Los lenguajes de la pobreza encontraron un traductor: "El niño resentido", de César González
En uno de los últimos ensayos de El fetichismo de la marginalidad el poeta, escritor, cineasta y villero César González critica a CFK y la política de militarización llevada a cabo por su ministra Nilda Garré: el hijo pródigo practicando un matricidio. Pero la verdad es que da buenas razones por las que esa política de control discriminatorio atentaba contra la vida en las villas o barrios, a pesar de que sus vecinos lo festejaban. Leer, ver, escuchar a González me resulta perturbador, pues si bien nunca abandona su filosofía de fondo a favor de los marginados y en contra de los que capitalizan de cualquier manera la pobreza (los medios, las ficciones, los especialistas, los académicos), lo hace sin aceptar las excusas y los subterfugios que la clase media se da para seguir reproduciendo esta realidad injusta. Los lenguajes de la pobreza encontraron un traductor.
Más allá de si me gusta o no me gusta su estética, tengo la convicción de que su voz y su pensamiento trastocan todo el universo simbólico e intelectual hegemónico. Por eso no me resultó raro que yo recién lo conociera hace unos días atrás y gracias a una película, Lo que puede un cuerpo, que tenía que ver mi hija para la facultad. Me resultó sintomático de nuestro desconcierto. Los amigos de mi generación no lo conocen, y los de una generación más joven tienen apenas alguna idea de él: ¿por qué andarivel se mueve este “pibe” que te responde al toque un mensaje si le escribís por IG? Tal vez la respuesta se encuentre en las dedicatorias de sus libros, en sus diferencias, mejor dicho, pues mientras que en El niño resentido se lo dedicaba a su familia y amigos cercanos, en El fetichismo… se lo dedica a H. Montero, M. Zlotogwiazda, H. González y Maradona —en algún momento habrá que interpretar qué significa morirse en el campo de la cultura argentina.
Tengo la convicción de que su voz y su pensamiento trastocan todo el universo simbólico e intelectual hegemónico.
Mi mamá y mi papá no terminaron la escuela primaria. Desde que tengo memoria los dos tomaban sendos trapaxs para dormir, después de ingerir durante la cena un litro y medio de vino Resero blanco (les gustaba el vino blanco). Mi papá era un morocho buen mozo de ojos claros hijo de un albañil calabrés. Mi mamá, hija de eslavos pobres, carpintero el padre, la madre enfermera, me transmitió los potentes genes de la raza: soy blanco. Lo maravilloso de mi viejo era su inteligencia, que no utilizó para estudiar, la utilizó para hacer plata —en ese momento para los pobres más importante que estudiar era hacer guita. Hizo plata y pasamos a pertenecer a la clase media, pero por diversos motivos nunca dejamos de tener contacto asiduo con la gente de la villa que había a unas cuadras de casa (la villa de Malaver, que erradicaron cuando se amplió la Panamericana). Gracias a ese dinero yo pude estudiar.
En cuanto compré El niño resentido corrí a desempolvar el tomo 1 de la “obra completa” de Osvaldo Lamborghini, en donde está el famosísimo “El niño proletario”. Ambos textos se encuentran en las antípodas, aunque “el niño” que se perfila en cada una no sea taaan distinto: es el niño pobre, marginado y explotado material y simbólicamente. Mientras Lamborghini despliega un juego repugnante de vanguardismo literario, que tanto placer me brindó hace tres décadas atrás (y que ahora no me resultó fácil leer), César González denuncia el perfil que la sociedad y sus medios de representación le dieron a esa figura compleja del pibe pobre, al que el pibe pobre, por otro lado, desea parecerse: mejor tener una figura, aunque ésta sea la que la sociedad detesta y a la que le declaró la guerra, a ser amorfo y rayano en la nada.
Esas crónicas de González que te cuentan la gestación social y psíquica del pibe chorro te conmueven, te dan bronca, me muestran los límites infranqueables de nuestras acciones y nuestros deseos. Si recordamos esa fatídica consigna progresista y mentirosa que aseguraba que “la patria es el otro”, en los relatos de González se demuestra que ese “otro” en realidad es muy semejante al reflejo narcisista de una clase social que mira para otro lado. El otro real es más siniestro, y se parece más a nuestro presidente actual que a César o a algunos de sus héroes cartoneros, drogadictos o chorros.
