Villarruel y las clases de lectura: ¿Hace cuánto no pisa una escuela de educación media?
Están frente a mí. Los observo. Los tanteo. Los acaricio. Primero le paso a uno las uñas por encima, a otro la yema de los dedos. Apoyo, finalmente, en el tercero, la mano encima. La piel, seca al principio, se humedece progresivamente. Lo tomo, lo abro, respiro su edad cifrada en su aroma, lo recorro. Lo miro, no veo, lo alejo, lo acerco, hago foco, clavo los ojos, me relamo, abro los ojos, tensiono el torso, respiro, busco una posición más cómoda, relajo los hombros, estoy y no estoy, doble o nada entre las palabras, los silencios, los gruñidos, los gestos y los cuerpos proyectados en una especie de trance.
¿Qué estás leyendo?
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Cualquiera puede hacer la prueba, es cuestión de proponer un tema de actualidad (inflación, lectura, un nombre X: Villarruel, Kicillof, Reyes) o de conversación (la sexualidad, la lectura, la educación) y enseguida, antes de que el aliento de la última palabra pronunciada se disipe en el aire, otra voz saldrá desde el pecho (se respira poco y mal, en algunas charlas) al cruce de esas palabras, quizá para preguntar algo, enfocar el objetivo y, más temprano que tarde, para manifestar su perspectiva, dar su opinión, contar su experiencia al respecto. Pueden ser algunos adjetivos, una digresión, una glosa, hasta un monólogo. “El lenguaje es un virus”, expresó Burroughs, una palabra llama a otra, soy legión, parece decir, como el demonio dice a Jesús en el evangelio según Marcos. Las conversaciones suelen funcionar así: acumulan expresiones como combustible para mover la maquinaria que las haga avanzar hacia… Más conversación. Y, desde ya, no hace falta rememorar la sorpresa de San Agustín al observar que Ambrosio, obispo de Milán, leía en silencio o voz muy baja para subrayar que también leer y escribir son formas de conversar y operan así, como fenómenos de atracción y repulsión… ¿En silencio?
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Sí, tengo mi Biblia acá conmigo, sobre la mesa, entre el ejemplar de Las aventuras de la China Iron y el de Cometierra, que releo desde hace algunos días a raíz de los recientes ejercicios de escritura online de nuestra vicepresidenta, quien además de presidir el Senado y reemplazar temporariamente al presidente cuando viaja por ahí a representar su papel moneda de cambio, parece decidida a cultivar la crítica literaria en versión censora y hacer escuela de una serie de prácticas poco recomendables en la disciplina, recomendables en el disciplinamiento: el abuso de la sinécdoque, la descontextualización de la cita, la mentira lisa y llana estilo fake news, la generalización exagerada y, sobre todo, la disociación entre la hipótesis de lectura (eso que pensamos de lo que leemos) y el texto, esa intersección que admite múltiples modulaciones pero que no resiste (así como nada resiste) absolutamente cualquier cosa. La diferencia, en otras palabras, entre tener una opinión fundamentada y hablar al pedo (lo que sería, en términos teóricos, la pura ideología: leer algo que está más allá o más acá del texto, que incluso prescinde de su materialidad).
Una diferencia problemática, experimentada, por caso, en las aulas: la que hay entre leer, entre escribir la lectura (y, llegado el caso, extraviarse en la lectura y la escritura) y generar un texto a través de algún tipo de dispositivo de inteligencia artificial (y, en este sentido, quizá tendríamos que empezar a pensar la política, si aún no lo hicimos, en estas coordenadas: la del lenguaje generativo disociado de los hechos. ¿Dónde radicaría, en ese cruce de lenguaje y no pensamiento, lo des-generado? ¿Y lo degenerado?).
El problema, en todo caso, radica en conversar sobre lecturas, sobre materiales de lectura, incluso sobre experiencias de lectura, sin leer. Qué detalle de modelo de lectura, qué derrotero, viniendo de una persona llamada Victoria; derroteros de lectura victoriana.
