Néstor Soria y su sensible pluma poética relatando la afrotucumanidad
Tal como reza el título de la extensa entrevista que le hiciera mi amigo Gabriel Gómez Saavedra para Folklore Club, Néstor “Poli” Soria es el autor de piezas ineludibles del cancionero folklórico argentino. El reconocido poeta es oriundo de Nueva Baviera, un poblado tucumano cercano a Famaillá que sufrió la debacle y éxodo tras el cierre de éste y otros diez ingenios, de la mano de un pequeño puñado de familias oligarcas y el presidente de facto Juan Carlos Onganía, en 1966. Hecho terrible de nuestra historia que llevó posteriormente al Tucumanazo (en 1970) y a la feroz dictadura militar que, en esta provincia arrancó, en 1975.
En síntesis, puedo contarles que Poli hace una suerte de antropología poética y que todas las historias que cuenta, de una u otra manera, están ligadas a sus vivencias personales. Néstor "Poli" Soria continúa el camino de Homero Manzi, Homero Expósito, Manuel J. Castilla, Lucho Díaz o Armando Tejada Gómez, para inscribirse, en la actualidad, entre los escasos poetas que ponen su obra en manos de la canción popular argentina. Sus poemas han sido musicalizados por compositores como Rolando “Chivo” Valladares, Rubén Cruz, Raúl Carnota, Juan Falú, Ramón Navarro, Luis “Pato Gentilini”; lista a la que se suman jóvenes compositores tales como Pablo González Jasey y Topo Encinar; y se han cantado en las voces de Mercedes Sosa, Liliana Herrero, Melania Pérez, Suna Rocha, Luna Monti, Tomás Lipán, entre muchos más, y en las de cantores anónimos que, en innumerables guitarreadas, fueron asentando estas canciones como piezas ineludibles del cancionero popular de raíz folklórica.
Poli, actualmente, vive en los valles, en la bellísima localidad de Raco con su amada esposa y nos concedió desde allí una amable entrevista a través de Google Meet en mayo, a Ramiro Comes y a mí, mientras estaba visitando su casa de Sarandí en Avellaneda. Resulta que Comes milita hace años la cuestión afroargentina, particularmente en Misibamba, una asociación afroporteña que releva la importancia de los aportes culturales de la comunidad afro para nuestro país. Sabiendo esto, su amigo Diego Valdecantos le acercó una vez un cuento titulado “El Negro Falón”, que Poli aceptó publicar en Agencia Paco Urondo, a la vez que nos contó que dicha historia también devino en un poema que fue musicalizado por Rubén Cruz.
Nos pareció interesantísimo que un artista de renombre como él se haya interesado por la cuestión afrotucumana y que ello haya derivado en estas sensibles piezas. La cuestión afroargentina está bastante invisibilizada. Todo aporte que rescate y revalorice las pulsiones afro en este país son bienvenidas, sobre todo en Tucumán, donde en tiempos de la colonia el 50% de su población era de esa procedencia; llegando a aportar ilustres héroes de la patria como Bernardo de Monteagudo o miles de personas que formaron las filas de los decididos y decididas de Tucumán que influyeron en la victoria de Manuel Belgrano en la Batalla de Tucumán de 1812, decisiva en el camino a la libertad y declaración de independencia argentinas.
No es casual que Tucumán sea siempre señalada como la provincia rebelde. Rebelde como sus héroes, o el mismo Negro Falón del cual nos habla Néstor Poli Soria.
El Negro Falón.
El Negro Falón obrero
desocupado y sin plata
al mandamás del ingenio
le anda tendiendo una cama.
Cama que tiende este negro
porque le suena la panza
al hormiguero morocho
que fue sumando en la casa.
Y no soporta ese negro
no ser del trapiche grasa
ni gaucho de las cadenas
ni tacho de la melaza.
Cuando el lechuzón de Junio
chistaba el grito de zafra
y le sudaba la luna
de azúcar marrón la cara.
Hedionda de alcohol su boca,
caliente como cachaza
masculla por la cantina
su cantinela de rabia.
Con ese vino pintado
a las verijas le baja
taimado rastro de puma
cebado por la venganza.
