La risa entre el cielo y el goce profano: “San Palito” y la narrativa punzante de Juan Carlos Mon
Creo no equivocarme al decir que gran parte de la mejor literatura argentina actual se sostiene sobre una columna vertebral hecha de humor punzante, salpicado de sátira, ironía y cierta desesperanza lúcida.
En esa línea se inscribe la narrativa del yerbabuenense Juan Carlos Mon, quien, además de escritor, dirigió durante casi una década la revista de humor paródico 'El Gueto', un proyecto que se convirtió en una usina de provocación y resistencia cultural en el norte argentino.
El humor ácido y la crítica social no son meras herramientas del ingenio: son placeres reservados para paladares exquisitos. No cualquiera encuentra deleite intelectual en la risa. Y sin embargo, es justamente desde ese lugar —la risa como desarme, como filo que corta en silencio— donde muchos escritores contemporáneos bajan a la cultura clásica de sus pedestales para dialogar con el barro, con la calle, con la intemperie de la realidad.
En su célebre poema “¿Qué es el arte?”, Federico Manuel Peralta Ramos sentencia: El arte es hacer reír y pensar a la gente. Esa máxima funciona casi como un manifiesto para la obra de Mon, quien cincela sus textos con precisión quirúrgica, dejando siempre un espacio para la carcajada incómoda, para la reflexión posterior, para la incomodidad productiva.
San Palito, su primer libro que va ya por su tercera edición, podría leerse como una procesión hereje por los intersticios del dogma, una biografía apócrifa del absurdo místico argentino. No sería desacertado ubicar este cuerpo literario cerca del Negro Fontanarrosa, sobre todo por su prosa inteligente, perspicaz y ese talento innato para extraer belleza y verdad de lo grotesco.
El cuento que da título al libro funciona como carta de presentación de un imaginario tan desopilante como cuidadosamente elaborado: San Palito, un santo ficticio —aunque inquietantemente verosímil—, emerge como el patrono de la libido y la fertilidad.
En un país con devociones populares para todos los gustos, desde Gilda hasta el Gauchito Gil, Juan Carlos Mon viene a ampliar el panteón con una figura que combina misticismo, humor irreverente y erotismo de alta gama. San Palito atiende los ruegos de quienes no consiguen engendrar descendencia, de quienes padecen cuerpos que se niegan al goce o sufren la modorra seminal.
Es un santo dionisíaco, festivo, lúbrico, que no promete castidad ni redención, sino orgasmos compartidos, espermas rejuvenecidos y tríos de índole trascendental.
La línea que separa la fantasía de la realidad en este cuento —y en todo el libro— es deliberadamente difusa. Como si lo real fuera apenas un límite estético que conviene desdibujar para que aflore, con más nitidez, el absurdo profundo de nuestra época. Juan Carlos Mon no teme profanar. Pero lo hace con una fe pagana en la literatura como fiesta, como ruptura, como ritual gozoso de lectura.
La riqueza de la antología no se agota en San Palito. Cada cuento despliega una escena distinta del absurdo nacional e internacional, pero todos comparten el mismo pulso: un humor que desarma, que sacude estructuras y que, como una carcajada maleducada en misa, incomoda con placer.

“Divino parpadeo” es otro de los relatos emblemáticos. En él, los protagonistas son nada menos que dioses venidos a menos, enajenados por drogas, alcohol y el tedio de la eternidad. Se emborrachan, discuten, se contradicen, se desquician. Es una especie de Banquete platónico trasnochado, en el que las deidades ya no dictan el destino de los hombres sino que se abandonan a sus propias decadencias, en un Olimpo convertido en un bolichito de cuarta donde los excesos son un personaje más.
En “Blanca”, la infancia recibe un golpe directo. Una abuela narra a su nieto insomne una versión retorcida de Blancanieves, donde la protagonista lidera un cartel narco y los siete enanitos son soldados del narcomenudeo.
El cuento, más allá del guiño escandaloso, opera como una crítica feroz a los relatos edulcorados con que se pretende adoctrinar la imaginación infantil y, de paso, al modo en que los medios naturalizan la violencia social.
“Monumento” lleva el disparate a niveles escatológicos. Un turista japonés, luego de entregarse con entusiasmo a los sabores de la comida regional norteña, sufre un episodio gástrico de tal magnitud que sufre una transformación total: queda petrificado, devenido estatua. La imagen es tan ridícula como poética, y funciona como alegoría de cierto turismo que viene a consumir exotismos sin digerirlos —ni literal ni simbólicamente.
Finalmente, no quiero dejar de mencionar a “La revolución baja de los cielos”, que aporta al libro una crítica ácida, casi sacrílega, al catolicismo y todo el aparato vaticano. Dedicado al Papa Francisco, este cuento es una sátira cargada de sarcasmo y lucidez política. En ella, la fe no es redención, sino una maquinaria de poder que baja del cielo más para controlar que para liberar.
En tiempos donde el discurso público parece oscilar entre la solemnidad impostada y la banalidad viral, el humor —cuando es inteligente, punzante, desestabilizador— se convierte en una herramienta profundamente política. No política en el sentido partidario, sino como forma de interpelación, como modo de señalar los absurdos de una época sin caer en la denuncia panfletaria.
Es allí donde el trabajo de Juan Carlos Mon adquiere todo su espesor: escribe para que nos riamos, sí, pero también para que pensemos por qué nos reímos. Qué estructuras mentales se resquebrajan cuando San Palito nos bendice desde un altar lubricado o cuando Blanca Nieves reparte merca con sus secuaces enanos.
La literatura de Mon incomoda a los bienpensantes y da placer a quienes ya están cansados de la corrección como regla estética. Lo suyo es una escritura hereje, que hace del humor una forma de decir lo que no se puede decir, una puerta trasera a verdades incómodas. En contextos donde se intenta normar el deseo, controlar los cuerpos o exaltar la tradición sin cuestionarla, estos cuentos irrumpen como una carcajada en medio del rezo: incómoda, desubicada, pero liberadora.
En definitiva, San Palito no es sólo una colección de cuentos. Es una invitación a mirar el mundo con menos miedo y más risa. A celebrar la imaginación como un espacio de libertad. Y a recordar que, como decía Peralta Ramos, el arte —cuando es verdadero— siempre nos hace reír y pensar al mismo tiempo.