Sarlo, Sebrelli, Lanata: los soldados muertos en Malvinas no son héroes, son víctimas de la Dictadura
Próximos a las tres décadas de la guerra de las Malvinas, una reflexión fecunda exige pensarla en toda su singularidad. Único episodio bélico en el que la Argentina se involucró desde el siglo XIX, fue disparado a partir de una invasión decidida por la dictadura militar más cruenta de nuestra historia y acompañado por una sociedad imbuida del espíritu de las “guerras justas”. En la aventura se conjugaron mezquinas motivaciones políticas de corto plazo con convicciones territorialistas profundamente arraigadas en los argentinos, que aprendieron en la experiencia que sus imágenes del mundo y de la propia Argentina poco tenían que ver con la realidad.
La guerra de Malvinas debe ser condenada sin cortapisas. Como argentinos, desaprobamos que el 2 de abril haya sido declarado “Día del veterano y los caídos en la guerra en Malvinas” como si esa efeméride conmemorativa pudiera ocultar que, feriado mediante, es la causa Malvinas la que se está reivindicando, como si fuera una causa justa pero “en manos bastardas”. La elección del 2 de abril es, en verdad, un ejemplo claro de la ambigüedad oficial que en relación a la guerra mantuvo la democracia y que se agravó en los últimos años. Por un lado, no se deja de execrar a la dictadura pero, por otro, se instituye la recordación de esa guerra como parte de una justicia que implica aceptarla en nuestra historia como episodio positivo a ser rescatado más allá de lo que pretendían sus ejecutores.
Precisamente el 2 de abril, día de la invasión a las islas, fue el momento culminante de aquella tragedia, ya que lo demás se dio por añadidura. Ese movimiento ilegal en arreglo al derecho internacional y criminalmente irresponsable en términos del valor de la vida humana no permite hablar, estrictamente, de una derrota. Esa invasión fue celebrada por la Argentina. El nacionalismo territorial cristalizado en Malvinas se aunó con el deseo de un país entero de concretar un logro después de tantos golpes y tantos sinsabores, para organizar una fiesta de la que poquísimos se sustrajeron.
De derecha e izquierda, muchos sostienen hoy que al haberse regado el suelo del archipiélago con sangre de argentinos el cultivo de la causa Malvinas se hace obligatorio. Es, otra vez, el empleo del conocido mecanismo del mandato. En este caso, se trata de otra perla del nacionalismo territorial: al sacralizar la tierra regada con sangre perdemos la libertad de elegir, nos debemos a ella y no a nuestros valores y a nuestras preferencias, ya que es la tierra la que está cargada de valores.
También se atribuye a los soldados y oficiales que allí murieron una condición heroica. No se trata de negar que muchos de ellos hayan tenido, en lo personal, comportamientos heroicos (muchos fueron ejemplarmente solidarios con sus compañeros), pero sí de resistirse a que su memoria sea objeto de manipulación cuando han sido básicamente víctimas: la heroicidad supone una gesta, el triunfo o la derrota en una pugna fundada en valores que se comparten y en virtud de los cuales se sostiene nuestra comunidad política y ese no es el caso de esta penosa aventura militar. Nosotros – y estamos seguros que como nosotros muchísimos argentinos – no compartimos ni los motivos ni los valores que le dieron su terrible sentido.
Los caídos deben ser recordados, pero no del modo en que el oficialismo nos propone. La memoria de las víctimas – quienes cayeron en las islas, en aguas del Atlántico Sur y, debido al escandaloso menosprecio al que fueron sometidos, en la dolorosa posguerra en el continente – debe ser preservada porque evoca una serie de tragedias que todavía recorren la Argentina como fantasmas: las violaciones de los derechos humanos, el doloroso extravío colectivo al que nos llevó la causa Malvinas, los peligros de unas fuerzas armadas poseídas por un espíritu de cruzada y los desastres que son consecuencia de acompañar procesos de concentración del poder.
La visión alternativa que proponemos es una disputa en el interior de nuestra sociedad nacional y versa sobre los valores en la que debe ser fundada. Elegir la posición que adoptaremos en la cuestión Malvinas –como problema a solucionar respetando principios constitucionales y compromisos internacionales en materia de derechos humanos, o como causa irredenta y absoluta ante la cual sacrificarlos– es elegir el país que queremos, la Argentina del futuro. Una Argentina cerrada y ensimismada en el victimismo y sus propias razones o una Argentina abierta al mundo y capaz de articular sus intereses y aspiraciones con las de todos los seres humanos, comenzando por los vecinos. La dolorosa tragedia provocada en 1982 por una dictadura sin escrúpulos y exaltada aún hoy por un nacionalismo retrógrado convoca nuestra responsabilidad y la de todos los argentinos.
Emilio de Ípola, Pepe Eliaschev, Rafael Filippelli, Roberto Gargarella, Fernando Iglesias, Santiago Kovadloff, Jorge Lanata, Gustavo Noriega, Marcos Novaro, José Miguel Onaindia, Vicente Palermo, Eduardo Antín (Quintín), Luis Alberto Romero, Daniel Sabsay, Beatriz Sarlo, Juan José Sebreli, Graciela Fernández Meijide, Jorge E. Torlasco, Marcos Aguinis, Carlos D. Malamud, José Emilio Burucúa, Liliana De Riz, Pablo Avelluto, Susana Belmartino, Rogelio Alaniz, Cristina Piña, Sylvina Walger, Federico Monjeau, Marcela Ternavasio, Luis Príamo, Patricio Coll, Ricardo López Göttig, Hugo Caligaris, Raúl Mandrini, Rodrigo Moreno, Emilio Perina, Héctor Ciapuscio, Hugo Vezzetti, Juan Villegas, Anahí Ballent, Edgardo Dobry, Marylin Contardi, Osvaldo Guariglia, Raúl Beceyro, Emilio Gibaja, Jorge Goldenberg, Rubén Perina.