Calibre de matagato
de tal razón de la macha
por el cogote del vino
Falón remonta una bala.
Pero ha nacido este negro
y más negra fue su fama
que lo diga el mandamás
mientras mastica una bala.
que lo diga el mandamás, negrito
que lo diga el mandamás, Falón.
(Néstor Poli Soria, en la voz de Rubén Cruz)
El Negro Falón. (En base a un hecho real)
¿Usted me pregunta cuántos años tenía yo cuando le pasó eso a Falón? Y… era mozo, no más de 18 o 19, saque cuentas, soy del 28 y eso ocurrió por allá de 1946, creo que está clarito el cálculo. Lo que no sé es si mi memoria está esclarecida como para contárselo ¡Ha pasado tanto tiempo! Pero a Falón siempre se lo recuerda, unos porque dicen que fue un buen hombre, otros, por palanganear nomás. Mire, yo estaba a unos 20 metros de él cuando le pasó lo que le pasó, claro, mi puesto quedaba en la usina del ingenio, casi pegadita a la leñera. A mí al principio me causó gracia al verlo tan asustado, después, cuando me enteré de cómo había sido la cosa, me dio mucha bronca. Entonces me dije, estuvo bien lo que Falón hizo, a las
patronales hay que lonjearles las asentaderas de vez en cuando, sino, te pordelantean demás. Imaginesé usted lo que eran los mandamases de aquella época, tiempos en los que el sindicato azucarero ya era complaciente con la patronal. Quizás por eso lo abandonó a su suerte el
secretario gremial, ni apareció para protegerlo. Pero ahora le cuento el asunto y espero despacharme sin olvidos.
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Falón era el apellido de este muchacho. El nombre se borró porque siempre lo llamaron de ese modo, como si fuera su apodo. Por ahí escuché que venía de madre y padre negros. Y pensándolo bien creo que no es errado. Era más bien flaco y fibroso. Mostraba una boca gruesa y como rajeteada. Un pelo mocho renegrido y sus ojos parecía que derramaban sangre… la verdad es que también se diferenciaba de nosotros, los otros obreros, porque aunque todos éramos morochos, no teníamos el cuero de su color, razón por la que le yaparon el mote de “Negro”.
Recuerdo que formaba parte del grupo de estibadores de leña y que su jornada comenzaba a las tres y media de la mañana. ¡Ah, no quiera saber usted lo que es bracear troncos a esa hora en pleno invierno! Yo lo veía, ya entrado el día, casi quebrado por cuerpear rollos de quebracho y algarrobo. Demasiado sacrificio vea don… Con decirle que el capataz de él le daba un descanso a la cuadrilla a eso de las nueve y media de la mañana. Era un corto tiempo en el que esos hombres, temblorosos de esfuerzos animales y embarrados hasta las cabezas, aprovechaban para hacer un fueguito con hilachas desprendidas de la leña y poner a hervir en un tarrito un mate cocido medio arrebatao, cosa que aquel día de junio estaba haciendo Falón
cuando lo interrogó el “gringo”, un alemán que según mentaban tiempo después, venía desertao de la guerra, o fugao, vaya uno a saber y que esa mañana al alba había llegado a la fábrica para hacerse cargo de la administración.
A la distancia yo lo biché al gringo cuando se le arrimó por la espalda y le picoteó el hombro fuertemente con todos los dedos de la mano. Sí, fue como picotazos de un pájaro grande. El pobre Negro al sentir los golpes encogió el cuerpo y se dio vueltas para saber quién le pegaba y ahí lo vio. El alemán era alto y grueso. Tenía un pelo pajizo con ondas sobre la frente. Los ojos de un celeste agua y el gesto de su boca se parecía a una sonrisa muerta. Vea don, metía miedo con sólo verlo, y si hablaba, parecía un oficial de las SS, de esos que aparecen en el cine.
