Foucault y la opción neoliberal

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PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO

Foucault y la opción neoliberal

23 Junio 2024

No es lindo descubrir de grande que uno ha vivido equivocado, sobre todo cuando se pasó la vida tratando de vivir de una forma consciente, poniendo en juego los propios límites, ampliando las capacidades sensibles, trastornando lo normal, gobernándome a mí mismo, en fin, viviendo de la manera filosófica que uno leyó que proponía ese filósofo extraño que fue Michel Foucault (o Bataille o Nietzsche o Sade, todos precursores suyos). El libro de Mitchell Dean y Daniel Zamora: (Foucault y el fin de la Revolución). El último hombre toma LSD, me reveló eso. Me hizo descubrir todo lo que ignoraba de un pensamiento que yo creía conocer más o menos bien, el pensamiento de Foucault, y en particular su relación con el neoliberalismo: “el neoliberalismo, por lo menos como ideal o imaginario político, marcó para Foucault una ruptura con las formas anteriores de poder que había analizado y que habían llegado a encarnarse en las estructuras institucionales y jurídicas del Estado de bienestar moderno”.

Foucault, según Dean y Zamora, pensó al neoliberalismo como una nueva y diferente manera de gobernar que alentaba la proliferación de las prácticas minoritarias, maximizando la autonomía de los individuos y alentándolos a la autocreación. Si Foucault siempre había desconfiado del Estado y había denunciado sus dispositivos de sometimiento, control y disciplina, ahora aparecía una forma de gobierno que proponía desmantelar al Estado y vitalizar a la sociedad civil. No es que Foucault fuera neoliberal, pero sí vio en el neoliberalismo una posibilidad para crear otra izquierda que no fuese estatista o partidista, y que no tuviera a la Revolución como su mejor destino, como era la izquierda tradicional en aquella época, en Francia (y casi en todo el mundo).

Si pudiésemos reducir a una idea, las múltiples búsquedas que llevó a cabo Foucault desde mediados de la década del setenta, desde que empezó a trabajar en su Historia de la sexualidad en seis volúmenes, es la de elaborar un neoliberalismo de izquierda, cosa que en abstracto la variopinta izquierda rechazaba y rechaza aún más ahora. Que nosotros, una década más tarde, hayamos tenido un neoliberalismo peronista (aunque como sucede siempre, un ala del peronismo vociferaba que el menemismo no era un gobierno peronista) no debe sorprendernos. Cuando el neoliberalismo llegó a nuestro país, lo hizo para desbancarlo y rapiñar.

Siempre había pensado que Foucault era un arqueólogo crítico del neoliberalismo, no un simpatizante. Tal vez decir que era un simpatizante del neoliberalismo sea una falacia o una exageración, y habría que decir que rescató políticas del neoliberalismo como maneras de abandonar el paradigma moderno de la Revolución y la difusión de derechos legalizados desde el Estado. Este libro elabora esta idea, y lo hace contextualizando no solo este pensamiento en la obra de nuestro genio, sino también reconstruyendo el momento histórico en el que Foucault piensa esto, fines de los setenta, principios de los ochenta, cuando en Francia gobernaba un neoliberalismo soft, antes del neoliberalismo duro de Thatcher y Reagan —para no hablar de la vanguardia anarcocapitalista que nos gobierna a nosotros ahora, y que este libro puede ayudarnos a entender desde otra perspectiva. El neoliberalismo no es uno y siempre el mismo, muta, se adapta a los países, y por ello nos exige pensarlo siempre en su situación concreta, sin los prejuicios ideológicos que lo reducen a una caricatura que hace todo mal.

Si bien la preocupación central del libro consiste en desentrañar este vínculo, también revela otras cuestiones. Por ejemplo, las búsquedas que giran alrededor de la famosísima consigna sobre “la muerte del autor”. Este texto de fines de los sesenta ya anunciaba la puesta entre paréntesis del poder del sujeto (o autor), y su (in)subordinación a fuerzas más potentes que las suyas, como las del texto allí, y más tarde la resistencia a ser gobernados. La transgresión es el corazón del pensamiento de Foucault.

