“Bálsamo”, cuento de Zaida Tolosa
Por Zaida Tolosa | Ilustración: Gabriela Canteros
Ella comenzó a esperarme en la garita del micro todos los días, religiosamente. Erguida, diminuta con su pelo negro hasta los hombros, pollera oscura y zapatos cerrados. Me observaba cruzar plaza Moreno cada vez que iba a cursar, tal vez también al subir las escaleras, paso a paso, peldaño a peldaño; me veía con esos ojos oscuros e intensos, una mirada un tanto particular, hasta el día de hoy para mí indescriptible.
Yo sabía que me miraba, y ella sabía que yo sabía.
Corría el año 96. Suena un poco trillado el decir que corría, pero no hay una mejor expresión. Las cosas estaban complicadas en casa, allá en el sur, en casa acá en La Plata, estaban complicadas en mi vida, lo que me rodeaba y me ocurría. Estaban complicadas conmigo, que me repartía entre tantas complicaciones para tratar de encajar, chiquitita y perdida, entre tanta ciudad y tanta tristeza. Entonces sí, el tiempo corría.
Por esas cosas de la vida, como suele ocurrir en los sueños en que todo viene y va hasta que la mente se pausa justo en la imagen que te quiere mostrar, una tarde de mayo mi vida se pausaría para siempre, en el momento exacto en que ella dejó de esperarme en la garita, y cruzó a mi encuentro.
Seguí camino, tratando de ignorar a esa mujer decidida, esperanzada, entregada a un delirio que con pasos apresurados me alcanzaba, tomando mi brazo, y con voz familiar preguntando.
-¿Daniela?
Ahí comprendí, sin que nada me lo diga, que Daniela faltaba hacía mucho tiempo, que esa mujer de mirada infinita la estaba buscando y que su búsqueda la había llevado a una garita del micro frente a plaza Moreno, en plena ciudad de La Plata, en pleno caos, casi dos décadas después de perderla despiadadamente.
Yo sabía que no era Daniela, y ella sabía que yo sabía.
Pero en ese instante previo a que yo niegue y la saque de su error, me regaló una mirada completamente entregada, agradecida, con todo el amor del mundo y la esperanza por volver a ver a su Danielita en cada rasgo de su sonrisa de madre. Y de pronto, sin dejar de ser yo y no ser ella, de no estar en el momento y el lugar indicados, de ser veinte años tarde, ella se reencontró con su hija, la abrazó, me abrazó. Había encontrado en mí sus ojos, seguramente igual de profundos, y quizá tristes. Ahí estaba su Daniela.
Lo que no sabía yo, es que también necesitaba ese abrazo de madre, que era un bálsamo fresco sobre mi angustiado corazón. Y en él, entre esos apretados brazos, estaba la mujer de la garita que había esperado a una hija ausente fuera de la facultad, al pie de la escalinata del Normal Dos, estaba yo, una hija ajena y sola, estaban otras tantas hijas más que faltaban y todas las madres del mundo buscando sus ojos una vez más. Te quiero, te extraño, qué bueno tenerte una vez más.
-Sos igual – me dijo. Y ahí acabó la magia. De un momento a otro volvía a su postura firme, a su semblante superado, volvía ese peso invisible a sus hombros y yo dejaba de ser Daniela. Apretaba mi brazo, me consolaba en silencio, me daba las gracias mudas; sin darme cuenta, le había concedido el mejor de los deseos: ver de vuelta a su hija. Estaba plena, feliz, satisfecha.
La mujer se fue así sin más, nos despedimos rápido y ninguna de las dos volteó a ver a la otra, o eso creo. Lo que comenzó como un sueño, terminó como tal: ahora tocaba seguir viviendo.
Terminé de subir las escaleras, terminé de cursar mis materias ese día. Con el tiempo terminé además la carrera y terminé esa juventud amedrentada. Un par de años después también terminé siendo madre en el sur, y entendí con eso que lo único que no iba a terminar, era la travesía de esa mamá, que seguiría buscando a su hija en ojos ajenos.
Solo puedo desear que alguien le dé una vez más ese bálsamo.