Cuando observé la escena y vi la sumisión del Negro, empecé a reírme. No imaginé el desenlace final. Además ni por asomo adivinaba que ese rubio era el nuevo mandamás mayor. Entonces me dije, debe ser algún comerciante del pueblo al que Falón le ha pedido fiado, no le ha pagado y vino a retarlo. Pero me había equivocado fiero. De la verdad me enteré esa tardecita en la cantina del Club Social y Deportivo, donde Falón ya estaba pupulo de vino y acodado en una mesa rumiando su bronca en voz alta. Al verme, me hizo señas para que me siente con él y esto me contó.
─Ese gringo me encaró fiero esta mañana. Creía que yo estaba haciendo sebo y sin esperar a que le explique me dijo en una lengua dura, como en otra habla ¡Está despedido! Le hubiera visto la mirada, ñero, si parecía un diablo. Cuando salgo de la helazón que me paralizaba, corro a contarle al Pumpi, el capataz. El Pumpi entre miedoso y apocao, tuvo que hablar con su superior, el mayordomo Pinto, pero él le dijo que lo único que podía hacer era trasmitirle mi problema al jefe de fábrica y como a las dos horas ese jefe pudo hablar con el subadministrador, así fue la cosa. Pero ni esa autoridad lo hizo cambiar de opinión al gringo y con gesto duro dicen que le contestó ¡Ese hombre está despedido!─
Después de contarme su desgracia Falón entró en un silencio largo. Al rato tapándose la cara con las manos se preguntaba, qué iba a ser de su familia, de los siete hijos chicos que tenía que alimentar. Lo que era peor, adónde iría a parar porque debía abandonar la casa, que era propiedad de la compañía. Yo entendía su angustia, pero no atinaba a decirle nada.
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Aquel penoso hecho estuvo en boca del obreraje no más de lo que dura una tormenta de verano. En la fábrica nos acostumbramos a la ausencia del Negro y todo siguió su curso sin variantes. Pero Falón, acosado por la miseria, ya que la liquidación final debía llegarle desde
Buenos Aires, miraba pasar los meses mientras recibía, avergonzado, la ayuda de un par de compadres que le acercaban un poco de comida para sus changuitos.
El único que aceptó fiarle fue el cantinero del club. El hombre lo conocía desde siempre y el Negro se comprometió a pagarle todo, ni bien recibiera la quimérica liquidación. Y ese crédito abierto lo instaló a Falón a toda hora en la cantina. Día tras día los vecinos lo vieron sentado frente a una jarra de agrio vino, mascullando su rabia y, por supuesto, maldiciendo a ese gringo que le había arruinado la vida.
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Cierta vez, en el club se organizó un certamen de bochas en el que vinieron a competir obreros de otras fábricas. El encuentro estuvo acompañado de abundante asado y, por supuesto, ríos de vino. Falón, infaltable presencia en la cantina, vio llegar a los camiones repletos de hombres bulliciosos que agitaban banderines de sus clubes y en un santiamén se sumó a la algarabía, abrazándose a varios visitantes que conocía de campeonatos pasados. Con ellos siguió bebiendo hasta que la luz del nuevo día se alzó madura en el cielo.
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Nadie de ese gentío alborotado lo echó de menos. Falón caminó lentamente por la calle larga y terrosa que llevaba a la fábrica y entró a ella por el portón grande, escondido entre los carros cañeros que hacían cola para descargar sus paquetes. Cruzó el canchón. El chalet donde vivía el gringo le quedó a la vista y al pie del edificio alcanzó a divisarlo. El alemán gesticulaba y daba instrucciones frente a varios hombres y ni cuentas se dio cuando el Negro se le acercó por la espalda sacó una pistola de entre sus ropas, le rodeó el cuello con un brazo y le metió el caño en la boca. Entre el susto de los presentes y los forcejeos del gringo por zafarse, el tiro sonó
seco, casi sordo. La bala, disparada con una “matagatos”, chocó con dientes y muelas del alemán para salir ensangrentada por la mejilla izquierda. ¡Imaginesé usted el avispero que se armó! Todos gritaban y dos o tres hombres lo sujetaron por la espalda a Falón y hasta lograron quitarle el arma. El Negro bufaba como toro en celo. Sus ojos, más rojos que de costumbre, lo fulminaban al gringo mientras su abultada bocaza soltaba escupitajos cargados de puteadas gruesas, de esas que se usan con odio, a la vez que le decía – ¡Me tenía que vengar, gringo basura…!- al alemán, que con un pañuelo blanco se había cubierto la cara, lo
socorrieron los enfermeros de la fábrica. Al pobre Negro, la policía, pertrechada como para combatir a un regimiento, se lo llevó de a pie porque se había vomitado encima y al único móvil del que disponían lo usaba el comisario, por lo que no era cuestión de ensuciarlo. Con estupor, unos, otros como festejando el arrojo, los antiguos compañeros del Negro, reunidos en apretado grupo, lo vieron caminar amarrados los puños a la espalda y encañonado por no menos de seis milicos.