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Me pregunto, como persona que habita varias mañanas de la semana en una escuela de educación media, cuánto hace que la señora vicepresidenta, como argentina de bien que es, no pisa una institución educativa del nivel sobre el que opina que no haya sido previamente inspeccionada y adecuada para recibir a su honorable figura. La cantidad de menciones genitales por metro cuadrado de superficie de banco, de hojas y de muros, sea en forma gráfica o auditiva, escrita u oral, solo es directamente proporcional al desarrollo hormonal de su población (más perceptible, claro, en aulas sin ventilación adecuada durante la época estival), al inconmensurable flujo de sus consumos culturales (decir sexualizados podría ser, aquí, redundante: abramos una red social o plataforma de consumo, veamos) y a la necesidad de manifestación y exteriorización de signos en afán ancestral símil cueva de Altamira como parte de la constitución de la subjetividad. Ahora bien, más allá de las cuestiones de diferencia de registros que podrían experimentarse, pensar que por leer la palabra pija o la palabra concha, la palabra culo o la palabra teta, etcétera, estamos incurriendo en algún tipo de revelación que podría modificar la moralidad del estudiantado es no recorrer un pasillo hace tiempo o hacerlo sólo con anteojeras y con tapones para los oídos.
Incluso, más allá de estos o aquellos títulos, podríamos repasar Popper y ver hasta dónde nos llevaría la idea de suprimir lecturas por cuestiones de sexualidad. Qué detalle, nos llevaría a omitir buena parte del corpus que suele formar parte de la literatura argentina que se da en ciclo superior. “Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa”, se puede leer en El matadero, de Esteban Echeverría, esa ficción que justificó la famosa hipótesis de lectura de David Viñas, sobre la que han corrido ríos de tinta, del vínculo entre violación y comienzo de la literatura argentina. No mencionemos La cautiva, ni La refalosa, ni Don Segundo sombra. ¿Qué hacemos? ¿Farenheit 451? ¿La ciudad ausente y Respiración artificial? ¿Paulino Tato reencarnado con la ceguera del lector algorítmico? ¿O aquí Nadie nada nunca y apuntamos a otra cosa, por ejemplo a la prolijidad metódica y al paradójico discurso moralizador, utilitarista incluso, que por momentos rodea en forma infructuosamente defensiva a las ficciones escrachadas por la vicepresidenta?
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Seguramente resulte necesario, en algún punto, sobre todo en el plano civil y legal, en épocas de cierto oscurantismo ambiente, defender los textos y las personas que los escribieron: el derecho a su circulación, los derechos de sus autoras, el rechazo a cualquier tipo de censura, de escrache, etcétera.
Ahora bien, desplazarse de ese territorio al de la justificación de la inclusión de los textos en un plan de lecturas por alguna cuestión derivada de lo que podría denominarse su aplicabilidad (como quien aplica a un trabajo, como si leer fuese una inversión) resulta un tanto inquietante. Veremos.
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Atención, asesores de Villarruel que vayan a patrullar bibliotecas, “papel y lápiz”, para ir a tono con la época, aquí algunos títulos y citas para… ¿Recortar? ¿Sacar? ¿Ajusticiar? Son sólo algunas, tentativas y no exhaustivas. Los escribo porque sí, porque me gusta, por placer, algunas de las coordenadas ausentes de la lógica productivista aplicada a lo viviente. Y no, no tiene nada que ver con que esos libros o textos me gusten o no (esa es, ciertamente, otra cuestión, bastante diferente al placer de escribir sobre o a partir de ellos).
Veamos. Sin dudas, primero este, del que vale revisar toda su obra, tomo una cita al azar: “Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer” (Osvaldo Lamborghini, El niño proletario, 1973; atención, nota al margen: tiene la ventaja atendible del ejercicio de la crueldad contra un pobre).
Otro, si hilamos fino: “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres” (Borges, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, 1940; ¡además de decir “cópula”, reniega de la reproducción! ¡Pañuelos verdes everywhere!, conste que aplico su lógica de lectura, ciertamente refractaria a la lógica, incluso a poéticas derivadas).
Uno más, si vamos a lo entredicho y no solamente a lo sexual explícito, este: “El nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos que cierra una estirpe que se remonta hasta los tiempos de los bisabuelos” (Casa tomada, de Julio Cortázar, 1946; nota al margen; consultar con Javier, a lo mejor le simpatiza).
Omito mencionar y citar otros títulos de estos y otros personajes notables, porque es tarde, esto se extiende demasiado y, además, al menos, laburen un poco. Ya que estamos de citas, dos profes que tuve (y que leo: doble orgullo de haber ido a sus clases y leerlxs; no los menciono porque somos seres etéreos y la lectura pertenece al mundo ideal de lo bueno y lo bello y no a sujetos situados históricamente de carne y hueso). Unx viene elaborando mucho sobre las formas de no lectura mediáticas, que consisten en reaccionar sin leer; otro, en sus cursos, repetía como sello propio: “lean, che”.