Cada oración de los libros y de las películas de González te martillea el cráneo como un pistoletazo que descubre la verdad contradictoria de tu ser: sos, como mínimo, culpable y cómplice. Te dice que no lo leas con superioridad, porque la altura de esa superioridad es equivalente a tu hipocresía. Cuando leo, esa tensión aparece todo el tiempo. Pertenezco a una clase social que tiene un gran poder de negación, como si los mambos edípicos fueran pulsiones universales. El ruido del corcho despegándose de la botella gourmet suena con el sonido trágico de un disparo. Le dio en la nuca, tenía 15 años, es una figura constante en las crónicas de non-fiction que escribe González (como muestra de su acervo de lecturas “correctas”, en una entrevista le adjudica a Rodolfo Walsh la invención de este género seudo documental). Podemos decir que las crónicas literarias o audiovisuales y las reflexiones de César ponen el dedo en la llaga y lo hunden en el pus, sin preservativo.
César González denuncia el perfil que la sociedad y sus medios de representación le dieron a esa figura compleja del pibe pobre.
Mi investigación de doctorado trató de reflexionar sobre la representación de la Dictadura que se dio la literatura argentina. Definía “literatura” bajo los patrones borgeanos, es decir de manera muy amplia y caprichosa. Soñaba con encontrar allí respuestas que no encontraba en mi memoria ni en la memoria de los actores de aquel momento ni en las investigaciones sobre el período: ¿cómo vivíamos las gentes “normales” esos años que retrospectivamente nos parecieron tan nefastos y catastróficos? Incluso la idea de lo que significaba “gente normal” fue foucaulteanamente invertida y acribillada cuando salimos de esos años represivos y entramos en la vida adulta.
La literatura nos permite vislumbrar dimensiones de la vida a los que de otro modo no accederíamos, o eso creía románticamente. La literatura tiene el derecho de dejar abierta una discusión que tal vez los actores hegemónicos clausuraron o desearon clausurar —de un lado y del otro. En los setenta hubo un sacrificio, en el sentido que René Girard le da a esa práctica: una forma de canalizar la violencia social que está llevando a la sociedad a un punto de implosión y desintegración.
La crítica literaria ideal (Blanchot, Barthes, ponele) siempre termina encontrando esa perspectiva justa desde la que desarrollar una crítica insuperable e imparcial, que da el significado exacto de la obra que ni el autor había sido capaz de pensar. En otras palabras, ser capaz de darle a la obra de César un sentido que signifique algo no solo para mí, para mi entorno, para mi clase social, sino algo para todos y todas (incluso para aquellos que esta manera rea o popular de hablar tanto molesta), me resultó imposible. Lejos de estos deseos desmesurados, cuando advierto mi asombro y mis dudas frente a lo que estoy leyendo o viendo, me encuentro haciendo un agujero en mi cerebro, un agujero roñoso que ningún merthiolate podrá curar. Yo que siempre elijo la alienación, me encuentro con un texto que me exige con razón y con justicia que me comprometa contra un capitalismo que funciona muy parecido a como González denuncia que funciona, con conocimientos que consiguió luego de muchísima penuria. Cuenta una vida, la suya, que es casi idéntica a muchísimas otras vidas de pibes de las villas. No es imparcial: está a favor de los indefensos. Lo hace sin idealizarlos, si tal cosa es posible.
Desde hace mucho tiempo los deseos de la clase media hegemonizaron el campo libidinal. Es esa hegemonía lo que está puesto en cuestión hoy, en un nuevo bucle que da el capitalismo en su retroalimentación. La obra de César le asesta al pensamiento “crítico” de la clase media un cross noqueador, aunque él hable con la e y escriba con la x. La clase media se lo apropia y lo lleva de gira por los medios, y él aprovecha para recordarle todas las faltas y las falacias con la que ella se reproduce. Tal vez sea inevitable que lo termine cooptando. Anteojos negros de carey en pleno set televisivo por las antiguas camisetas de fútbol compradas en Morón.