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Le cuento, don, Falón estuvo preso muchos años. El gringo debe haber tocado amistades con poder y el pobre Negro pagó su culpa como si hubiese cometido un asesinato en masa. Además su tragedia quedó tapada por otros sucesos, mayores y menores, lo que hizo que la gente se olvide de él. Hasta la familia desapareció a los pocos días de su detención. Pero, y no
por mandarme la parte, yo fui algunas veces a visitarlo en la comisaría. Sentía esa necesidad como si fuera una obligación. Mi difunto padre fue muy amigo de él. Por eso iba a verlo.
Una tarde, no sé si porque quiso sacarse un peso de encima, me habló
de aquel día en que lo encarcelaron.
─ Cuando me trajeron a la comisaría era como el mediodía. Recuerdo que un cana me empujó y pasé la puerta a los tropezones. Se ve que la macha aun me duraba. Ahí han anotado mi nombre, me soltaron las manos y fui a parar derechito al calabozo. No estaba nadie preso. Echado en el pisoroñoso me saqué la camisa y con ella limpié el resto de vómito que tenía
pegado al pecho. En eso me dormí. Muchas horas dormí. Al abrir los ojos la oración estaba cerca. Me arrimé a las rejas y no vi ni un policía. Todo estaba en silencio. A corta distancia observé la tapia baja que me separaba de la calle. También noté que la puerta de la celda estaba amarrada solamente con una piola. Por mi cabeza se cruzó la intención de escapar, de
regresar junto a mi familia. Pero a la vez me dije, adónde iré. El pueblo es pequeño, casi una aldea y no tengo en él gente amiga a la que pueda recurrir. No, no es buena idea. Además estoy detenido por un intento de asesinato, culpa que debo pagar. No es de hombre cabal el andar huyendo de la ley ─.
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Y así fue, vea, él no apeló a ninguna trapisonda para conseguir su liberación. Cumplió la pena de punta a punta.
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Su comportamiento fue tan correcto en el presidio que con el tiempo hasta salía a realizar trámites para el comisario, hombre ya mayor y cercano a jubilarse. Más de una vez, cuando iba a verlo, lo encontré sentado a la máquina de escribir tecleando papeles que él decía que eran de importancia para la policía. También me hablaba de redadas contra los cuatreros, operativos de los que comenzó participando como chofer del móvil y después más activamente, arma en mano… Llanamente le digo que era como que el Negro tenía su casa en la comisaría, hasta comía con la milicada.
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Un día se dio aquello que dice el cantar, “toda mano tiene contra y toda contra se da…”. Ahí Falón tuvo su desquite.
La cosa se supo cuando una mañana se estacionó frente a la fábrica un automóvil oficial, de esos Plymouth blancos que tenían pintado un escudo en ambas puertas delanteras. De su interior bajó un funcionario que lucía impecable uniforme azul con gorra al tono. Ligado al cinturón que ceñía su talle pendía un corto sable dorado. Las estrellas que tachonaban su
pecho refulgían, expuestas al destello del sol tucumano. El hombre, calzado además con lustrosos zapatos negros, caminó hacia el portón donde Daniel, el portero, le franqueó el paso mientras lo saludaba con una reverencial venia. El uniformado avanzó unos metros, giró la cabeza y le dijo ─ ¡Che! ¿ya no me conocés? Yo soy Falón, el nuevo comisario del pueblo─.