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Me pregunto, también como persona que habita varias mañanas de la semana en una escuela de educación media, hasta dónde tiene que ver esto con la ESI y con sus problemáticas de implementación derivadas. No hace falta ser una luminaria para ver que el tiro es por elevación, que el enroque de piezas de la jugada tiene que ver con poner las citas de los libros y tomar las bibliotecas, las leyes de educación sexual integral, el posicionamiento de la figura pública de la vice como referente del nacionalismo conservador y pacato, plan B, tensiones, internas, polarización con la provincia, apuesta a la proyección bonaerense, ese llamado desierto del siglo XIX que los admiradores acríticos de la obra militar de Julio Argentino Roca siguen escrutando sin comprender del todo, en el que incursionan sin poder dar con su norte y del que vuelven, periódicamente, desencantados más allá del juego estandarizado del estanciero.
Descansa también, en la panza de este caballito troyano en forma de libros cuya valoración no está en cuestión aquí (no porque no la haya, sino porque no hace al meollo de la cuestión), el debate por “la educación sexual que queremos”, dicho esto por los anti aborto, los negacionistas de la apropiación de niñxs en la última dictadura, los defensores de los pobres patriotas que cumplieron con su deber, los militantes de la memoria completa, los furiosos baiteadores contra la ideología de género, etcétera y amén de la ironía de la falta de comillas. Esa educación sexual que apunta sólo a las “enfermedades de trasmisión sexual” (se dicen infecciones, hace años, pero no se enteran), a la anti concepción a lo sumo, pero no al aprendizaje y el placer, el deseo, el cuidado y el respeto del cuerpo propio y del cuerpo ajeno, los derechos de las diversidades, de la decisión sobre el propio cuerpo y todo lo que las leyes promulgadas en los últimos años al respecto han establecido y está siendo, en los hechos, vaciado al no entregar los materiales necesarios para sostener esas políticas y derechos adquiridos.
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Sin embargo, más allá de los debates en torno a la lectura y sus objetos satélite (la ESI, etc.), la pregunta metodológica específica persiste y, como muchas veces en la crítica, la respuesta, si la hay, importa menos que la potencia del interrogante. ¿Tiene que servir para algo un libro? ¿Tiene que representar determinadas cuestiones? ¿Cómo se arma un catálogo de biblioteca? ¿Es (o debe ser) la literatura un discurso útil?
Escuchamos hablar tanto del placer de la lectura, de las bondades de la lectura, de la lectura como pasatiempo, que pretender que “sirva” siempre para algo, que justifique su existencia, que sea subsidiaria de otra cosa (la ESI, la formación ciudadana, la concientización sobre X o Y tema) resulta, cuando menos, una hipótesis problemática, habida cuenta las variadas reivindicaciones teóricas de lo inútil en relación a la literatura. Pienso en los postulados de Alberto Giordano, por ejemplo, en relación a lo inútil de la literatura y la crítica (lo puedo mencionar porque está en otra jurisdicción de la que no registro movimientos en mis cuentas bancarias ni visitas recientes que justifiquen la celebridad que le dan estas líneas), que retoma el famoso “escribir: verbo intransitivo” de Roland Barthes, atropellado inútilmente por una camioneta no para demostrar que la vida es así de imprevisible sino simplemente porque sí, por una infinidad de causalidades pequeñas que confluyeron en un hecho considerable como podría ser un choque o la escritura de un texto y que no buscaron previa ni posteriormente justificación alguna más que su mero acontecer.
