Cromañón: el camino de los invencibles
Diez años separan ya a Martín Antonio Cisneros de aquel 30 de diciembre del 2004 en el que un incendio en el boliche República Cromañón se llevó la vida de 194 personas durante un recital de la banda de rock Callejeros. Ser un sobreviviente no solo implica vivir con el peso de los que no lo lograron, también es un desafío por mantenerse en pie, fuerte, y por sobre todo, seguir creyendo en que vivir vale la pena.
Un antiguo proverbio, cuyo autor goza del anonimato, dice que los ojos son el reflejo del alma. La mirada de Martín cuando recuerda el infierno en el que se encontraba aquella noche, lo confirma. Detrás del brillo que se deduce como consecuencia de su esfuerzo por evitar que se revele el llanto, existe un secreto; una perspectiva tan intima como dramática. Tal vez sea su memoria, como todas imperfecta, la que lo condena al eterno efecto de la tristeza, a la reconstrucción de sus sentidos escuchando día tras día el grito de las voces desesperadas, el silencio de los muertos, las manos de los que aun no se rendían y desde el suelo le apretaban los tobillos buscando que el destino los cruce con alguna persona que pueda salvarlos.
“Si me muero es por luchar”, dice el tatuaje que Martín Cisneros tiene en el antebrazo, acompañado de tres estrellas que simbolizan a sus tres amigos muertos durante la tragedia. Y es que Martín es eso, un verdadero luchador que desde hace mucho se acostumbro a que la vida sea un camino complicado pero no por ello menos hermoso. De familia humilde, comenzó a trabajar desde muy chico para ayudar a sus padres y de apoco ir construyendo su casa, también sencilla, pero de puertas siempre dispuestas a abrirse cuando alguien lo necesite. Alegre y tranquilo, “una buena persona; igual al padre”, lo describe su tía Nilda, mientras recuerda la angustia que sintió al escuchar por la radio el nombre de su sobrino en la lista de personas internadas a causa del incendio.
Los motivos por los cuales Martín logró salir con vida esa noche son un misterio, pero es imposible negar que la fuerza para volver a levantarse cuando ya todo parecía perdido se la debe a su familia, a quienes recordó desde el medio del caos al escuchar a un hombre que gritaba que por favor lo dejaran salir, que su hijo lo esperaba afuera. Y en esa misma familia se sostiene hoy en día. En su esposa Claudia, a quien el define, con la voz casi quebrada por el orgullo y el amor que siente cada vez que la menciona, como "de fierro". En su hijo, de 16 años, y en su hija, de 6; un milagro que iluminó sus vidas luego de tanta tristeza, porque la muerte, penosamente, también se llevo a su hermano, a su padre y a su madre, los tres el mismo año, todos ellos, a muy poco tiempo de lo sucedido en Cromañón.
La esperanza es una fórmula inalcanzable para muchos hombres, pero también es la manera de definir la fortaleza de tantos otros que, a pesar de las dificultades, se han levantado y resucitan desde el silencio para cumplir, sin detenerse demasiado, con los motivos más profundos de la vida. Martín es uno de ellos. "No es fácil, nada es fácil", repite una y otra vez porque, a pesar de su valentía, las sombras lo siguen visitando y el combate se extiende infinito. Tal vez para derrotarlas necesite un tiempo; salir a la puerta de su casa, mirar su barrio, las calles de tierra que rodean los terrenos baldíos, respirar profundo y hallar suspendido en el aire, en el mismo aire que hace unos años marcó la diferencia entre la vida y la muerte para muchos jóvenes que solo pretendían escuchar canciones y bailar acompañados, un mapa de regreso a lo que importa, un camino hacia la felicidad que le arrebataron, una nueva razón de esperanza para regresar todos los días y mirar a su familia con los ojos de un hombre que ha sufrido, pero que se reconoce invencible.