Ambientalismo popular, ¿qué es eso?, por Florencia Lampreabe
Por Florencia Lampreabe* **
La crisis civilizatoria impone buscar alternativas al modelo neoliberal de depredación y descarte. El desafío de articular diversas formas de organización política colectiva.
Ya nadie puede negar que la cuestión ambiental ha llegado para quedarse, en parte por lo insoslayable de la crisis climática y ecológica, y los consecuentes conflictos que estallan en cualquier momento y latitud, pero también por el impulso de una juventud que ya no se come el verso de un futuro que aparece cada vez más imposible.
El eco de la voz de Greta Thunberg resonó por estos pagos y surgieron nuevas organizaciones ambientalistas con impronta latinoamericana de pibes y pibas que están reclamando otro modo de vivir, de consumir y producir que ponga freno al deterioro socioambiental, y que empiezan –directa o indirectamente– a tejer alianzas con quienes ya venían protagonizando alternativas al modelo neoliberal de depredación y descarte en nuestro país, como los trabajadores recicladores y de la agricultura familiar y campesina.
Las organizaciones políticas no hemos sido ajenas al despabilamiento generacional y, a tono con nuestras tradiciones de un peronismo pionero y siempre vigente, las compañeras y compañeros vamos versionando nuestro ambientalismo nacional, popular, democrático y feminista.
Como primera certeza, la construcción compleja de lo que podemos llamar ambientalismo popular se desarrolla en la articulación de estas diversas formas de organización política colectiva, con sus similitudes y diferencias.
Para caracterizar este entramado, y luego problematizar algunas cuestiones nodales, plantearemos una distinción didáctica entre organizaciones políticas —especialmente, entre organizaciones políticas peronistas— y organizaciones ambientales, si bien es fundamental aclarar que la política atraviesa tanto a unas como la cuestión ambiental a las otras.
En ese sentido, una de las intersecciones con más potencialidad está en la coincidencia alrededor de la consigna “Justicia ambiental es justicia social”. De mínima, esto nos habla de una mirada común entre la militancia ambiental dentro de las organizaciones propiamente ambientales y la que se lleva adelante en el marco de organizaciones políticas en cuanto al carácter social de la problemática ambiental y la crítica al modelo neoliberal de concentración de la riqueza, desigualdad social y depredación de nuestros bienes comunes naturales, cuyas principales víctimas siempre son los sectores populares.
Este primer acuerdo también nos marca un camino compartido con respecto a cómo acercarnos a la justicia ambiental y a la justicia social. La suma de acciones individuales no transforma el mundo. Sí suman, lo hacen porque predicamos con el ejemplo, porque para transformar hay que transformarse y porque si lo puedo hacer yo, lo puede hacer mi compañero, mi vecino y así sucesivamente. Pero esto no alcanza ni es suficiente para torcer el rumbo de las grandes decisiones. Para transformar esta matriz autodestructiva es necesario participar, poner el cuerpo, tomar la calle, organizarse…, es decir, militar. La salida es colectiva.
Por supuesto que todavía falta mucha más profundización y construcción sobre el significado y la interpretación de estos aspectos coincidentes. Por ejemplo, es importante no caer en reduccionismos respecto del carácter social de la crisis ambiental. Es cierto que los problemas ambientales tienen causas antrópicas y que quienes padecen en primera línea sus consecuencias son los sectores populares, que son los corridos de sus tierras, los condenados a vivir en terrenos inundables o al lado de los basurales a cielo abierto, los fumigados, los que carecen de infraestructura básica y de recursos para acceder a una alimentación de calidad.
La justicia ambiental es justicia social porque la militancia ambiental también busca reparar las desigualdades que ocasiona la concentración económica, el despilfarro y los excesos de unos pocos a costa de la vida de la mayoría. Pero esta mirada no puede significar la priorización de un aspecto sobre el otro, es decir, no debería reeditar en nuevos términos la misma dicotomía entre naturaleza y sociedad, como fueron concebidas durante muchísimo tiempo en el imaginario y en la práctica social.
Esto es esencial de cara a los simplismos negadores del estilo “¿qué me importan los bosques o el yaguareté si hay pobres en la Argentina?”, un tipo de argumento muy escuchado casualmente cada vez que se busca avanzar en consagrar políticas ambientalmente más justas. Esto va de la mano de un conservadurismo que en su versión más descolocada cree que el ambientalismo es un lujo para países “desarrollados” o una “deriva de la penetración ideológica del imperio”, y que termina tildando de “ecolochanta” a cualquiera que en defensa del ambiente cuestione las formas de producir, el extractivismo o el modelo de maldesarrollo.
Claro que hay responsabilidades comunes, pero diferenciadas, y que nuestro ambientalismo deberá blindarse de modelos importados que nada tienen que ver con nuestras realidades y que en muchos casos provienen de los países que más contribuyen al cambio climático y que menos hacen por revertir la matriz de desigualdad cuyas peores consecuencias padecemos en estas latitudes.