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A la cantata habitual de las valoraciones siempre positivas de los libros, esa retórica que dota a la lectura (y, particularmente, a la lectura literaria, esa rama particular del mercado, a la literatura), y por ende a quienes leen, de un áura de prestigio y de intelectualidad, de derrochar qué interesantes a propósito de lo que sea mientras haya de por medio un ejemplar salido de la perfeccionada maquinaria creada por Johannes Gutenberg, suelen contraponerse un par de afirmaciones que baten estadísticas de oídos en salas comunes y de menciones en estudios más o menos random destinados a justificar evaluaciones y reformas educativas de dudosa procedencia (¿cuántas reformas educativas llevamos en los últimos 20 años?). La primera es que “los chicos no leen”; la segunda, que “no entienden lo que leen”. Ambas afirmaciones entrañan su catálogo portátil de burradas o zonceras, omiten varios regímenes y operaciones de lectura, diferenciaciones de corpus y de metodologías de abordaje (lo que ya no existe más es el sujeto que responde al “tomá, leé y pensá y hacelo”) que dan para recorrer kilómetros de bibliografía del tema y de debates pedagógicos varios que, en todo caso, no vienen a cuento a los efectos de estas líneas, pero vale apuntarlas para marcar la contraposición: ¿qué importancia podrían tener un par de párrafos de algunos pocos títulos distribuidos en bibliotecas escolares en el marco de una población que supuestamente no lee o que, al leer, no entiende?
Hay algo, en esa deliberada omisión de lo correlativo, de discurso ideológico que parte de la aplicación a los libros y a la literatura y se proyecta a “las aulas”, a “la escuela”, a “los chicos”, que tiene mucho de representación sarmientista (que no estrictamente sarmientina: Sarmiento captaba las complejidades de la población sobre la que escribía, ahí están su fascinación por los que intenta representar como bárbaros y que lo seducen, irremediablemente), es decir conservadora, del aula como espacio impoluto, de la escuela como lugar autónomo, de refugio ajeno al mundanal ruido. Con algunos colegas solemos repetir, en chiste (en serio), una expresión sintomático cuando algo funciona: “parece una escuela”; incluso, a lxs estudiantes: “recuerden que es una escuela, aunque no lo parezca”. Vale, en este punto, repetir aquella pregunta de hace algunos párrafos: ¿hace cuánto no pisan una escuela?
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Probemos un poco nuestra propia medicina: ¿leemos? ¿Por qué leemos, nosotrxs, lxs adultxs? ¿Por qué no? ¿Qué utilidades o inutilidades podríamos desprender de ese posicionamiento?
Por gusto, por trabajo, por deformación profesional, por distracción, por placer, por un poco de todo, porque sí, porque no… Si hilvanamos el enfoque personal o particular con un enfoque más de “literatura vista desde lejos”, como tituló Moretti a uno de sus libros icónicos de crítica literaria que se aleja de la lectura puntual de los textos, podríamos obtener una panorámica de los millones de libros que cada temporada salen de las imprentas e inundan bibliotecas físicas y virtuales (dicho sea de paso: las bibliotecas escolares, dependiendo de cada territorio y población, son consultadas por diversos actores de la comunidad, pueden tener usos populares)… En ese sentido, ¿son todos los libros recomendables? ¿Da lo mismo leer cualquier cosa, sólo por el hecho de leer? ¿Los libros no muerden? Claro que muerden y que las preguntas son retóricas. Otra profesora, también leída, repetía, en chiste y en serio: “ojo con leer boludeces, de tanto andar con boludos uno termina siendo uno” y “cuidado al entrar a librerías, es peligroso”.
Lo que está, creo, bastante desenfocado en el debate que se ha dado sobre la lectura y los libros en este caso, es la cuestión de que un lector lee básicamente porque desea. El deseo (que siempre es deseo de alguna otra cosa, desde Lacan y el psicoanálisis para acá, más allá de la utilitarización de las terapias de un tiempo a esta parte) parece ser el gran ausente de las valoraciones de lectura de la vicepresidenta. En otras palabras, el deseo parece ser el gran ausente de las políticas de lectura y sus polémicas derivadas. No se lo percibe ni teniéndolo enfrente. ¿La literatura ha de ser útil o no será?
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Se ha remarcado bastante, y con razón, que los libros escrachados están escritos por mujeres y que, incluso, en el caso de Cometierra, que ha atraído mayor reproducción mediática con lecturas en prime time de empresarios, digo periodistas, notables, las citas de las escenas sexuales pertenecen a relaciones consentidas. Es parte de este tipo de derrotero de lectura victoriano, a medio camino entre lo degenerativo y lo algorítmico y el morettismo extraviado. Cometierra, por ejemplo, tiene ocho veces repetidas la palabra “pija”, una vez la palabra “concha”, cinco la palabra “culo”, cuatro “tetas”: ¿fuera?
Es decir, que la impugnación está formulada desde el terreno puramente ideológico de la “mala palabra” y de la “moral”, de lo que “no se dice”, lo indiscreto, etcétera: la pacatería al palo. El episodio es digno de una clase de filosofía o literatura: al deseo se lo castiga, dice el poder.
