sesgo de confirmación.
Con esto no quiero decir que las opiniones no expertas sean censurables, sólo digo que estaría bien aprovechar la oportunidad para hacerle una revisión general al sentido común y al sentido crítico, por los que pocos se preocuparon después de aquel accidente, cuando los atropelló internet. Como dice el saber popular: no hay que confundir la libertad de expresión con la obligación de expresarse.
Seguro que con esto me gano enemigos, pero pienso que no todas las opiniones son válidas. Mucho depende de quién opine y sobre lo que opine. La opinión de Trump sobre cómo tratar la Covid-19 no es válida, por más presidente que fuera de un país con mucho ejército, sencillamente porque es un disparate, como muchas otras de sus opiniones. Hay opiniones que no me resultan respetables y punto. Las opiniones de quienes se oponen a generar herramientas que acerquen mejores oportunidades a los más desfavorecidos no me resultan respetables, por poner otro ejemplo.
Otra cosa es que sean importantes. Una opinión que no es válida ni respetable, bien puede ser importante, cuando de ella se desprenden decisiones que pueden afectar a muchas personas, países enteros incluso. Son importantes porque sus efectos pueden alcanzar enormes magnitudes para bien o para mal, y en general es para mal.
De esta apreciación dejo fuera a los que laburan de desinformar, de generar caos o incertidumbre, a los pescadores que obtienen su ganancia en el río revuelto, a los aprovechadores de crisis y a esa clase de gente con intereses muy concretos que no dicen nada cuyo efecto no haya sido minuciosamente planeado. A los de esa calaña los dejo para otra ocasión porque de ninguna manera son comparables a ese compañero de oficina que sabría dirigir la Selección mil veces mejor que Bilardo en el 86 o que le grita al tele cómo y cuándo tiene que hacer un pase el jugador que por esos noventa minutos va a cobrar una millonada que él no va a ver en toda su vida. Ese tipo de mi oficina puede ser un apasionado, un soñador o un salame, pero no busca el mal de nadie más allá del deseo de que pierda el equipo contrario.
Pocos temas despiertan tanto frenesí en los opinadores seriales como el fútbol y, ahora, el coronavirus. No deja de sorprenderme la potencia de ambos para disparar apreciaciones preceptivas, un fenómeno bastante más inusual en otros temas o disciplinas.
Suele ser muy raro encontrar a alguien, una persona cualquiera, que se ponga a discutir de igual a igual con su cirujano acerca de los detalles de su próxima cirugía de riñón. Lo que usualmente ocurre es que el médico da al paciente una información más o menos genérica de lo que va a ser la intervención y una idea básica de lo que puede pasar durante o después del procedimiento, y el paciente se confía al profesional que va a operarlo, en virtud de una habilitación obtenida por éste al cabo de un mínimo de quince años de estudios rigurosos. Como este ejemplo se me acaban de ocurrir decenas, aunque ninguno sea realmente blanco o negro. Dentro de los posibles grises, lo normal es que las personas tengan algún grado de confianza en el trabajo que pueden realizar profesionales altamente formados o trabajadores muy experimentados en su campo. Sí es común que surjan dudas con respecto a algún particular, pero se salvan pidiendo más detalles sobre el trabajo o consultando a otro experto igualmente o mejor calificado para comparar criterios antes de tomar una decisión relevante. Que haya profesionales y trabajadores menos dedicados que la media o que algunos cometan más errores es posible, pero en general tiene bastante más que ver con cuestiones que hacen a la persona que con su formación y, como en todo, hay mejores y peores.
En materia de fútbol, aunque obviamente no exclusiva, se da más frecuentemente el fenómeno de que un altísimo porcentaje de aficionados, con las más variadas ocupaciones y experiencias, cree que su criterio en alguno de los aspectos que hacen al juego, podría ser mejor que el adoptado por el técnico de turno, un exjugador con media vida rodada en los mejores equipos del mundo y al que un club paga sumas astronómicas por hacer un trabajo que haría mejor el muchacho este de mi oficina. Justifico esta actitud en la noble pasión de un hincha y en el acervo futbolero pero no deja de llamar mi atención, aunque también reconozco que no hace daño más allá del honor de alguna madre puesto en duda.
En cuanto a la pandemia de la Covid-19, la presunción de inocencia en las opiniones me cuesta más. No recuerdo otro momento en el que, en un tiempo tan breve, se hayan generado y conjugado tantos esfuerzos de desinformación materializados en noticias falsas, teorías conspirativas, oportunismo político y estupidez, muchísima estupidez. Las instituciones tampoco han ayudado, en cualquier escala que se mire, sin dejar de reconocer los aciertos, que los hay. Pero he dicho que los que buscan algún rédito en la desinformación quedan por hoy exentos de este cuento.