Es tan necesario desenmascarar al ambientalismo liberal o, diría más bien, al falso ambientalismo, como evitar caer en el reduccionismo de asimilar cualquier conflicto ambiental al problema de la pobreza. Sobre todo cuando esto termina conduciendo a justificar la destrucción de la naturaleza como condición para el desarrollo económico y social. Por allí también se suele colar la misma matriz de desigualdad social y depredación ambiental que nos condena a pensar que llegaremos a resultados distintos repitiendo las fórmulas que nos han traído a esta crisis civilizatoria. No podemos seguir aferrados a las promesas de la modernidad en un mundo que se derrumba.
Por otro lado, y en cuanto a las divergencias, digamos que a la hora de posicionarse frente a los conflictos de tipo ambiental las organizaciones políticas deben enfrentar la dificultad de administrar una diversidad de intereses, demandas y expectativas, que no afrontan las organizaciones ambientales. En el caso de las primeras, las contradicciones de las cuales ningún colectivo está exento son mucho más variadas y complejas, razón por la cual la militancia ambiental en el marco de la disputa de un proyecto de país siempre será más difícil, incómoda y esquiva que simplemente oponerse o ir por la de máxima y punto. Sobre todo, las organizaciones políticas que ganan elecciones y, por lo tanto, tienen responsabilidades de gestión de cara a todo el pueblo argentino.
A este respecto, también hay en el marco de las diversas luchas ambientales quienes entienden que hay algún valor o suma algún poroto pronunciarse como “apolítico/a”. Pero en las disputas concretas, la aparente potencialidad de la autonomía política, leída en términos de transversalidad, o el más pedestre “no quedar pegado” a ningún espacio particular pueden resultar una trampa. Y terminar siendo funcionales a los intereses del poder económico, el verdadero hueso a roer cuando se trata de proteger al ambiente. Poner a todos “los políticos” en la misma bolsa invisibiliza la sustancial diferencia entre quienes están dispuestos a enfrentarse a esos intereses y quienes son sus custodios. El neoliberalismo es hábil para disfrazarse de las demandas del momento y vaciarlas de su contenido realmente transformador.
Veamos algunos ejemplos recientes para ilustrar esta cuestión. En uno de los intentos por tratar la Ley de Etiquetado Frontal de Alimentos en la Cámara de Diputados, Juntos por el Cambio no dio quórum con un menú de excusas que iban desde cuestiones protocolares hasta argumentos sobre la prioridad o no de esta iniciativa, pero que en definitiva cumplían la función de impedir avanzar en una norma que resistía el lobby de las grandes empresas alimentarias. La demanda de #EtiquetadoClaroYA efectivamente tenía un buen grado de transversalidad, pero en esta oportunidad era claro que no se había podido sesionar a causa de Juntos por el Cambio. Como contracara, también había quedado expresa la voluntad de sesionar del Frente de Todos. Ante este panorama, que las organizaciones pudieran ponerle nombre y apellido a la situación, pese a los temores por “partidizar” la disputa, terminó siendo clave para condicionar a quienes se pronunciaban a favor de la ley pero se habían dejado conducir por una jefatura política que –detrás de excusas– escondía la férrea defensa de intereses corporativos.
Hoy, la discusión por la Ley de Envases vuelve a poner sobre la mesa esta disyuntiva. Ante la resistencia del mismo lobby empresarial que combatió la Ley de Etiquetado, los legisladores de la oposición diseminan fake news sobre el contenido de la iniciativa y realizan “audiencias públicas” a las que solo concurren cámaras privadas, para evitar que las empresas se responsabilicen del daño ambiental y paguen una tasa por el servicio de gestión de los residuos de envases que ellos utilizan pero que pagamos todos. Paradójicamente, para los legisladores de Juntos por el Cambio que dicen tener interés por la cuestión ambiental, la alternativa a Ley de Envases es un esquema en el que las empresas básicamente se autorregulan y el Estado solo está para los “incentivos”. De los trabajadores cartoneros y recicladores, actores centrales, ni hablemos.
La pregunta que subyace, entonces, es si es posible un ambientalismo que no moleste a los intereses de los poderes concentrados. No se trata de “partidizar” los conflictos ambientales, pero sí es necesario subrayar que la –pretendida– despolitización oculta esta distinción entre representaciones que es clave para liberarse de engaños y trazar las alianzas necesarias para colectivizar y darle fuerza a las demandas por el bien común.
Finalmente, el mayor desafío para el ambientalismo dentro de una organización política del campo nacional y popular es abordar estas complejidades sin quedar reducido a una posición defensiva o testimonial. Cómo ser transgresores sin dejar de lado la representatividad, apuntar a más pero construir las condiciones para que las transformaciones se puedan materializar en alternativas, políticas y horizontes comunes que den vuelta la taba en cada uno de los territorios. Por eso proponer un ambientalismo “popular” –subrayo esta palabra– implica no solo distinguirse del ambientalismo liberal o greenwashing que se termina donde empiezan los intereses del poder económico concentrado, o de aquel que critica y se opone por izquierda pero no construye alternativas realizables. Es influir en grandes decisiones, construir poder popular, ampliar las discusiones y no perderse en el camino del posibilismo. Militar el ambientalismo y, al mismo tiempo, apostar a ganar elecciones.
* Florencia Lampreabe es diputada nacional del Frente de todos.
** Artículo publicado en el número 55 de Contraeditorial.