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Respecto a otros libros, la variable es la misma. El sexo aparece descontextualizado y da lo mismo si es una relación consentida, una violación, si sus actores son X o Y… “Degradación”, “inmoralidad”, “límites que nunca deben pasarse”, “pornografía”, escribe Villarruel. Es fácil ver lo contrapuesto: la moral y lo enaltecedor. Leer libros buenos, podría decirse, es el subtexto.
De la escandalización, que es menos creíble que llanto de Estevanez (con perdón de Estevanez, a quien adoramos), subrayaría esta expresión que señala que, a los bonaerenses, “@Kicillofok les ofrece” la degradación y la inmoralidad. Les ofrece. Es decir, es opcional. No se puede obligar a leer, Naranja mecánica aparte. El resto es lisa y llanamente mentira: esos libros no están en “las aulas”, no pertenecen a “agendas” (a priori, más allá de que podrían, vagamente, presuponerse, no forman parte de un corpus obligatorio), la “inocencia de los niños”, en ciclo superior de secundaria… ¡¿Hace cuánto no vamos a una escuela?!
“Sexualizan a los niños”, escribe también la vicepresidenta en otra intervención. La afirmación, dicha así, es inquietante, aunque, si uno le pone onda, se entiende a lo que apunta. Ahora, ¿usa redes, la vicepresidenta, o se las manejan? ¿Ve algo? ¿De verdad piensa que un libro podría “sexualizar” a un estudiante que está terminando la secundaria? ¿Yantes de ser sexualizado por el libro que era: asexual? ¿Mis hijos son asexuales? ¿Mis estudiantes son asexuales? ¿Qué haré cuando sean sexualizados por algun agente externo y corrupto y pecador? ¿O podrán sexualizarse solos? Podría denunciar otras cosas, también, ya que estamos. Es llamativa la escandalización que le despiertan estos libros (al fin de cuentas, la literatura implica poquísima gente) en comparación a las continuas alusiones sexuales y difusión de la violencia discursiva normalizada de su compañero de fórmula, que no ahorra metáforas relativas.
Amén (para retomar la Biblia) de que varios de estos libros contienen un origen vinculado a experiencias personales de sus autoras, que podrían funcionar incluso como formas posibles de difusión, de prevención y hasta, en palabras de sus propias autoras, de sanación o de cicatrización de episodios de abusos sufridos en carne propia. Pero, claro, para llegar ahí habría que leer el libro entero, desde el comienzo y sucesivamente. “¡Qué paja, profe, son como 200 páginas!”
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Hablando de utilidades y utilitarismos, de placer y de deseo, viene al caso mencionar que todo necesita su sustento y que, para leer y para escribir, hace falta dinero: para insumos, libros, tinta, hojas, dispositivos, máquinas, instituciones, editorxs, lectores que asesoren a las editoriales, docentes, enseñanzas, casas de estudio (¿alguien recuerda el FONID, ese 15% aprox de sueldo que se nos fue? ¿Alguien recuerda las marchas universitarias?). En una palabra, políticas. Dicho esto, descartada la burrada de impugnar la circulación de libros por su contenido, impugnarla por formar parte de un negocio editorial y de distribución es de un nivel canallesco de inocencia o de estupidez.
Ya que estamos con la lectura y los sostenes: ¿alguien sabe quiénes fueron en representación del país a la Feria de Frankfurt este año en que la libertad avanza hacia no sabemos muy bien dónde?
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Habría que aprovechar la ocasión para apuntar algunas preguntas para debates que podrán darse o no respecto a la literatura (ya no a los usos de la literatura, ese fetiche de la sociedad y el poder, sino a la literatura como material de estudio entre otros discursos).
Por ejemplo, resulta notable la total ignorancia u omisión adrede de lo que implica la postulación y construcción teórica de un espacio, el bonaerense, que además de sostenerse en una serie en continua ampliación de obras (eso que ha dado en aglutinarse en torno al término literatura del conurbano o conurbana), ha venido recibiendo políticas varias en la Provincia de Buenos Aires (desde el Plan Provincial de Lecturas y Escrituras hasta las Ediciones Bonaerenses, que abarcan tanto ediciones de textos vinculados al territorio como la organización de concursos destinados a fortalecer y difundir la literatura en y de escritorxs que habitan o habitaron la Provincia). En un país, Argentina, en el que la multiplicidad de editoriales no goza de un correlato de políticas de edición y difusión literarias acordes (ya que tanto gusta mirar Europa, busquen y vean España: hay un concurso por cada cuadra de cada municipio), las políticas de la Provincia de Buenos Aires al respecto resultan llamativas, saludables, casi anómalas. ¿Qué otra Provincia puede presumir de una postulación material y simbólica semejante, tan bien que queda presumir de las bondades de la lectura y de su carácter necesario, primordial, esencial?