Sin esforzarse mucho en el análisis, resulta obvio que lo del sentido común y la perspectiva crítica no está al alza … Baste como ejemplo el altísimo porcentaje de población que elige Twitter como su principal fuente de información, aún cuando la mayoría a estas alturas de mínima sospecha cómo funcionan las redes sociales.
Y todo esto es al final para poder quejarme a gusto de lo que pasa con los opinólogos del ambiente, los de las conspiraciones y los de la desinformación con buenas intenciones, porque no me canso de sostener que la preocupación de las personas por la cuestión ambiental es genuina siempre, otra cosa es que sea justificada o inducida, pero en principio, quien se preocupa por la calidad ambiental del lugar que habita tiene todo el derecho a hacerlo porque es una preocupación sobre un interés de orden vital y no se puede acusar a alguien de querer vivir y preservar su salud y la de su familia.
Hace casi tres décadas, en pleno auge de las protestas por las pruebas nucleares en la Polinesia Francesa, época que coincidió con la decisión del cierre de la explotación de la mina de uranio de Sierra Pintada, yo era una adolescente que pastaba mansamente en el pedemonte mendocino donde una loca conjugación de ambos hechos desató una verdadera psicosis por los supuestos efectos que la explotación uranífera estaba causando en la salud de las personas de mi comunidad. Así fue como me interesé por primera vez en esto del ambiente, cuando aún no había en el país ninguna universidad que ofreciera un acercamiento académico a la materia. Con las dificultades de la época para el acceso a información, puse todo mi empeño en intentar entender la situación con el objetivo de develar si realmente moriríamos todos de cáncer como vaticinaban mis vecinos.
Mi modesta conclusión de lego que era por entonces, luego de poco más de dos años reuniendo pruebas e información, fue que la psicosis del cáncer masivo era sólo eso, pero entendí que había algo más, algo que tenía que ver con lo que Sunstein resumió en el concepto de “toxicología intuitiva”, pero esa esclarecedora síntesis llegó a mí muchísimos años después. Gracias Sunstein de todas formas.
Por resumir un poco, me metí a tope en la movida del ambientalismo, estudié como loca, me perdí un montón de fiestas universitarias por estar concentrada en la misión que me había impuesto: estudiar todo lo que fuera necesario para ayudar a que las personas entiendan ciertos principios básicos y que nadie pueda venir a meterles miedos infundados ni venderles espejitos de colores. Fracasé, por supuesto. A casi nadie le interesa reflexionar sobre fenómenos complejos. Lo único que funciona a la perfección son los eslóganes coreables. ¿Por qué nadie me lo dijo a tiempo? Nena, si no entra en una pancarta, no interesa. Era tan simple. Si yo hubiera sabido semejante cosa a tiempo, la de cervezas que me hubiera tomado, la de viajes que habría hecho… Pero no, mis mejores años se quedaron en las aulas de una decena de universidades.
No es algo diferente de lo que hoy mismo deben estar pensando inmunólogos, virólogos, clínicos y muchos cientos de expertos que realmente tienen las respuestas que necesitamos sobre la Covid, aún con sus incertidumbres, porque la ciencia sin incertidumbres se petrifica y eso es algo que justo hoy no nos vendría muy bien que digamos.
Y de esta larga explicación procede mi solidaridad con los entrenadores de fútbol, aunque creo que debería ser al revés porque, si bien mis conocimientos académicos son tan cuestionados como sus decisiones en el campo de juego, no sólo no voy a ganar jamás los millones que ellos ganan sino que encima, por vivir a pie de calle, me tengo que bancar a mi tía opinando cualquier sandez sobre minería porque una vez vio un video donde la chica linda de las novelas decía que era una cosa mala-malísima.
Lamentablemente muchos formadores de opinión no resultan mejores ejemplos, ya que prefieren ser asesorados por entusiastas del ambiente o plegarse a las opiniones de famosos sin haber escuchado jamás una explicación pormenorizada de un profesional con experiencia. Ya ni digamos ponerse a estudiar en serio el tema.
Si lo pensamos bien, es como si a mi compañero de oficina, el entusiasta del fútbol, lo convocaran para ser el próximo DT de la Selección. Lo explico con una broma, pero es gravísimo.
Decisiones demasiado importantes sobre nuestro futuro, el de nuestra base material y social, están en manos de militantes de un ambientalismo sin fundamentos científicos, que sólo se guía por instintos emocionales, que se niega a aprender y que claramente han elegido quedarse con la cara que cabe en las pancartas cuando la problemática ambiental es un poliedro lleno de complejidades.
El intrusismo en el fútbol se explica por la pasión, en la pandemia por intereses sanitarios, sociales, políticos y económicos, algunos más genuinos que otros, y en el ambiente por el miedo a lo nuevo, porque se sospecha que quienes deben controlar y cuidar nuestros intereses están a otra cosa la mayor parte del tiempo, porque es un tema demasiado vital y complejo… No tengo una respuesta sencilla, sólo vi el paralelismo y me hizo pensar…
* La autora es licenciada en Información Ambiental