Es gracioso que el libro de Dean y Zamora, que va a reponer certezas y vacilaciones que afectaron a Foucault, y que yo no conocía, comience revelando que la experiencia que Foucault tuvo con el LSD fue una experiencia retro en todos los términos, aunque éste la considerase en privado una de las experiencias más importantes de su vida, según le escribió en una carta a uno de sus jóvenes amigos de esa época. Fueron dos californianos, Simeon Wade y su amante Michael Stoneman, los que iniciaron a Foucault en mayo de 1975 en los viajes lisérgicos, solo que ellos ignoraban o se habían olvidado que el lugar que habían elegido como por azar para experimentar con la droga había sido unos años antes la localización que utilizó Michelangelo Antonioni para filmar su película Zabriskie Point, en Death Valley, justamente sobre esta misma temática. Los autores casi ironizan que Foucault llegó tarde a su experiencia originaria, su épreuve, una palabra que el francés solía utilizar en esa época para referirse a las experiencias límites con la corporalidad y la sexualidad.

Los autores casi ironizan que Foucault llegó tarde a su experiencia originaria.

Los autores traen a colación el enigmático informe que redactó la CIA a mediados de los años ochenta sobre Foucault, pues en él el servicio de inteligencia norteamericano es muy optimista con respecto a la ideología de nuestro héroe: “la nueva derecha puede contar con los elogios de Michel Foucault, el pensador más profundo e influyente de Francia”. A nosotros puede sorprendernos que lo que Foucault planteaba como resistencia y creación de espacios/tiempos de libertad, por medio de experiencias extremas (o lo que él consideraba extremas, como las drogas y los salones sadomaso que visitaba en San Francisco y Nueva York, una década larga más tarde de su boom en los años sesenta), haya terminado instituyéndose como una oferta más del mercado de la subjetividad.

Si el cambio político ya no iba a poder llegar por medio de la Revolución, como fue el sueño moderno desde la Revolución Francesa hasta mayo de 1968, tal vez podría llegar por medio del mercado, que la izquierda concebía y continúa concibiendo de una única manera. Es una idea incómoda, máxime cuando nosotros los argentinos sabemos muy bien lo que hace el mercado cuando se convierte en el espacio de la política. Puede tener razón Foucault cuando denuncia que todos los grandes pensadores alemanes con Marx a la cabeza “organizaron todo un aparato mental, el que subyace a los sistemas de dominación y las conductas de obediencia en la sociedades modernas”, pero esta idea es extensible hasta él, pues sin duda nuestro “aparato mental” que subyace a nuestras prácticas de contra-conducta, de nuestras búsquedas de ampliación de la mente e intensificación de los sentidos, del rechazo del sexo y su reemplazo por los placeres, proviene de sus reflexiones.

¿Qué cantidad de libros o qué interpretación “correcta” hay que hacer para decir que uno comprendió la obra de un (no) autor (que nunca renunció a sus derechos, por otro lado)? ¿No nos habrán infiltrado por el lado que jamás pensamos que nos iban a infiltrar, por el lado de la inteligencia, la profundidad, la complejidad de los conceptos? ¿Es posible entender un pensamiento sutil en una traducción por lo menos compleja, en un español que entendemos, pero no hablamos (o hablamos “mal”)? El libro de Dean y Zamora nos permite dar cuenta de la desorientación general que vivimos, no solo porque leíamos mal traducciones problemáticas, sino porque creímos que sus pensamientos eran universales, cuando en realidad estaban fuertemente atados a los conflictos políticos de su contemporaneidad. Cada concepto tiene su contexto.

Podría pensar que Michel Foucault cometió el peor pecado que puede cometer un pensador, que no es —como sentenció Borges— no haber sido feliz, sino haber sido complaciente consigo mismo. Máxime cuando él considera la contraconducta y nuevas formas de la subjetividad como el camino adecuado para escapar de la encerrona disciplinaria y controladora a la que condujo el sueño moderno de la Revolución. No estar dominado por ningún poder exterior, llámese poder propiamente dicho, dinero, estatus, fama o lo que sea, es una tarea permanente, de la que Foucault se desentendió con bastante facilidad.