Ante tantos cortes y recortes en políticas educativas y de cultura (¡adiós, Ministerios! ¡Hola, Secretarías!), no deja de llamar la atención esa voluntad de intervenir lo que no se tiene: a las faltas de políticas del sector de Nación, sus representantes impugnan lo que otras jurisdicciones distribuyen. ¿Y los representantes de la industria que cada año montan el espectáculo de la lectura en La Rural? Bien, gracias.
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Observo los libros, acaricio la pila, tanteo sus lomos con las uñas primero, con la yema de los dedos luego. Apoyo la palma de la mano encima. La piel, seca al principio, se humedece progresivamente conforme pasa el tiempo en contacto con el material sintético de la tapa. Levanto un ejemplar, lo abro, respiro su edad cifrada en el aroma, paso las páginas, busco una cita, hago foco, clavo los ojos, me relamo, abro los ojos, tensiono el torso, respiro, busco una posición más cómoda, me relajo, leo y ya estoy y no estoy, doble o nada, entre las palabras, los silencios, los espacios entre las letras, los cuerpos proyectados en una especie de trance.
Desde ya, toda esta escena no se me ocurre ni me pertenece, sino que forma parte de un corpus de lecturas sobre la lectura que va desde Barthes y Eco hasta Nancy y de Certeau, por nombrar sólo extranjeros fallecidos, no vayan a conspiranoiquearse ensobrados y publicidades, que para ficción paranoica y cosecha criolla tenemos las teorías de Ricardo Piglia sobre el policial, que continúan modulando eso que Viñas llamó realidad política; misteriosos los caminos del señor.
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Pensemos, por último, en cambiar algunas coordenadas, tomemos distancia y volvamos, con menos ánimos de paralelismos que de meras comparaciones de épocas y efectos de medidas destinadas intervenir sobre la circulación de la lectura.
A mediados de 1857 se inicia el proceso judicial contra Las flores del mal, de Charles Baudelaire. Poco antes, Gustave Flaubert ha sido absuelto por algo similar respecto a Madame Bovary: “atentar contra la moral religiosa y la moral pública”, así de abstracto suena hoy, así de concreto fue hace 167 años. La historia de Bovary es conocida: casada, amantes, escándalo; el summum del horror de la época es el famoso paseo en carro con las cortinas cerradas y las sacudidas “como un barco” y “como un ataúd”, todo tan fuera de foco como sugerente y específico, capítulo 1 de la tercera parte, horrorícense a gusto. Algunos versos de Baudelaire: “entre todos Lesbos me ha elegido en la tierra”; besos “tormentosos y secretos, hormigueantes y profundos”. Ambos textos, vale suponer, deben estar en prácticamente cada biblioteca escolar más o menos nutrida. La condena los inmortaliza, afirma Sollers sobre los poemas de Baudelaire. Así como la risa, según Bajtín, es variable históricamente (lo cual explica, por caso, la incomodidad ante los chistes de gente mayor y el coro de grillos que asoma a sus remates), la moral también lo es. Señora vicepresidenta, fíjese cuántas citas, no es mi intención resultar pedante ni ser el Alfaro de la columna de opinión, sino remarcar justamente que todo texto nace de otros textos, que somos un mosaico de citas, que la intertextualidad nos constituye y que todo esto no lo digo yo (dime a quién citas y te diré quién eres), sino que lo expresan textos que sugieren que vendría muy bien leer antes de emitir juicios, incluso de opinar, si la idea es hacerlo en forma honesta. Porque lo es, ¿verdad? ¡¿Verdad?!
No podemos hablar, todavía, de inmortalización de los textos bonaerenses impugnados por la vicepresidenta, pero sí podemos jugar, tentativamente, por la viralización del marketing vicepresidencial, a entregar los premios al pete y el garche más citados de la literatura argentina: ¡felicitaciones, Dolores Reyes!