Bahía Blanca, después de
Deberá pasar un tiempo, difícil de cuantificar, hasta que lo ocurrido en Bahía Blanca el 7 de marzo pueda ser evaluado con la distancia suficiente para una lectura crítica y nutritiva a futuro.
Mientras tanto, en la ciudad hacen esquina los espasmos:
- el dolor y el miedo, memoria del cuerpo que se activó cuando el viernes 21 comenzó otra lluvia intensa, por fortuna sin mayores consecuencias;
- las urgencias logísticas domésticas y el carancheo de las redes, que consigue indignar en distintas direcciones; y
- el deseo doliente de volver a alguna forma módica de normalidad y la tristeza por verificar pérdidas materiales pero irreparables, como colecciones completas de fotografías familiares sin copias de respaldo.
Para yapa y colmo, el lunes feriado gran parte de la ciudad inundada se quedó sin agua, esta vez por intervención de las algas en el dique que abastece.
Es evidente que esas condiciones, que tensan lo cotidiano, no favorecen una mirada desapasionada que descubra cadenas de causas y consecuencias hasta llegar a una inundación inédita en décadas. La intervención de trolls, pagos o voluntarios, alimenta la niebla con un mayor griterío escrito. Por suerte, crecen el hartazgo y el repudio hacia esas sub especies de carancho.
Cuando el tiempo comience a pasar, lo mejor que podría ocurrir es que la tragedia vivida oficie como un cruel llamado de atención hacia el modo en que las agendas pública y publicada han narrado a la ciudad, su pasado y sus necesidades, ayunas de planificación al menos hasta la llegada a la intendencia municipal de Federico Susbielles.
El intendente cuenta en su gabinete con especialistas que han estudiado varias de las problemáticas reales de la ciudad, llamando a planificar respuestas desde mucho antes de que fuese candidato. Algunos no militaban con él, otros incluso habían sido sus contendientes. La naturaleza no les ha dado tregua desde su asunción. Cinco días después de iniciar el gobierno, vientos huracanados destruyeron parte de la ciudad. Cuando parecía que nada peor podría ocurrir, llegó la inundación.
Desde mucho antes del saldo atroz que dejó, Bahía Blanca latía en contradicciones desgarradoras entre la realidad y el deseo. Lleva décadas sin crecer en términos poblacionales y su ejido se ha extendido sin pausa ni límite bajo exclusivo criterio de la especulación inmobiliaria, quitando viabilidad a los servicios y el transporte, pero durante la última década se intensificó el regodeo político y periodístico en sueños faraónicos que nunca se concretan. Los más sorprendentes fueron la construcción de un río artificial que la uniría con Córdoba y la disposición de una ruta de cruceros de lujo por la costa petroquímica.
En general, son ilusiones diseminadas como rumores o deseos de un dirigente o empresario pocas veces identificado. Combinan un impacto visual desmedido con la necesidad indiscutible de desarrollo económico y generación de trabajo, factores para sostener las expectativas de la burbuja inmobiliaria local. Cuanto más chata es la realidad circundante, mayor suele ser la grandilocuencia del rumor. Lo sucedido el primer viernes de marzo descubre la impostergable obligación de empezar a hablar en serio. Será en el peor contexto, porque a la situación nacional se añade la destrucción que el agua dejó en lo local, obligando a una reconstrucción desde literales escombros.
Un buen punto de partida para iniciar debates serios lo encarna la presencia académica local. Bahía Blanca cuenta con dos universidades públicas de larga historia, la del Sur y la facultad de la Tecnológica Nacional, que producen cuantiosos insumos en general sub aprovechados en las últimas décadas. La calle las valora más, como quedó demostrado en las dos marchas que en defensa de la educación superior pública reunieron el año pasado a miles de bahienses.
En los días posteriores a la catástrofe, con el tema convertido en atención nacional, el debate público comenzó a exhumar las desoídas advertencias académicas sobre las posibilidades de una inundación como la ocurrida. Entre los factores considerados se encontraban el cambio climático, que la agenda nacional oficial niega, y lo obsoleto del sistema de escurrimiento bahiense. La última obra hídrica de envergadura contribuyó a la catástrofe del viernes 7: el entubado de parte del arroyo Napostá, planificado por la penúltima dictadura y realizado por la siguiente, de cuyo inicio acaban de cumplirse 49 años.
Desde entonces el tema no figuró entre las principales preocupaciones de la dirigencia local, hasta que en 2016 el recién asumido intendente macrista Héctor Gay compartió su sueño de convertir al Napostá en una pista de canotaje.
El macrismo gobernó dos periodos completos tras aquella frase, un dato que suelen olvidar los trolls profesionales o amateurs que entretuvieron la semana posterior a la inundación con la espera de más fallecidos, o la difusión de teorías conspirativas cuando por fortuna el número dejó de crecer. La mayor obra del doble gobierno amarillo fue la construcción de una garita indestructible, que permitiera la espera de colectivos sin dejar sujeta su existencia al vandalismo que solía destruir los refugios. Los cálculos no contemplaron al omnipresente viento bahiense, que el primer día le voló el techo.
Por supuesto, la pista de canotaje nunca se concretó, pero su enunciación misma aparece como ejemplo elocuente de una tradición discursiva. Tal grado de divorcio entre fantasía y realidad se volvió tragicamente evidente casi una década después, cuando el primer fin de semana de marzo canoas, lanchas y motos de agua debieron utilizarse para rescates de emergencia.